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lunes, 8 de septiembre de 2014

fallas

Reforma financiera Llegó la hora de la acción



El Cronista - ‎ ‎septiembre‎ de ‎2014
Las crisis financieras y los años de malaria económica que les siguieron representan fallas profundas de la economía y de política. Principalmente de comprensión. Hemos aprendido mucho desde entonces. Pero aún no hemos aprendido a evitar repetir esta experiencia dolorosa. Como señalo en un nuevo libro, seguimos teniendo economías desequilibradas y frágiles en términos financieros. Tenemos que ser mucho más radicales de lo que nos hemos atrevido.
Los legisladores no sólo no esperaban las crisis que comenzaron en 2007 sino que muchos se sentían orgullosos de su rol en la creación de algo denominado la “gran moderación”. Mientras la inflación se mantuviese estable, consideraban, todo sería para mejor.
 Era la “vieja ortodoxia” previa a la crisis. Los responsables no consideraban que el rápido crecimiento del crédito fuese muy peligroso; no les preocupaba el apalancamiento en aumento; creían que la innovación financiera contribuía a una estabilidad más que reducida; y creían que era más fácil limpiar después que las burbujas de precios de activos explotasen que impedir que estas crecieran en primer lugar.
Se demostró que estaban equivocados, tal como el ignorado Hyman Minsky había procurado advertirles. Entre sus diversas ideas acerca del modo en que los sistemas financieros funcionaban realmente se incluía la percepción de que la estabilidad desestabiliza.
 Cuanto más se extiende un período de estabilidad, más son los riesgos que la gente considerará potencialmente gratificantes. Pero aún, el aumento asociado del apalancamiento traerá aparejados -impulsará- aumentos en el precio de los activos. Esto validará los riesgos que asumen los creadores del apalancamiento. Este buen resultado seguirá siendo cierto, hasta que repentina deje de serlo.
Cuando los precios de los activos y la sed de riesgo colapsaron, el resultado fue pánico, una profunda recesión y una malaria prolongada posterior a la crisis, ya que las economías no solo perdieron el combustible del financiamiento, sino que también tenían que lidiar con la deuda pendiente.
Detrás de esta historia, señalo, había tensiones económicas globales: una superabundancia de ahorros (o más bien escasez de inversión); desequilibrios globales; desigualdad en aumento y en la misma medida un crecimiento débil del consumo; tasas de interés real bajas de activos seguros; una búsqueda de rendimiento; e invención de activos financieros teóricamente seguros, pero con un nivel relativamente alto de rendimiento.
Bajo la expectativa externa de mantener la inflación en economías sujetas a fuertes presiones deflacionistas, los bancos centrales se sintieron obligados a otorgar montos generosos de combustible monetario. Pero la industria financiera determinó el modo en que se usaba. Pudo haber encendido una llama de inversión productiva, pero en lugar de eso, generó precios de la vivienda elevados, una deuda en aumento y apalancamiento en rápida escalada dentro del propio sector financiero.
 En retrospectiva, la indiferencia de los legisladores hacia los riesgos que se corrían parece aterradora. Pero esto también plantea un gran interrogante: ¿aprendieron las lecciones correctas para el futuro?
Mi libro describe una “nueva ortodoxia”, que efectivamente reemplazó la que había muerto en la gran recesión. Ben Bernanke, ex jefe de la FED, en parte describió esta nueva ortodoxia en 2012.
Según esta, la política monetaria sigue siendo la principal herramienta de estabilización macroeconómica, y la política fiscal pasa a segundo plano. El objetivo es mantener la inflación baja y estable, si bien algunos bancos centrales (como la FED) explican que el propósito es el más alto nivel de actividad sujeto a alcanzar su meta de inflación. Pero los bancos centrales han ampliado sus instrumentos para incluir medidas no convencionales, como la “política de expansión monetaria”.
Mientras tanto, el sector financiero también seguirá como antes en términos generales, aunque mucho más estrictamente regulado y con requisitos de capital más altos en cierto modo. También hay una supervisión mejorada de la fragilidad sistémica del sistema financiero bajo el sello de la política macroprudencial.
Esta nueva ortodoxia no es más que una versión aleccionada de la anterior. ¿Es viable? Hay razones para creer que no.
En primer lugar, los legisladores confían en la política monetaria como el instrumento de estabilización preferido. Pero esta funciona mediante precios de activos y expansión crediticia. Esta combinación implica el riesgo de una repetición de crisis, lo que ocurrirá si, tal como parece, hay una demanda con una estructura deficiente. Los legisladores pueden estar condenados a crear nuevas burbujas para reemplazar las viejas.
En segundo lugar, la experiencia muestra que las metas bajas de inflación con las que los legisladores están comprometidos no son lo suficientemente altas para garantizar que las tasas de interés de corto plazo se mantengan sobre cero. El dilema es que aumentar las metas conlleva grandes riesgos, ya que esto socavaría la credibilidad de cualquier meta.
En tercer lugar, puede suscitarse un conflicto entre la política monetaria y la política macroprudencial.
Además, el quiebre del sistema financiero fue tan espectacular que los legisladores y reguladores se dieron el gusto de una orgía de normativas: requisitos de capital ponderados por riesgo mayor; ajuste de las ponderaciones de riesgo; apalancamiento más bajo; nuevas medidas para resolución; y reformas estructurales, incluyendo la “regla Volcker” sobre la negociación por cuenta propia en Estados Unidos y la reforma radical de instituciones reguladoras.
Según Andrew Haldane, del Banco de Inglaterra, el resultado regulatorio más importante de la Gran Depresión en los Estados Unidos fue la Ley Glass-Steagall, que tenía una extensión de 37 páginas. Esta vez, la Ley Dodd-Frank Act consta de 848 páginas y requiere casi 400 partes de normativa detallada por parte de agencias reguladoras. La respuesta total puede alcanzar las 30.000 páginas. La normativa de Europa, con toda seguridad, será aún más grande.
La conclusión es que se quiere ocultar el hecho de que la idea central ha sido preservar el sistema que existía antes de la crisis: seguirá siendo global.
Entre los temas más importantes respecto del futuro se cuentan el sector financiero y el papel económico de la deuda. En este aspecto, considero que es fundamental ir más allá de la nueva ortodoxia.
El modelo de negocios de la banca contemporánea es: emplear tanta deuda garantizada implícita o explícitamente como sea posible; emplear la menor cantidad de capital posible; prometer una alta rentabilidad sobre el capital; enlazar premios a la consecución de este objetivo de rentabilidad a corto plazo; asegurarse de que el menor número posible de esas recompensas sean susceptibles de recuperación en caso de catástrofe; y llegar a ser rico. Para los bancos resultó un modelo maravilloso. Para todos los demás, un desastre.
El nuevo régimen normativo es una respuesta asombrosamente compleja a los fracasos de este modelo. Pero la norma “¡mantenlo simple, estúpido!” es tan útil en el terreno de la normativa como en la vida. La solución sensata parece clara: forzar a los bancos a financiarse con capital en mucha mayor medida de lo que lo hacen hoy.
 Pero, ¿de cuánto capital estaríamos hablando? La respuesta es “mucho más que la proporción del 3% debatida en Basilea”. Como Anat Admati y Martin Hellwig sostienen en su importante libro, “The Bankers' New Clothes” (El traje nuevo del banquero), una cantidad significativamente mayor de capital -con un apalancamiento real que no supere la relación de 10 a uno y, de ser posible, sea incluso menor- traería ventajas importantes: limitaría el subsidio implícito a los bancos, en particular los bien ponderados “too big to fail” (“demasiado grandes para quebrar”); reduciría la necesidad de dicha normativa invasiva y compleja, y reduciría la probabilidad de pánico.
Una característica importante de los requisitos de capital más elevados es que estos no deben basarse en la ponderación del riesgo. En su momento, las ponderaciones de riesgo utilizadas antes de la crisis resultaron extraordinariamente falibles y, de hecho, sumamente engañosas.
Eso es inevitable: es altamente probable que las ponderaciones de riesgo fracasarán. En general, habrá una tendencia a sobreinvertir en lo que se ve que es relativamente de bajo riesgo. En el caso más reciente, se trataba de activos respaldados por propiedades. Ese financiamiento parecerá seguro mientras se descarte una caída general de los precios de las propiedades. Si ello no ocurre, el financiamiento de repente se convertirá en riesgoso. Por desgracia, rotular una forma particular de actividad como “relativamente segura””hace que el exceso de financiamiento sea más probable. Su nivel relativamente bajo de riesgo es una profecía de auto-negación: la respuesta del mercado hará que sea falsa.
La nueva ortodoxia, al tiempo que recomendó reducciones más modestas del apalancamiento que las que ahora creo necesarias, pone mayor énfasis sobre la resolución, que es la capacidad de convertir ciertas categorías de deuda en capital cuando las instituciones parecen descapitalizadas. Pero esta idea, si bien es atractiva en teoría, es probable que sea difícil de aplicar con éxito en la práctica. Esto es especialmente probable en medio de un pánico sistémico, a menos que los pasivos de las entidades vulnerables tengan grandes cantidades creíbles de deuda a largo plazo en manos de inversores que sean capaces de soportar las pérdidas. Sin embargo, dicha deuda es, por naturaleza, muy cercana al capital. La única justificación para una segunda mejor propuesta de este tipo es que la deuda sea deducible de impuestos. Pero ello aboga en favor una reforma fiscal radical.
 Una propuesta importante aún es el desapalancamiento de las economías. Tal vez la lección más importante de la crisis es que más allá de un cierto punto el crecimiento de la deuda suma más fragilidad a la economía de lo que suma al bienestar personal o la demanda agregada.
Lo ideal sería que los nuevos contratos financieros tuviesen elementos de capital incorporados desde el principio, con lo que enerarían la distribución de riesgos entre prestamistas y prestatarios. Tomar préstamos contra inmuebles residenciales sería un ejemplo crucial. En virtud de los nuevos contratos, los préstamos se reducirían automáticamente cuando el nivel general de precios de la vivienda cayese, según algún índice reconocido, y viceversa si este subiese. En el marco de dichos “contratos de renta variable compartidos”, los proveedores de financiación compartirían los riesgos y las recompensas de los movimientos en los precios de las viviendas. Estos nuevos contratos podrían ser muy atractivos para los ahorristas a largo plazo.
 Alejarse de la dependencia excesiva de los contratos de deuda inflexibles, con toda la fragilidad que crean en la economía, requeriría cambios en las políticas complementarias. El tratamiento fiscal favorable existente de la deuda tiene que terminarse: la deuda debe ser gravada, no subsidiada.
 El papel dominante de las instituciones altamente apalancadas dificulta mucho más el desarrollo de este tipo de contratos de renta variable. El exceso de confianza en esas instituciones es también altamente desestabilizador, tanto en épocas de auge como de caída. En tiempos de auge, producen demasiado crédito y deuda. En tiempos de colapso, generan pánico, dado que sus acreedores llegan a creer que las instituciones en las que tienen su dinero no son tan seguras como esperaban.
La necesidad de alejarse de la dependencia de intermediarios altamente apalancados encaja con otra opción todavía más radical: un movimiento hacia el 100% en reservas bancarias, con intermediación financiera por fuera del sistema bancario. Muchos han propuesto variantes de esta reforma, tanto del espectro político de izquierda como de derecha. Tiene sentido.
 Si las personas piensan que el dinero que tienen en los bancos está seguro, mientras estos últimos prestan ese dinero a prestatarios riesgosos, las crisis son inevitables. Peor, en virtud de los acuerdos actuales, las instituciones bancarias crean la gran mayoría del dinero de nuestra economía como un subproducto de la a menudo irresponsable financiación de riesgo. Dado que las personas ven el dinero como un activo seguro, este tiene que ser un sistema fundamentalmente propenso a las crisis. Podría ser reemplazado, en teoría, devolviendo la capacidad de generar dinero al Estado.
 Esas propuestas son controvertidas. Las transiciones serían exigentes. Pero las ventajas podrían ser grandes, siempre que fuese posible vigilar, con razonable eficacia, la frontera entre las nuevas formas limitadas de la banca y el resto del sistema financiero.
 Por otra parte se puede reconocer que los experimentos actuales con la expansión monetaria representan un paso limitado en este sentido. En este momento se podrían aumentar los requisitos de reservas a los niveles más altos de hoy, y de ese modo pasar a proporciones permanentemente altas de dinero respaldado por el gobierno.

 También se podría utilizar la capacidad de crear dinero no sólo para manipular los precios de los activos, como en la expansión monetaria actual, sino para financiar al gobierno directamente. La financiación monetaria directa del gasto público, en particular una mayor inversión, o recortes de impuestos sería una forma libre de deudas y muy eficaz de generar una demanda adicional. Esta idea, que el fallecido Milton Friedman llama “dinero helicóptero”, sigue siendo pertinente.

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