Una historiadora judía confirma
lo dicho por Francisco sobre Pío XII
Infobae - domingo, 15 de
junio de 2014
Periodicamente, resurge la
polémica en torno a la figura de quien era Papa durante la Segunda Guerra
Mundial, en particular sobre su "silencio". Una leyenda negra fue
tejida en los años 60, en particular a partir del libro El Vicario, de Rolf
Hochhuth, en el que acusaba a Pío XII de indiferencia ante el exterminio de los
judíos.
Ahora, en una entrevista
concedida al periodista portugués-israelí Henrique Cymerman, quien lo ayudó a
hacer posible la oración interreligiosa por la paz en Roma, Jorge Bergoglio
manifestó su indignación porque siempre se acusa a la Iglesia Católica, cuando
"las grandes potencias (...) conocían perfectamente la red ferroviaria de
los nazis para llevar a los judíos a los campos de concentración", pero no
hicieorn nada. El Papa dijo que hasta tenían fotos aéreas de ese trazado.
"Pero no bombardearon esas vías de tren: ¿Por qué? Sería bueno que
habláramos de todo un poquito", reflexionó.
En enero de este año, la revista
italiana L'Espresso reprodujo una ponencia de la investigadora judía Anna Foa,
que enseña historia moderna en la Universidad La Sapienza (Roma) y es
colaboradora habitual del diario L'Osservatore Romano, en el cual rechaza la
leyenda negra elaborada en torno a la actitud de Pío XII (Eugenio Pacelli, cuyo
papado se extendió de 1939 a 1958) y explica que su afirmación de que la Santa
Sede y, más en general, toda la Iglesia Católica de Italia, salvó a miles de
judíos, no es una postura ideológica sino un resultado de sus investigaciones,
durante las cuales recogió innumerables testimonios de sobrevivientes.
Es muy probable que Francisco
abra los archivos vaticanos de aquella época. Lo adelantó su amigo el rabino
argentino Abraham Skorka en declaraciones al Sunday Times en enero pasado. Pero
no es cierto tampoco que hayan estado tan sellados. Como lo recuerda
L'Espresso, "ya en los años sesenta, Pablo VI había hecho publicar (...)
doce grandes volúmenes de documentos vaticanos del periodo de la Segunda Guerra
Mundial".
De todos modos, la documentación
que falta poner a disposición del público incluye "dieciséis millones de
hojas, más de 15.000 sobres, 2.500 fascículos".
"Desde hace seis años (por
indicación de Benedicto XVI) se está trabajando en el Vaticano para ordenar
esta imponente mole de documentos, con el fin de facilitar su consulta a los
estudiosos. Y el prefecto del archivo secreto vaticano, el obispo Sergio
Pagano, ha dicho al Corriere della Sera que se 'necesitará aún un año, año y
medio más", reporta L'Espresso.
En sus charlas con Skorka,
condensadas en un libro, Jorge Baergoglio se había referido al tema: "Si
nos hemos equivocado en algo, tendremos que decir: 'Nos hemos equivocado en
esto'. No debemos tener miedo de hacerlo".
Anna Foa –cuya intervención en un
congreso en Florencia el 19 de enero pasado reproducimos más abajo- no es la
primera historiadora judía en llegar a esta conclusión.
De hecho, en julio de 2011, el
embajador de Israel en el Vaticano, Mordechai Lewy, reconoció la labor
soldiaria del Papa Pío XII hacia los judíos perseguidos durante la Segunda
Guerra Mundial, en un acto en el que se entregó de modo póstumo la medalla de
"Justo entre las Naciones" a un sacerdote de la orden de Don Orione
por haber salvado familias judías. Allí, el diplomático expresó su convicción
de que todo lo que monasterios y conventos católicos hicieron en esos años fue
"bajo la supervisión de los más altos responsables del Vaticano, que
estaban informados de estos gestos".
Las investigaciones históricas
más recientes contradicen de plano la versión de "El Vicario". Tiene
razón Francisco: la indiferencia fue de los gobiernos de las grandes potencias.
La Iglesia Católica, en cambio, fue por lejos la entidad que más judíos salvó
durante la Segunda Guerra Mundial.
El historiador judío Pinchas
Lapide calcula que fueron unos 750.000. Y, en efecto, al terminar la guerra,
Pío XII recibió muchos agradecimientos. Además, Golda Meir, ministra de Asuntos
Exteriores en 1958, el año de la muerte de Eugenio Pacelli, le rindió homenaje
en nombre de su gobierno en Naciones Unidas. "Durante los diez años de
terror nazi, cuando nuestro pueblo sufrió los horrores del martirio, el Papa
alzó su voz para condenar a los perseguidores y para compadecer a las víctimas",
dijo la funcionaria israelí.
A continuación, la ponencia de
Anna Foa
Cuando sacerdotes y judíos
compartían el mismo alimento
Por Anna Foa
Los estudios de los últimos años
están poniendo cada vez más de relieve el papel general de protección que la
Iglesia ha tenido respecto a los judíos durante la ocupación nazi de Italia.
Desde Florencia, con el cardenal Dalla Costa proclamado "Justo" en
2012, a Génova, con don Francesco Repetto, también él "Justo",
pasando por Milán con el cardinal Schuster, hasta llegar naturalmente a Roma,
donde la presencia del Vaticano, además de la existencia de zonas
extraterritoriales, permitió salvar a miles de judíos.
Precisamente, a propósito de
Roma, las modalidades con las que se llevó a cabo la obra de asilo y salvamento
de los perseguidos eran tales que no podía ser el fruto solamente de
iniciativas que provenían desde abajo, sino que claramente estaban coordinadas,
además de permitidas, por los vértices de la Iglesia.
Se borra así la imagen propuesta
en los años '60 de un papa Pio XII indiferente a la suerte de los hebreos o,
incluso, cómplice de los nazis.
Me gustaría resaltar aquí que
esta imagen más reciente de la ayuda prestada a los judíos por la Iglesia no
surge de posiciones ideológicas afines al catolicismo, sino sobre todo de
investigaciones concretas acerca de la vida de los judíos durante la ocupación,
la reconstrucción de historias de familias o de individuos. En resumen, del
trabajo de campo.
El refugio en las iglesias y en
los conventos surge continuamente en las narraciones de los sobrevivientes,
recorre como un hilo rojo los testimonios orales recogidos durante años en
Italia – como la amplísima documentación de los testimonios de judíos italianos
en la Shoah Foundation – y está presente en la mayor parte de las memorias de
los contemporáneos. Está contado como un hecho seguro, que pertenece al ámbito
de las evidencias, con toda la diversidad de situaciones: desde los conventos
que solicitaban un hospedaje, a los que acogían gratis a los hebreos los
cuales, a su vez, daban una mano en el trabajo cotidiano, como es el caso de
las chicas judías que ayudaban ejerciendo de maestras de los niños de la
escuela de las Pias Maestras Filipinas en Roma Ostiense, caso contado por Rosa
Di Veroli.
Es, en resumen, una imagen fruto
no del debate sobre el tema Iglesia y Shoah, sino también, y sobre todo, de la
investigación dirigida a ilustrar la vida y el recorrido de los hebreos bajo la
ocupación nazi.
La debatida "quaestio"
historiográfica sobre Pio XII y los hebreos ha frenado la investigación durante
muchos decenios, desplazando al terreno ideológico cada intento de aclarar los
hechos históricos. Pienso, en cambio, que para escribir la historia de la
relación de la Iglesia con los hebreos en la Italia ocupada es necesario, ante
todo, despejar el campo de esta cuestión.
La pregunta principal, por tanto,
no puede ser la de la relación entre el espíritu profético de un Papa y los
compromisos diplomáticos de otro Papa, sino sobre cuánto y hasta qué punto y,
también, con cuántas oposiciones internas la Iglesia y el Papa dirigieron la
obra de salvamento de los judíos italianos. Las dos cuestiones son distintas y,
en mi opinión, tienen que seguir siendo distintas.
La investigación sobre las
modalidades concretas de ayuda a los judíos, la presencia de éstos en conventos
y en iglesias, y su vida dentro de los refugios eclesiásticos, empieza a sacar
a la luz un aspecto sobre el que me parece se ha reflexionado poco hasta ahora:
el cambio de mentalidad que de ello puede derivarse.
Es verdad que judíos y cristianos
habían convivido durante siglos, entre los muros de los guetos y en las
antiguas juderías, en Italia y de manera particular en Roma, pero esta
convivencia muy raramente había implicado a los eclesiásticos. Ahora, forzados
por la urgencia de la persecución, sacerdotes y judíos compartían el mismo
alimento. Las mujeres judías paseaban por los pasillos de los conventos de
clausura y los hebreos aprendían el Padre Nuestro y se vestían con el hábito
talar como precaución en el caso de irrupciones alemanas y fascistas. Rosa Di
Veroli, a la que se pidió que rezara con los otros en la iglesia, lo hacía,
pero recitando en voz baja el Shemà Israel.
¿Había una efectiva esperanza por
parte de los cristianos de tocar el corazón endurecido de los judíos y
empujarlos al bautismo? Y los judíos que se bautizaron, ¿lo hicieron tras
solicitarlo verdaderamente o por la fascinación de un mundo que no conocían y
que les ofrecía protección? Viene a nuestra mente la Lia Levi de Una bambina e
basta ("Una niña y nada más"), atraída durante un breve instante por
el bautismo.
Hablamos obviamente de los casos
de conversión en los conventos, no de esas conversiones, verdaderas o
simuladas, realizadas en 1938 con la esperanza de evitar la dureza de las leyes
racistas, cuando en Milán el cardenal Schuster bautizaba al alba a los judíos
en el Duomo y los periódicos antisemitas más radicales veían en esos bautismos
"el caballo de Troya de los hebreos en la sociedad aria y cristiana".
Ciertamente, todo esto pone en
marcha en ambas partes dudas y temores ante una relación estrecha y cotidiana.
En los sacerdotes, y sobre todo
en las religiosas, estos temores pueden tomar el camino del impulso hacia la
conversión, según una línea más consolidada y tradicional de relación. De este
modo, la cotidianidad y la atención encuentran justificación y consuelo en la
esperanza de llevar a un judío al bautismo.
En cambio, en los hebreos, el
temor atávico a ser empujados a la conversión les lleva a veces (surgen casos
de este tipo en la documentación oral) a no tomar ni siquiera en consideración
la idea de refugiarse en una institución eclesiástica.
Pero puede suceder que nada de
todo esto se realice. ¿Qué decir, en Roma, de la Iglesia de San Benedicto, en
el Gasómetro, dónde se refugiaron muchos judíos y de su párroco don Giovanni
Gregorini, entonces jovencísimo, que encontraba el tiempo para charlar cada día
con uno de los refugiados, un hombre de una cierta edad y muy religioso, sobre
las respectivas religiones y de sus relaciones? Aquí, por ambas partes, había
un respeto recíproco y curiosidad mutua.
En resumen, creo que esta
familiaridad nueva y repentina, iniciada sin preparación por las
circunstancias, en condiciones en las que una de las dos partes era perseguida
y peligraba su vida y necesitaba, por tanto, de mayor "caridad
cristiana", no se dio sin consecuencias para el inicio y la acogida del
diálogo. Un diálogo que llegó mucho más tarde, ciertamente, y que se inició
sobre todo a nivel teórico, mientras éste se nos muestra como un diálogo desde
abajo, hecho de compartir los alimentos juntos y de conversaciones sin
pretensiones, también para superar la ansiedad de una relación desconocida
hasta ese momento. Las religiosas de otro convento romano añadían el tocino a
la sopa común sólo después de haberla distribuido a las judías a las que habían
dado refugio. También ésta es, en mi opinión, una forma de diálogo desde abajo.
Inmediatamente después de la Guerra,
en un momento en que prevalecía la necesidad de olvidar la Shoah, este proceso
de diálogo fue en parte bloqueado porque por un lado los judíos estaban
intentando reconstruir su propio mundo e identidad después de la catástrofe y,
por el otro, los católicos parecían haber vuelto a las posiciones tradicionales
en las que la esperanza de la conversión era más fuerte que el respeto.
Tal vez es este cierre de los
primeros años después de la Shoah lo que impidió el desarrollo de ese diálogo
desde abajo, lo mismo que el de niveles más altos, como demuestra el fracaso
del encuentro de Jules Isaac con Pio XII.
De todas formas, fuera como
fuese, a principios de los años sesenta, con "El vicario" de
Hochhuth, sobre este proceso se proyectaría la sombra de la leyenda negra de
Pio XII, con el resultado de obstaculizar y oscurecer la memoria y el peso de
ese primer recorrido común.
Hoy es el momento justo para
volver a investigar sobre él.
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