Cómo deben las empresas manejar
los errores
El Cronista - septiembre de 2014
Los empleadores a menudo hablan
de capacitar a las personas a asumir riesgos y aprender de los errores. Sin
embargo, pocas organizaciones saben cómo hablar acerca del fracaso cuando
sucede, y menos aún cómo aprender de él - como lo ilustran las consecuencias de
la crisis bancaria, los costosísimos proyectos de tecnología de la información
que exceden sus presupuestos y los numerosos lanzamientos fallidos de nuevos
productos.
Algunas empresas pueden carecer
de las capacidades para investigar lo que salió mal; otros ni siquiera
intentan. “Si un lado de la empresa está ganando mucho dinero y el otro está
generando pérdidas más pequeñas que pueden absorberse fácilmente, la actitud
frecuentemente es: ¿para qué preocuparse tanto?”, dice Jan Hagen, profesor
asociado y experto en gestión del fracaso de la European School of Management
and Technology.
El señalar lo que no funciona
puede hacer que los individuos sean impopulares, así como el advertir que se
aproximan cierto trastornos que otros prefieren ignorar. Sin embargo, entre las
organizaciones que toman la gestión de errores en serio -como las compañías
aéreas y de la salud- un cúmulo de pruebas está demostrando que cuando la gente
habla abiertamente de sus errores, la moral y el rendimiento mejoran.
Amy Edmondson, profesora de
Harvard Business School, ha identificado tres tipos de fracasos: los deslices y
descuidos prevenibles; los contratiempos que surgen a raíz de situaciones
impredecibles y complejas; y fracasos exploratorios que merecen estimularse
como parte del proceso creativo. Todos requieren un manejo diferente, pero a
menudo producen una respuesta inapropiada.
Un ejemplo citado a veces es 3M.
La compañía utilizó una técnica diseñada para eliminar los defectos y los
costos de producción en todas sus operaciones, incluyendo sus laboratorios de
investigación. Los beneficios a corto plazo mejoraron. Pero se comentó que sus
científicos perdieron el deseo de trabajar en experimentos especulativos,
reduciendo así las posibilidades de un descubrimiento significativo.
Al confrontar derrotas creativas,
individuos y equipos no sólo se acercan a sus metas, sino que al mantener un
registro de las fallas y discutir acerca de lo que salió mal y por qué, pueden
ayudar a revelar oportunidades para mejorar procesos y formaciones, reduciendo
la probabilidad de repetir errores.
Sin embargo, si se espera que los
empleados hablen acerca de sus errores, ellos necesitan saber que es seguro
hacerlo. Pero si no hay represalias, ¿qué impide que los empleados bajen su
rendimiento?
Desde hace más de una década, la
industria de la aviación ha tratado con el dilema de cómo terminar el juego de
la culpa, sin por ello aprobar la laxitud. Después de experimentar con diferentes
maneras de reportar libremente sin temor a sanciones, muchas aerolíneas
utilizan ahora un sistema llamado “Just Culture” (cultura de equidad),
obligando a los empleados a reportar cualquier error que cometan
inadvertidamente -como exceder un límite de velocidad, por ejemplo.
El quid pro quo es que los
empleados que se auto-reporten no serán sancionados, aunque pueden recibir
entrenamiento adicional. Pero hay algunas acciones -como romper deliberadamente
las normas- para las cuales no se aceptarán deslices. El objetivo es aprender
de los errores, y no dejar que los que incumplen las normas escapen las
consecuencias.
Para algunas organizaciones,
aprender de los fracasos implica cambiar el idioma utilizado para analizar lo
que salió mal. En 1999 Julie Morath, un especialista de la salud, se incorporó
al Children's Hospitals and Clinics of Minnesota con el mandato de mejorar la
seguridad del paciente. Ahí se encontró con la clásica cultura de la culpa en
la que los individuos raramente admitían sus errores por miedo a convertirse en
chivos expiatorios. Ella entrenó personas a investigar sin apuntar con el dedo.
Ahora CEO del Hospital Quality Institute en California, ella recomienda
formular preguntas neutras, como “¿qué pasó?”, en lugar de críticas, como “¿quién
lo hizo?”
Los fracasos graves son a menudo
el último eslabón en una cadena de errores más pequeños -como asignar la
persona equivocada a un trabajo, no supervisar, etc.- que se acumulan de manera
catastrófica. Pueden parecer inevitables; pero en cualquier momento alguien
pudiera haber intervenido. Simplemente se requiere que la gente actúe cuando
ven a otros, incluyendo sus jefes, cometiendo errores. Y ahí está el problema.
Como el Profesor Hagen observa: a medida que suben los individuos en la jerarquía,
más tienden a confiar en su propio juicio y los demás menos tienden a
cuestionarlos.
No hay soluciones rápidas, pero
las organizaciones pueden tomar medidas para alentar a las personas a
expresarse libremente. Para empezar, dice el Profesor Hagen, los altos líderes
pueden abandonar la pretensión de infalibilidad y hablar de “las veces que se
equivocaron” en lugar de sólo hablar de sus éxitos. El aplaudir públicamente a
los empleados que suenan la alarma envía un mensaje de que la responsabilidad
por prevenir errores es compartida por todos. En Children's Hospital, Morath
introdujo “el premio a la intervención acertada”, recompensando a los empleados
que evitaron percances al cuestionar situaciones dudosas.
Del mismo modo, para arraigar la
cultura del aprendizaje se requiere el liderazgo adecuado. En lugar de sólo
promover a los egos más fuertes, aconseja Andreas Hummel, jefe de gestión de
calidad en BMW, hay que promover a quienes están “abiertos a la
retroalimentación y hablan abiertamente acerca de sus fracasos”.
Las organizaciones también tienen
que pensar cuidadosamente acerca de cómo miden el éxito. Por ejemplo, los
prototipos deben ser diseñados para empujar los límites, y no para funcionar a
la perfección.
¿Es hora de aceptar el fracaso
con tanto entusiasmo como el éxito? Aquí algunos instan a la precaución.
Eli Lilly solía tener “fiestas de
los fracasos” para homenajear a los autores de posibles tratamientos
potenciales que fallaron en las pruebas. La farmacéutica posteriormente se dio
cuenta de que esto era mala psicología de la motivación, ya que sus científicos
no apreciaban ver cómo sus mejores esfuerzos se exhibían como fracasos a la
vista de todos.
Hoy en día, dice Andrew Dahlem,
director de operaciones de los laboratorios de investigación de Eli Lilly, la
empresa ya no celebra el fracaso por sí mismo. En cambio, aplaude a aquellos
investigadores que suman al acervo de los conocimientos, ya sea confirmando -o
derribando- una teoría.
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