Cantinflas y la política
Forbes -
jueves, 25 de septiembre de 2014
Hacia el final de su carrera,
Cantinflas hablaba cada vez más como el político del que se burlaba.
Mario Moreno, el actor que dio
vida a Cantinflas, siempre tuvo aspiraciones políticas o, mejor dicho,
frustraciones, ya que sus intentos por ser el máximo líder del sindicato de
actores en México fracasaron –siempre superado por otro gran ídolo, Jorge
Negrete–. Aun así, Mario Moreno dejó una serie de discursos –a veces peroratas–
en sus películas y entrevistas, en que mostraba la forma como veía el mundo,
unas atinadas y otras más bien cursis, plagadas de demagogia.
Uno de los más memorables es el
que da frente al pleno de las Naciones Unidas como embajador de la República de
los Cocos. En medio de las intrigas entre verdes (capitalistas) y colorados
(comunistas), ese humilde personaje cargado de humanismo, de ideales de
fraternidad y respeto, alzaba la voz del llamado tercer mundo y de las naciones
no alineadas en contra de la hegemonía imperialista, de uno y de otro bloque.
Décadas antes ya había tocado el tema internacional. En plena Segunda Guerra
Mundial combatió al Japón imperial –México luchó en la guerra del Pacífico al
lado de EU– en su película Un día con el diablo, en que enaltecía la libertad y
la democracia.
En la vida real, la voz de Mario
Moreno se parecía mucho a la de Cantinflas. Sin embargo, Mario lucía tímido
cuando lo entrevistaban. Casi no miraba de frente a la cámara. Todo el tiempo
bajaba los ojos, y cuando mucho volteaba a ver a su interlocutor. Las más veces
parecía hablarle al cigarrillo que sostenía entre los dedos –era la época en
que se podía fumar en la televisión–. Quizá ese cigarrillo, la mirada pizpireta
y la sonrisa socarrona eran los únicos atisbos del personaje cómico más
entrañable del cine mexicano, que su creador, Mario Moreno, se permitía mostrar
una vez que personificaba al hombre próspero de negocios.
Alguna vez, Eduardo Moreno me aseguró
que su tío Mario estaba lejos de ser tímido. Cuando alguien se le acercaba en
la calle para tomarse una foto o que le diera su autógrafo, lo hacía con gusto,
pero siempre los dejaba esperando la frase chistosa o que hiciera alguna de sus
gracias. Es más, según dicen, una vez alcanzada la fama ni siquiera volvió a
bailar en público, fuera de sus películas, lo cual sucedía, religiosamente, una
vez por año. Jamás en toda su carrera realizó más ni menos de un filme anual;
todos éxitos de taquilla que superaban las ventas obtenidas por el anterior.
Su humor se basaba en el
arquetipo de lo que el filósofo mexicano Samuel Ramos definía a principios del
siglo pasado como el “peladito”, un vival cínico que encarna al macho, el cual,
aseguraba Ramos, “asocia su concepto de hombría con el de nacionalidad, creando
el error de que la valentía es la nota peculiar del mexicano”, y ese error
convertía a Cantinflas, el personaje, en algo digno de risa cuando sus
bravuconadas terminaban en una huida muy al estilo de las de otro vagabundo,
Charlotte personificado por Charles Chaplin.
Claro que, a diferencia de éste,
cuyo silencio lo hizo famoso, fueron las palabras –en exceso– las que le dieron
vida a Cantinflas y lo colocaron en el Diccionario de la Real Academia Española
como verbo (Cantinflear: hablar de forma disparatada e incongruente y sin decir
nada). Justo a él, quien de niño, en el tercer grado del colegio, obtuvo un
nota media (8 sobre 10) en la materia de lengua nacional y apenas un seis en
civismo, una calificación que en México es como arañar la mediocridad.
Ambas calificaciones del niño
perfilaban al personaje. Desestructurado en el habla y cínico en el actuar. O,
quizás, el personaje perfilaba al mexicano prototípico, el que, según Mario
Moreno, lo inspiró para crear a Cantinflas. Pero siendo él mismo parte del
pueblo, ya lo traía dentro y eran una misma persona, que dejaría huella no sólo
en el cine sino en los ruedos, y si quedara duda de esto y citando a
Cantinflas, “que lo digan los monosabios que tienen que barrer la plaza”.
De cómo nació el personaje
existen demasiados mitos de la época de las carpas, teatros cuasiambulantes y
mal olientes que pulularon en la primera mitad del México del siglo XX, adonde
iban quienes no tenían para pagar un boleto en un teatro. Mitos que el propio
Mario Moreno nunca quiso desmentir, que si el apodo se lo puso un borracho
anónimo que lo grito desde el fondo de una carpa, o que si alguna compañera, y
que coinciden, eso sí, en que es la contracción de cantas e “inflas” (en
mexicano dícese de la acción de beber alcohol).
El rasgo distintivo de
Cantinflas, esto es, su habilidad con las palabras, nació durante una gira.
Había un acto a beneficencia y le encargaron presentarlo. Pero antes que le
permitieran pensar su discurso, lo aventaron al escenario y de los nervios
habló sin decir nada. La gente estalló de risa y Cantinflas comprendió que el
éxito daba sus primeros pasos. Pero también entendió que el humor en el idioma
español se centra en el lenguaje y sus múltiples interpretaciones.
Hace algunos años, el crítico
cinematográfico Fernando Bañuelos me explicaba –para un reportaje que escribí
sobre el cómico–: “Tiene raigambre popular, viene desde abajo, fue un hombre
que entendió muy bien su ascenso social.” Su forma de hablar, a decir del
propio Bañuelos, es una forma de defenderse e interpretar las luchas verbales
de los políticos mexicanos, en aquel entonces protagonizadas no sólo por los
presidentes, diputados y gobernadores, sino también por personajes como Luis N.
Morones y Lombardo Toledano, creadores, estos últimos, del sindicalismo
mexicano, gremio al que a la postre pertenecería Cantinflas y que transformó su
discurso y la narrativa de sus filmes.
De a poco dejaba de ser el cínico
parlanchín para convertirse en un paladín del pueblo que transfería su falta de
civismo al otro. Se volvió cada vez más moralizante, a veces como si estuviera
siempre en campaña. Dio cátedra sobre lo que era la burocracia; el peladito se
transformó en sacerdote que recitaba encíclicas dignas de la teología de la
liberación, en heroico policía en dos ocasiones, en candidato a diputado, en
barrendero y una serie más de oficios que repetían estereotipos y fórmulas
gastadas que a pesar de todo seguían haciendo reír al público mexicano.
Hacia el final de su carrera,
Cantinflas hablaba cada vez más como el político del que se burlaba. Si vemos
con ojo crítico sus películas veremos que terminó por convertirse en el vínculo
del discurso oficial del gobierno con la población. Parafraseando a Gramsci,
era una especie de actor orgánico que terminó hasta de publicista de destinos
turísticos, como en el caso de Acapulco en la película El Bolero de Raquel.
En una de sus últimas entrevistas,
Mario Moreno aseguraba categórico que su
personaje era “muy humano” y por eso todas sus películas tenían ese mensaje
social. Durante esa misma entrevista, realizada en 1992 en Houston, Texas,
Moreno hablaba pausado, lento, medía sus palabras y evitaba a toda costa que se
pudiera pensar que bromeaba; nunca miró a la cámara, salvo en un momento cuando
le preguntan en que sueña: “Mario Moreno y Cantinflas, que son lo mismo, sueñan
en que haya un mundo más humanizado, donde podamos vivir en paz y con tranquilidad
todos los seres del mundo…”
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