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lunes, 28 de junio de 2010

Nostalgias




Cuando seguíamos el fútbol por la radio

Mi padre fue un maestro en el arte de la narración radiofónica de un partido de fútbol, tenía un don. Eran los tiempos anteriores a la televisión. En todo caso, en el estadio, por la radio o por la tele, adoraba este deporte
DANIEL ALARCÓN (publicado en el país España)

Como la mayoría o prácticamente todos los niños que vivían en los años cincuenta en Arequipa, Perú, mi padre, Renato, estaba obsesionado con el fútbol; a diferencia de muchos de ellos, le apasionaba tanto retransmitir el partido como jugarlo. Todos los domingos iba al estadio con mi abuelo, y en el descanso se aproximaba al palco de prensa, se asomaba e intentaba oír los comentarios. Los hombres de radio le impresionaban; nunca les faltaban las palabras. Los lunes, los periódicos locales mostraban gráficos de los goles marcados el día anterior, y mi padre los estudiaba, recordaba las jugadas tal como las había visto y pensaba en cómo habría narrado él los preliminares, el disparo, el vano intento de pararlo del portero y el impacto del balón contra el fondo de la red. De noche, se dormía relatando partidos en su cabeza, partidos en los que jugaban sus héroes, los chicos de los equipos locales, el FC Melgar, o el Piérola, o Alianza San Isidro. Pasaba los sábados en el campo que había tras el colegio, con un micrófono conectado a un altavoz diminuto, relatando los partidillos que jugaban los de unos cursos contra otros. Allí empezó a construir su reputación, empleando la voz para añadir cierto glamour a lo que no eran más que unos partidos de barrio corrientes y molientes. Los jugadores reaccionaban ante sus barrocas e ingeniosas descripciones del partido y mejoraban la calidad de su juego.

Poco después, mi padre empezó a actuar en concursos locales, entre ellos uno que se celebró en el teatro municipal de Mollendo, con todas las entradas vendidas. Improvisó un partido imaginario entre su adorado Melgar y el Universitario, los odiados rivales de la capital, Lima. Cuando, en su narración del partido inventado, el Melgar marcó un gol, la gente dio vítores y lo celebró con tanto entusiasmo como si el gol hubiera sido real. Mi padre recuerda ver al público, unos 300 hombres, mujeres y niños que gritaban puestos de pie, y no acabar de creérselo. La gente se abrazaba, daba palmas. ¡Golazo! Bajó del escenario y fue donde estaba su tío Juan Castor llorando, orgulloso.

Si todo esto parece muy fantasioso, hay que recordar cómo se vivía el deporte en los tiempos anteriores a la llegada de la televisión, antes de las omnipresentes repeticiones de jugadas y la posibilidad de ver los momentos destacados de los partidos en Internet. En Perú, a principios de los años cincuenta, si uno no estaba en el estadio viendo el partido en persona, tenía que representárselo en su cabeza, inspirado por la hábil narración de un locutor de radio. Aprendía a verlo, a imaginárselo.

El fútbol no es fácil de contar, desde luego, con su campo tan grande, su velocidad y lo imprevisible de sus jugadas. Los mejores jugadores suelen ser los que se mueven de manera más inesperada, los imaginativos, los que se van muy lejos de su posición cuando se lo exige su instinto. ¿Cómo describir un hábil pase rápido con la parte exterior del pie, o a un defensa que pierde el equilibrio, engañado por una finta sutil, casi imperceptible, de las caderas? Y eso no es más que parte del problema: cualquier descripción de un partido para la radio tiene que ser precisa y al mismo tiempo global. Se narra la jugada, pero también lo que puede venir a continuación: no solo quién tiene la pelota, sino también dónde están sus compañeros de equipo, sus adversarios, las distintas posibilidades.

He pensado mucho en aquella noche del teatro municipal. Quizás es imposible reproducir la inocencia de una multitud capaz de dar gritos de entusiasmo mientras un niño en el escenario describía un partido imaginario y un gol también imaginario. Son otros tiempos. Los goles están devaluados como moneda de cambio, por supuesto. En 2010 podemos verlos todo el día: los goles marcados en las ligas de Japón, Bélgica, Paraguay o Ghana; goles de volea, de cabeza, autogoles, goles que parecen accidentes o que son obras de arte, y a mitad de camino entre las dos cosas. Podemos ingerir una dieta constante de goles, pero todo eso está tan lejos del deporte que jugaba mi padre y del que se enamoró cuando era niño, tan lejos del deporte que narraba, que es totalmente irreconocible. Esa noche, mi padre convenció al público de que el partido que estaba describiendo era real; y en un partido de verdad, los goles son la excepción, y casi siempre llegan por sorpresa. El público gritó y celebró aquel gol inventado por un simple motivo. Les tenía tan cautivados con el partido que, cuando lo contó, fue algo inesperado.

Mi padre era un estudioso del arte de narrar el fútbol, y todos sabían que tenía un don. No mucho después le invitaban al palco de prensa en el estadio los domingos; de vez en cuando incluso le daban un micrófono al chico. En 1956, el legendario locutor Óscar Soto Solís dejó Arequipa para probar suerte en la capital; y Radio Continental, la emisora más poderosa en el sur de Perú, se encontró de pronto sin su voz emblemática. Al cabo de unos meses habían encontrado sucesor: mi padre. Dos años más tarde, había pasado de narrar partidos de barrio a transmitir en directo desde el estadio del Melgar todos los domingos. No tenía más que 14 años.

Mi padre y yo hemos pasado muchas horas hablando de fútbol. Cada vez que se me quedaban pequeñas unas botas, él me recordaba que en su niñez jugaba descalzo. Si necesitaba un balón nuevo, me decía que sus amigos y él se fabricaban el suyo, con gomas, periódicos y calcetines viejos. Me gustaba oír esas historias, hacían que el deporte me resultase más especial. Cuando era niño, estaba obsesionado con el fútbol, como mi padre; a diferencia de él, crecí en un lugar en el que no podíamos ir al estadio todos los domingos, donde no había posibilidad de contacto con futbolistas profesionales, ni en persona ni en televisión ni, desde luego, en la radio. En realidad, no vi un partido de fútbol bien jugado hasta el verano de 1986, cuando nuestra empresa local de televisión por cable nos dio Univisión durante un mes. Me preparé leyendo recortes de prensa que me enviaban mis primos desde Lima, con perfiles de jugadores, predicciones sobre los equipos y, por supuesto, gráficos de goles famosos. Los estudiábamos juntos. Luego empezó el campeonato, y vi todos los partidos.

Mi padre trabajó en Radio Continental durante cuatro años, hasta que sus estudios se lo impidieron. Hacia 1960, Soto Solís regresó de Lima; la leyenda local nunca alcanzó el éxito que esperaba en la capital. Era el momento idóneo para que mi padre dejara el trabajo. El veterano locutor recuperó su puesto y mi padre dedicó toda su atención a la universidad.

Por supuesto, cuando oigo a mi padre contar sus historias de la radio, siento nostalgia por algo que nunca viví. Puede que escuchar un partido en la radio no sea una experiencia más rica que verlo por televisión, pero de lo que no cabe duda es de que son dos experiencias diferentes. Si el hecho de ver solo las jugadas destacadas, los goles, distorsiona nuestra concepción del fútbol, quizá el antídoto sea un partido bien narrado en la radio: nos permite ver partes del juego a las que no prestaríamos atención. Un buen locutor se da cuenta y nos las relata: el espacio entre los centrocampistas, un portero peligrosamente descolocado, un delantero frustrado que espera con impaciencia el balón.

Para cuando llegó la televisión a Arequipa, mi padre ya se había ido a vivir a la capital para continuar su educación. Hace no mucho le pregunté sobre ello; sobre esa transición, sus repercusiones sobre el deporte y sus consecuencias en la imaginación de los aficionados. Estaba acordándome de aquellas 300 personas del público en el teatro municipal de Mollendo. Con la televisión, aquella velada habría sido imposible.

¿Algo se perdió?

Mi padre se lo pensó, pero no demasiado. Al fin y al cabo, le gustaba el deporte. Le gustaba estar cerca de donde transcurría la acción. Y, sobre todo, confiaba por completo en su capacidad de transmitir ese amor, independientemente del medio: "Si hubiera habido televisión en aquella época", dijo, "por supuesto, yo habría trabajado en la televisión".

Daniel Alarcón es escritor peruano. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

Tareas


Saramago nos dejo obligaciones pendientes
Mercedes Rodríguez García

El escritor portugués y Premio Nobel de Literatura José Saramago murió el pasado 18 de junio a los 87 años de edad. En sus últimos días —increíblemente alargados— accedí a su blog en busca de referencias sobre su novela Una balsa de piedra camino de Haití, edición solidaria que se vendió en Europa a solo 15 euros, como parte de un programa de ayuda a las víctimas del terremoto.

Se trataba de la segunda iniciativa del Nobel portugués, pues ya lo había hecho en 1999 con Centroamérica tras el paso del huracán Mitch, al donar los beneficios de su relato El cuento de la isla desconocida: “Porque todos tenemos una obligación”, aseguró su autor.

Precisamente por estos días de la Copa Mundial 2010, en Sudáfrica, me acordaba de sus quejas aparecidas en una publicación argentina en junio de 2006 , a tenor de que el fútbol poseyera más propagandas que los libros: “Mal andan las cosas si resulta necesario estimular la lectura, porque nadie necesita estimular el fútbol, que tiene detrás una fabulosa operación de propaganda”.

Otra evocación al novelista nacido en Azinhaga, una pequeña aldea ubicada a 120 kilómetros al noreste de Lisboa, la tuve por los días cercanos a la fecha límite de presentar el último recurso disponible a los abogados para los Cinco cubanos acusados de terroristas y prisioneros en cárceles de los EE.UU.

Entre los centenares de escritos sobre el tema, buscaba algo original con que iniciar un artículo, cuando encontré una carta publicada en dos periódicos británicos (The Guardian y The Independent) para conmemorar el 10º aniversario del arresto del grupo, conocido como “Los Cinco de Cuba”.

Entre unas 130 figuras del mundo del arte y la política que suscribían el documento abierto clamando “justicia” por el caso de los antiterroristas cubanos —juzgados como espías por el gobierno de EE.UU.—, estaba la de José Saramago junto a otros nueve Premios Nobel.

La misiva califica de injusto el juicio al que fueron sometidos los Cinco cubanos, critica la negativa a facilitarle una visa a Pérez y a otras de las esposas por varios años, y la restricción de las visitas de los familiares, reducidas a una vez por año.

¿Todo esto lo convertía en un verdadero comunista? No sé. Lo que me consta es que se autotitulaba un comunista hormonal: “Mi cuerpo contiene hormonas que hacen crecer mi barba y otras que me hacen comunista”, reiteraba el hombre militante de ese Partido del que nunca renegó en su activa vida política y como subdirector del Diario de Noticias, hasta 1976. Y este compromiso es evidente en parte de su producción, que incluye 17 novelas, cinco obras de teatro y numerosos relatos, poemas y crónicas.

Fue una de estas novelas, El Evangelio según Jesucristo, la que le hizo trasladar su residencia de Lisboa a Lanzarote, en 1992. Se trató de un exilio simbólico motivado por la decisión del gobierno portugués de impedir la candidatura de esta novela a un premio literario europeo, por considerarla “herética”.

Para ese entonces, Saramago ya había publicado obras de la talla de Memorial del convento (su primer gran éxito, que llegaría a los 60 años), El año de la muerte de Ricardo Reis e Historia del cerco de Lisboa. Luego vendrían Ensayo sobre la ceguera (llevada al cine en el 2008) y Todos los nombres, publicada poco antes de que se le concediera el Premio Nobel de Literatura, en 1998.

Sobraron a Saramago capacidad y voz crítica, Saramago la continuó, cualidades que exhibió hasta el final, tanto en sus novelas como en sus artículos periodísticos o en su blog, en el que acostumbraba a comentar sobre los diferentes temas de actualidad.

Una recopilación de las mejores entradas de este último, en las que flagelaba al capitalismo, al consumismo, al Papa y a George W. Bush, fue publicado el año pasado bajo el título de “El cuaderno”.

En una entrevista con BBC Mundo celebrada para marcar la ocasión, Saramago reconoció que ya no le quedaba mucho por vivir: “Me pueden quedar tres o cuatro años de vida, quizá menos”, anunció en aquella oportunidad.

Creo en todos los gestos del viejo Saramago. Si tuviera el poder de Dios, lo resucitaría. Dentro de las innumerables e importantes campañas de solidaridad que se han iniciado en el mundo, las del portugués nunca rondaron lo simbólico, como casi siempre sucede. Y, al otro, día, el olvido.

Como sobre el pasado no se puede hacer nada, Saramago actuó sobre el futuro y siempre halló buen momento para probarlo. Lo descubrí en el blog, en sus comentarios en torno a esa “balsa de piedra” con que remonta la catástrofe sufrida por Haití como consecuencia de los terremotos del 12 y 20 de enero pasado.

Como decía John Donne: “Ningún hombre es una isla, algo completo en sí mismo; todo hombre es un fragmento del continente, una parte del conjunto”. Y a todos, como a Saramago, nos asiste esa obligación.

Lo siento hoy más que nunca cuando el peculiar sonido de las vuvuzelas puede que aplaste la noticia de su muerte.

Lo siento cada vez que a Adriana, la esposa de Gerardo, le niegan el visado, alegando que podría ser una amenaza para la seguridad, una posible terrorista o una inmigrante ilegal.

Con todas estas obligaciones pendientes nos dejó Saramago. Ahora hace calor, y escribo apretándome los labios para que no se me escape un sollozo que empañe el display de mi PC, y ante el cual discurro al mundo jugándose varios partidos decisivos para la sobrevivencia humana.