Reforma financiera Llegó la hora
de la acción
El Cronista - septiembre de
2014
Las crisis financieras y los años
de malaria económica que les siguieron representan fallas profundas de la
economía y de política. Principalmente de comprensión. Hemos aprendido mucho
desde entonces. Pero aún no hemos aprendido a evitar repetir esta experiencia
dolorosa. Como señalo en un nuevo libro, seguimos teniendo economías
desequilibradas y frágiles en términos financieros. Tenemos que ser mucho más
radicales de lo que nos hemos atrevido.
Los legisladores no sólo no
esperaban las crisis que comenzaron en 2007 sino que muchos se sentían
orgullosos de su rol en la creación de algo denominado la “gran moderación”.
Mientras la inflación se mantuviese estable, consideraban, todo sería para
mejor.
Era la “vieja ortodoxia” previa a la crisis.
Los responsables no consideraban que el rápido crecimiento del crédito fuese
muy peligroso; no les preocupaba el apalancamiento en aumento; creían que la
innovación financiera contribuía a una estabilidad más que reducida; y creían
que era más fácil limpiar después que las burbujas de precios de activos
explotasen que impedir que estas crecieran en primer lugar.
Se demostró que estaban
equivocados, tal como el ignorado Hyman Minsky había procurado advertirles.
Entre sus diversas ideas acerca del modo en que los sistemas financieros
funcionaban realmente se incluía la percepción de que la estabilidad
desestabiliza.
Cuanto más se extiende un período de
estabilidad, más son los riesgos que la gente considerará potencialmente
gratificantes. Pero aún, el aumento asociado del apalancamiento traerá
aparejados -impulsará- aumentos en el precio de los activos. Esto validará los
riesgos que asumen los creadores del apalancamiento. Este buen resultado
seguirá siendo cierto, hasta que repentina deje de serlo.
Cuando los precios de los activos
y la sed de riesgo colapsaron, el resultado fue pánico, una profunda recesión y
una malaria prolongada posterior a la crisis, ya que las economías no solo
perdieron el combustible del financiamiento, sino que también tenían que lidiar
con la deuda pendiente.
Detrás de esta historia, señalo,
había tensiones económicas globales: una superabundancia de ahorros (o más bien
escasez de inversión); desequilibrios globales; desigualdad en aumento y en la
misma medida un crecimiento débil del consumo; tasas de interés real bajas de
activos seguros; una búsqueda de rendimiento; e invención de activos
financieros teóricamente seguros, pero con un nivel relativamente alto de
rendimiento.
Bajo la expectativa externa de
mantener la inflación en economías sujetas a fuertes presiones deflacionistas,
los bancos centrales se sintieron obligados a otorgar montos generosos de
combustible monetario. Pero la industria financiera determinó el modo en que se
usaba. Pudo haber encendido una llama de inversión productiva, pero en lugar de
eso, generó precios de la vivienda elevados, una deuda en aumento y
apalancamiento en rápida escalada dentro del propio sector financiero.
En retrospectiva, la indiferencia de los
legisladores hacia los riesgos que se corrían parece aterradora. Pero esto
también plantea un gran interrogante: ¿aprendieron las lecciones correctas para
el futuro?
Mi libro describe una “nueva
ortodoxia”, que efectivamente reemplazó la que había muerto en la gran
recesión. Ben Bernanke, ex jefe de la FED, en parte describió esta nueva
ortodoxia en 2012.
Según esta, la política monetaria
sigue siendo la principal herramienta de estabilización macroeconómica, y la
política fiscal pasa a segundo plano. El objetivo es mantener la inflación baja
y estable, si bien algunos bancos centrales (como la FED) explican que el
propósito es el más alto nivel de actividad sujeto a alcanzar su meta de
inflación. Pero los bancos centrales han ampliado sus instrumentos para incluir
medidas no convencionales, como la “política de expansión monetaria”.
Mientras tanto, el sector
financiero también seguirá como antes en términos generales, aunque mucho más
estrictamente regulado y con requisitos de capital más altos en cierto modo.
También hay una supervisión mejorada de la fragilidad sistémica del sistema
financiero bajo el sello de la política macroprudencial.
Esta nueva ortodoxia no es más
que una versión aleccionada de la anterior. ¿Es viable? Hay razones para creer
que no.
En primer lugar, los legisladores
confían en la política monetaria como el instrumento de estabilización
preferido. Pero esta funciona mediante precios de activos y expansión
crediticia. Esta combinación implica el riesgo de una repetición de crisis, lo
que ocurrirá si, tal como parece, hay una demanda con una estructura
deficiente. Los legisladores pueden estar condenados a crear nuevas burbujas
para reemplazar las viejas.
En segundo lugar, la experiencia
muestra que las metas bajas de inflación con las que los legisladores están
comprometidos no son lo suficientemente altas para garantizar que las tasas de
interés de corto plazo se mantengan sobre cero. El dilema es que aumentar las
metas conlleva grandes riesgos, ya que esto socavaría la credibilidad de
cualquier meta.
En tercer lugar, puede suscitarse
un conflicto entre la política monetaria y la política macroprudencial.
Además, el quiebre del sistema
financiero fue tan espectacular que los legisladores y reguladores se dieron el
gusto de una orgía de normativas: requisitos de capital ponderados por riesgo
mayor; ajuste de las ponderaciones de riesgo; apalancamiento más bajo; nuevas
medidas para resolución; y reformas estructurales, incluyendo la “regla
Volcker” sobre la negociación por cuenta propia en Estados Unidos y la reforma
radical de instituciones reguladoras.
Según Andrew Haldane, del Banco
de Inglaterra, el resultado regulatorio más importante de la Gran Depresión en
los Estados Unidos fue la Ley Glass-Steagall, que tenía una extensión de 37
páginas. Esta vez, la Ley Dodd-Frank Act consta de 848 páginas y requiere casi
400 partes de normativa detallada por parte de agencias reguladoras. La
respuesta total puede alcanzar las 30.000 páginas. La normativa de Europa, con
toda seguridad, será aún más grande.
La conclusión es que se quiere
ocultar el hecho de que la idea central ha sido preservar el sistema que
existía antes de la crisis: seguirá siendo global.
Entre los temas más importantes
respecto del futuro se cuentan el sector financiero y el papel económico de la
deuda. En este aspecto, considero que es fundamental ir más allá de la nueva
ortodoxia.
El modelo de negocios de la banca
contemporánea es: emplear tanta deuda garantizada implícita o explícitamente
como sea posible; emplear la menor cantidad de capital posible; prometer una
alta rentabilidad sobre el capital; enlazar premios a la consecución de este
objetivo de rentabilidad a corto plazo; asegurarse de que el menor número
posible de esas recompensas sean susceptibles de recuperación en caso de
catástrofe; y llegar a ser rico. Para los bancos resultó un modelo maravilloso.
Para todos los demás, un desastre.
El nuevo régimen normativo es una
respuesta asombrosamente compleja a los fracasos de este modelo. Pero la norma
“¡mantenlo simple, estúpido!” es tan útil en el terreno de la normativa como en
la vida. La solución sensata parece clara: forzar a los bancos a financiarse
con capital en mucha mayor medida de lo que lo hacen hoy.
Pero, ¿de cuánto capital estaríamos hablando?
La respuesta es “mucho más que la proporción del 3% debatida en Basilea”. Como
Anat Admati y Martin Hellwig sostienen en su importante libro, “The Bankers'
New Clothes” (El traje nuevo del banquero), una cantidad significativamente
mayor de capital -con un apalancamiento real que no supere la relación de 10 a
uno y, de ser posible, sea incluso menor- traería ventajas importantes:
limitaría el subsidio implícito a los bancos, en particular los bien ponderados
“too big to fail” (“demasiado grandes para quebrar”); reduciría la necesidad de
dicha normativa invasiva y compleja, y reduciría la probabilidad de pánico.
Una característica importante de
los requisitos de capital más elevados es que estos no deben basarse en la
ponderación del riesgo. En su momento, las ponderaciones de riesgo utilizadas
antes de la crisis resultaron extraordinariamente falibles y, de hecho,
sumamente engañosas.
Eso es inevitable: es altamente
probable que las ponderaciones de riesgo fracasarán. En general, habrá una
tendencia a sobreinvertir en lo que se ve que es relativamente de bajo riesgo.
En el caso más reciente, se trataba de activos respaldados por propiedades. Ese
financiamiento parecerá seguro mientras se descarte una caída general de los
precios de las propiedades. Si ello no ocurre, el financiamiento de repente se
convertirá en riesgoso. Por desgracia, rotular una forma particular de
actividad como “relativamente segura””hace que el exceso de financiamiento sea
más probable. Su nivel relativamente bajo de riesgo es una profecía de
auto-negación: la respuesta del mercado hará que sea falsa.
La nueva ortodoxia, al tiempo que
recomendó reducciones más modestas del apalancamiento que las que ahora creo
necesarias, pone mayor énfasis sobre la resolución, que es la capacidad de
convertir ciertas categorías de deuda en capital cuando las instituciones parecen
descapitalizadas. Pero esta idea, si bien es atractiva en teoría, es probable
que sea difícil de aplicar con éxito en la práctica. Esto es especialmente
probable en medio de un pánico sistémico, a menos que los pasivos de las
entidades vulnerables tengan grandes cantidades creíbles de deuda a largo plazo
en manos de inversores que sean capaces de soportar las pérdidas. Sin embargo,
dicha deuda es, por naturaleza, muy cercana al capital. La única justificación
para una segunda mejor propuesta de este tipo es que la deuda sea deducible de
impuestos. Pero ello aboga en favor una reforma fiscal radical.
Una propuesta importante aún es el
desapalancamiento de las economías. Tal vez la lección más importante de la
crisis es que más allá de un cierto punto el crecimiento de la deuda suma más
fragilidad a la economía de lo que suma al bienestar personal o la demanda
agregada.
Lo ideal sería que los nuevos
contratos financieros tuviesen elementos de capital incorporados desde el
principio, con lo que enerarían la distribución de riesgos entre prestamistas y
prestatarios. Tomar préstamos contra inmuebles residenciales sería un ejemplo
crucial. En virtud de los nuevos contratos, los préstamos se reducirían
automáticamente cuando el nivel general de precios de la vivienda cayese, según
algún índice reconocido, y viceversa si este subiese. En el marco de dichos
“contratos de renta variable compartidos”, los proveedores de financiación
compartirían los riesgos y las recompensas de los movimientos en los precios de
las viviendas. Estos nuevos contratos podrían ser muy atractivos para los
ahorristas a largo plazo.
Alejarse de la dependencia excesiva de los
contratos de deuda inflexibles, con toda la fragilidad que crean en la
economía, requeriría cambios en las políticas complementarias. El tratamiento
fiscal favorable existente de la deuda tiene que terminarse: la deuda debe ser
gravada, no subsidiada.
El papel dominante de las instituciones
altamente apalancadas dificulta mucho más el desarrollo de este tipo de contratos
de renta variable. El exceso de confianza en esas instituciones es también
altamente desestabilizador, tanto en épocas de auge como de caída. En tiempos
de auge, producen demasiado crédito y deuda. En tiempos de colapso, generan
pánico, dado que sus acreedores llegan a creer que las instituciones en las que
tienen su dinero no son tan seguras como esperaban.
La necesidad de alejarse de la
dependencia de intermediarios altamente apalancados encaja con otra opción
todavía más radical: un movimiento hacia el 100% en reservas bancarias, con
intermediación financiera por fuera del sistema bancario. Muchos han propuesto
variantes de esta reforma, tanto del espectro político de izquierda como de
derecha. Tiene sentido.
Si las personas piensan que el dinero que
tienen en los bancos está seguro, mientras estos últimos prestan ese dinero a
prestatarios riesgosos, las crisis son inevitables. Peor, en virtud de los
acuerdos actuales, las instituciones bancarias crean la gran mayoría del dinero
de nuestra economía como un subproducto de la a menudo irresponsable
financiación de riesgo. Dado que las personas ven el dinero como un activo
seguro, este tiene que ser un sistema fundamentalmente propenso a las crisis.
Podría ser reemplazado, en teoría, devolviendo la capacidad de generar dinero
al Estado.
Esas propuestas son controvertidas. Las
transiciones serían exigentes. Pero las ventajas podrían ser grandes, siempre
que fuese posible vigilar, con razonable eficacia, la frontera entre las nuevas
formas limitadas de la banca y el resto del sistema financiero.
Por otra parte se puede reconocer que los
experimentos actuales con la expansión monetaria representan un paso limitado
en este sentido. En este momento se podrían aumentar los requisitos de reservas
a los niveles más altos de hoy, y de ese modo pasar a proporciones
permanentemente altas de dinero respaldado por el gobierno.
También se podría utilizar la capacidad de
crear dinero no sólo para manipular los precios de los activos, como en la
expansión monetaria actual, sino para financiar al gobierno directamente. La
financiación monetaria directa del gasto público, en particular una mayor
inversión, o recortes de impuestos sería una forma libre de deudas y muy eficaz
de generar una demanda adicional. Esta idea, que el fallecido Milton Friedman
llama “dinero helicóptero”, sigue siendo pertinente.
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