Otro aniversario de la muerte de
Carlos Gardel con su tumba olvidada
Infobae - martes, 24 de
junio de 2014
En el cruce de las calles 8 y 33,
el artista argentino más grande de todos los tiempos espera, sonriente, a sus
fieles admiradores.Es generalmente una cita de respeto y de pasión, y con
seguridad, mutua. Pues esos eran los sentimientos que este músico sin par tenía
para con su público, de cualquier posición social, origen étnico o
nacionalidad.
Pero debemos buscarlo, preguntar
a otros, solicitar ayuda. Es que esa porción silente de la ciudad que es
Chacarita puede ser un pequeño laberinto a resolver, un galimatías intricado,
de no ser por la siempre buena predisposición de los que nos antecedieron o de
un empleado que, alternando sus tareas, nos sirva de guía ocasional.
Así es. Bajo un sol agobiante,
una persistente llovizna o enfrentando un viento frío y cortante que se desliza
impiadoso por las bocacalles solitarias, el visitante debe sobreponerse si
quiere llegar al punto de encuentro con su ídolo y aún más, si pretende
dedicarle un buen rato a ofrecerle las flores o cigarrillos, esas ofrendas
paganas que le ha llevado desde su casa o su hotel.
Días pasados debía hacer tiempo entre dos trámites en un viaje siempre exigente a la Capital Federal. Decidí que era una buena oportunidad para visitar el cementerio de la Chacarita y, más particularmente, ir a estar un rato con Carlos Gardel.
Me une a él una particular
admiración. Lo redescubrí de muy grande gracias a un cuento que debía poblar un
libro de pronta aparición. Pocas veces pude ver en una persona la combinación
de talento y empeño para lograr construir un lugar, un espacio, donde expresar
su arte. Y además, conservarse simple, popular, genuino.
Conforme iba ascendiendo en el
estrellato internacional, hubiera parecido natural un cierto alejamiento de sus
orígenes y sus fuentes. Proceso que hemos visto en tantos artistas y creadores.
No es el caso de Carlos Gardel y, aunque parezca un tanto extraño, siento que
le debemos, no solamente el habernos dejado un inmenso camino abierto para
generaciones futuras, sino un puñado de valores que suelen ser difíciles de
encontrar aliadas al éxito y la fama.
Por suerte, estas sensaciones son
compartidas por miles y provenientes de las más diversas latitudes. Elija usted
cualquier día del año para ir a su tumba y siempre habrá un admirador de
los países más diversos; canadienses, japoneses, colombianos, españoles,
chilenos, etc, etc. Una rápida mirada nos confirma que al menos la mitad de las
afectuosas placas que adornan el lugar provienen también del exterior.
Ahí donde el tango se escuche y
aprecie, Gardel es nuestro embajador permanente.
Confieso que, más allá de
cualquier chauvinismo barato o falso nacionalismo, cada vez que acerté a pasar
por su lugar de descanso me sentí orgulloso de ser argentino, en todo caso, más
pleno. Una rara satisfacción de saber que en los orígenes y sobre todo en la
formación de un creador de esa talla los argentinos tuvimos algo que ver, y
confirmar que muchas sociedades hubieran querido saberlo suyo.
Pero nada en el camino que lleva
a su morada nos deja disfrutar de su legado Nada en el camino que lleva a su
morada nos deja disfrutar de su legado, sus amigos ni su familia (ni
siquiera está especificado que descansa junto a Berta, su madre). Para arribar
a su genial estatua debemos preguntar repetidas veces, indagar, hacer marchas y
contramarchas. Ningún cartel, folleto, panel indicativo nos guían hasta él.
Tampoco están bautizadas las calles internas de la Chacarita con nombres y
pistas que nos acerquen. Ni la más modesta flecha anuncia el camino hasta su
presencia.
Sólo la solidaridad de otros nos
ayuda.
Ni que hablar de querer
permanecer un rato haciendo compañía al Morocho.
Ni sombra, ni asientos, ni nada.
Sólo la gente.
Podríamos reconfortarnos pensando
que no es sólo su caso.
Magro consuelo.
Este bello cementerio contiene
una multitud de hombres, mujeres y agrupaciones, que a través de sus vidas han
construido nuestra historia. Sociedades de Socorros, Panteones de
Colectividades Inmigrantes, científicos, políticos, médicos, deportistas,
artistas también, pasan frente a nosotros en un absurdo y cruel anonimato.
En muchos casos se evidencia el
paso irremediable de las generaciones; viejos y oxidados candados sellan
puertas que hace años no se abren para honrar la memoria de los muertos. En otros,
los vidrios están rotos o simplemente ausentes, faltan puertas y escaleras y no
son pocas las bóvedas dónde los ajuares penden hacia un suelo polvoriento y
desgastado.
En muchos de los sepulcros los
yuyos y plantas invaden silenciosa y tenazmente las lujosas moradas que fueron
construidas para desafiar al tiempo y hacer perenne la gloria de un apellido.
Las telarañas han reemplazado nuestra obsesión por la eternidad en apenas
algunas décadas, dando, sus caprichosas formas artísticas, un cierto encanto
póstumo a la desolación y el olvido.
Sabido es que nada es eterno y
que por más que lo intentemos seremos polvo, tarde o temprano. Más aún en estas
épocas de vorágine y consumo en el que no nos damos el tiempo para recordar
nuestros orígenes. Preferimos el hoy, más efímeramente que nunca.
Pero más que el olvido nos hiere
el abandono. Si algo puede vencer a la muerte, no son los vanos intentos del
hombre en prolongarse indefinidamente. Es sólo otro inútil gesto de nuestra
soberbia. Si algo la puede derrotar es transformarla en cultura, en raíces, en
valores rescatados en raíces, Y la única posibilidad para lograrlo
es que las instituciones perduren en una política de salvaguardar sus lugares
más entrañables, ahí donde descansan infinidad de vidas que nos han legado sus
existencias.
No será en sitios derruidos, sin
señalamientos ni explicaciones, sin limpieza ni atenciones básicas al visitante
ávido de conocimientos, sin lugares de descanso ni contextualizaciones
históricas, sin realzar, con la perspectiva que nos dan los años, el talento,
la abnegación o la entrega de sus moradores, que lo vamos a lograr.
Que sea un mal que aqueja a la
mayoría de los Cementerios en Argentina no nos debería conformar. Sería, otra
vez, "el mal de muchos o el consuelo de los tontos".
No debemos olvidar que después de
todo, cada cementerio es un museo construido por nuestros antepasados Cada
cementerio es un museo construido por nuestros antepasados. Un preciado
guardián de nuestras historias, que cada pueblo, en el interior de nuestro país
posee, a los que sólo debemos cuidar y aprender a conocer y a respetar.
Los indicios que nos deja, una
vez más, el insigne Zorzal Criollo deberían ser un rumbo a seguir. Gardel ha
vencido a la muerte. No por la inmortalidad de su cuerpo, claro está, sino por
la admiración y respeto de su pueblo y de todos los amantes de la música en el
mundo que se empeñan en venir a verlo, que comparten un momento incomparable
con otros, que trastocan anécdotas y datos, experiencias y rastros de sus
propias vidas.
Algo que una pared muda y sin
marca alguna de cualquier representación del Estado argentino jamás podría
lograr.
Pero Gardel es único. No todos
poseemos su mágico atributo para derrotar el descuido y la desidia. A los demás
los debemos ayudar... y ayudarnos.
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