La arqueología como daño
colateral
El País - de septiembre de
2014
Son tiempos turbulentos para los
vestigios del pasado, especialmente en Oriente Medio, cuna de la civilización.
Sufren las momias, las viejas ciudades mesopotámicas, como Ebla, y las
caravaneras (¡tanques en la rosada Palmira!), las centenarias mezquitas y los
castillos de los cruzados —el níveo y vertiginoso Crac de los Caballeros, que
fascinó a Lawrence de Arabia, ha recibido un cañonazo de la artillería siria—,
y se malogran los yacimientos que aún deberían seguir dando frutos.
El patrimonio y la actividad
arqueológica son las víctimas más silenciosas de la guerra y sus daños
colaterales generalmente menos tenidos en cuenta. Sin duda es lógico: en los
conflictos bélicos, revueltas armadas y revoluciones el sufrimiento y la muerte
de personas dejan en segundo término cualquier otra consideración; ninguna joya
del pasado vale lo que una vida humana. Dicho esto, la destrucción que provocan
las guerras en términos de cultura material es espantosa y nos empobrece a
todos como especie. No es nada nuevo. La guerra históricamente —aunque a veces
ha ofrecido una paradójica oportunidad, como en el caso de la expedición de
Bonaparte a Egipto, que prácticamente alumbró la ciencia de la egiptología—, se
ha ensañado con el patrimonio del pasado: los monumentos, obras de arte y otros
vestigios de la antigüedad han padecido siempre de manera dramática, como si el
segundo jinete del apocalipsis, la guerra en su caballo rojo, se solazara con
la destrucción de la belleza y el conocimiento para imponer su terrible
estética de armamento, banderas y ensangrentados campos de batalla.
Recordemos sucesos tan notables
como el bombardeo del Partenón, convertido en polvorín por los turcos, por
parte de la flota veneciana del almirante Morosini en 1687, que devastó el
templo, o la destrucción con artillería y cohetes de los grandes Budas de
Bamiyán por los talibanes en 2001 durante el largo conflicto de Afganistán.
La propia dinámica de la guerra
conduce muchas veces a que se destruya o dañe edificios históricos, museos,
obras y yacimientos. Raramente los militares modifican sus planes y acciones
por argumentos patrimoniales. César no pensó en el daño que podría causar a la
Biblioteca de Alejandría, y a la posteridad, incendiando el puerto. Ni los
alemanes, atrincherándose en ella ni los Aliados, bombardeándola en 1944 hasta
arrasarla, mostraron ninguna consideración por la vieja y venerable abadía
benedictina de Montecasino, una sola de las muchísimas maravillas destruidas en
la Segunda Guerra Mundial. Tampoco las tropas estadounidenses dejaron de
acampar sobre las ruinas de Babilonia, junto al palacio de verano de Sadam
Husein, y los pesados Abrams marcharon sobre los pavimentos milenarios como
émulos de los carros de los medos.
Otras veces son el revanchismo y
el odio ideológico los que guían la mano destructora —al estilo de la antorcha
de Alejandro en Persépolis—, como sucedió con el museo de Kabul, de nuevo
víctima de la barbuda iconoclastia talibán, o la Biblioteca de Sarajevo.
Provoca escalofríos imaginar lo que pueden hacer —y ya están haciendo, según
algunos testimonios— los fanáticos del Estado Islámico (EI) cuyos predios
corresponden a algunas de las zonas más ricas arqueológicamente del mundo, como
la de los cursos superiores del Tigris y el Éufrates. Basta recordar los
destrozos que perpetraron otros fanáticos islamistas, los de Ansar Dine, en Tombuctú
en 2012.
El expolio sigue como un tiburón
la estela de la guerra. Vespasiano y Tito se llevaron a Roma los viejos
artefactos sagrados de los judíos. Wellington, tras derrotar al sultán Tipu, el
Tigre de Mysore, saqueó Seringapatam y rapiñó sus tesoros (hoy en el Victoria
& Albert Museum). Qué decir del III Reich. El ejército israelí, por su
parte, ha protagonizado episodios de destrucción interesada del patrimonio,
sobre todo palestino y libanés. Los museos están entre las primeras víctimas de
la guerra y sus tesoros se esparcen y desaparecen rápidamente a través de las
redes oscuras del tráfico ilegal de antigüedades.
La panorámica general que sigue,
a cargo de los corresponsales de EL PAÍS, de las amenazas y los daños en
algunas de las zonas más calientes de Oriente Medio es un recordatorio de esas
otras víctimas de los conflictos que no deben ser olvidadas.
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