Perón, cuarenta años después
Infonews - domingo, 29 de
junio de 2014
Por qué razón, a exactos 40 años
de su muerte, Juan Domingo Perón sigue tan presente en la memoria de los
argentinos, en los debates políticos, en el imaginario popular? ¿Cuáles son los
factores que permiten que el fantasma de un hombre nacido en el siglo XIX y
muerto en el tercer cuarto del siglo XX todavía recorra nuestro país? ¿Estamos
anclados en un nudo histórico o la figura de Perón extiende su sombra por sus
propias virtudes? ¿Qué fenómenos políticos, ideológicos, aspiracionales, qué
Argentina, qué relaciones sociales, qué correlación de fuerzas interpretó ese
general de sonrisa gardeliana que por más de treinta años influyó como nadie en
los aconteceres del poder en este surísimo lugar del planeta?
Soy un nieto del peronismo. Mi
infancia estuvo atravesada por las muertes de mis abuelos y de ese político
omnipresente en la casa de mi familia. De chiquito fui llevado por mis padres a
la mítica casa de Gaspar Campos, en Vicente López, y a los alrededores de
Ezeiza, en el regreso definitivo de Perón a la Patria. En términos reales, no
debería ser más que una fantasmagoría, una anécdota simpática, una música que
me llega de otros siglos. En mi juventud, incluso, la cara del peronismo fue
esa máscara deforme que significó el menemismo: privatizaciones,
trasnacionalización de activos, empobrecimiento, desocupación, miseria,
neoliberalismo. Sin embargo –y seguramente por la resignificación que del peronismo
realizó el kirchnerismo en estos años– el peronismo continúa definiendo
identidades propias y ajenas. El kirchnerismo, sin ir más lejos, le debe al
peronismo buena parte de los odios que recibe y también de las simpatías que
despierta.
El gran error que cometemos
muchos a la hora de analizar el suceder histórico que significa el peronismo en
nuestra historia es el proceso doble de categorización y totalización al que lo
sometemos para que no nos genere angustia política. Y si hay algo que mantiene
vivo al peronismo es esa posibilidad de angustia que genera, de contradicción,
de inasibilidad. El peronismo, aun en sus presencias de menor densidad, como
puede ser el supuesto "massismo", está en diálogo temporal permanente
con la sociedad. De su elaboración estratégica constante extrae su fuerza
transformadora. Creemos que el peronismo es algo inamovible, dogmático, y no un
suceder; y que no tiende hendijas, contradicciones, grietas, espacios negros,
zonas oscuras. Mientras para sus detractores el peronismo, al ser Todo
–múltiples opciones– resulta siendo Nada, sus partidarios intentan encorsetarlo
en una definición ideológica exageradamente limitada que no explica el proceso
general de sus setenta años. La máxima prescriptiva de "el peronismo será
revolucionario o no será nada" es una construcción volitiva –política–
pero no una categoría analítica. Lo mismo ocurre con la reducción al corpus
doctrinario y las tres banderas.
El peronismo "supone",
entonces, diálogo, pensamiento estratégico, apertura, escucha y actualización
permanente o, para aquellos que no les tienen miedo a las ideas y a las
palabras, pequeñas traiciones permanentes.
A mediados del siglo XX, el
peronismo, nacido del seno de la disputada revolución del 4 de junio de 1943,
surgió como respuesta no liberal a la crisis y decadencia de las democracias
liberales europeas que hacían agua en el Viejo Continente. Recuperando
elementos de las experiencias nacionalistas de las primeras décadas y munido
del cuerpo de la Doctrina Social de la Iglesia, resultó preñado y transformado
–plebeyizado– por el encuentro entre Perón, el Movimiento Obrero Organizado,
pero también en el abandono que hicieron del convite los sectores dirigentes de
la industria. Sin esa combustión, el peronismo no hubiera tenido la potencia
transformadora y subversiva que finalmente resultó para los sectores dominantes
de la Argentina
Como respuesta
"nacionalista", es decir, como una apelación a una instancia
comunitaria por encima del individuo y de sectores sociales cerrados, el peronismo
"supone" la constitución de un "pacto social" permanente y
que atraviese las diferentes instancias históricas.
Siempre resultan interesantes los
análisis políticos sobre la cantidad de peronismos que incuba el peronismo.
Dos, tres, cuatro, cinco, tantas posibilidades como definiciones ideológicas
puedan encontrarse. Y la clave está en comprenderlo como un suceder, pero en el
que el pactismo reconoce diferentes correlaciones de fuerza. No es lo mismo la
situación en 1946 con la economía de posguerra, que a principios del '50, ni en
1973, 1989, 2003 o en la actualidad. ¿Cómo se mide la correlación de fuerzas?
Difícil saberlo sin medirlo en la realidad empírica, pero puede servir como
categoría analítica posterior. ¿Con quién pacta el peronismo? Sencillo: como
fuerza política independiente de los sectores dominantes de la economía,
utiliza como palanca de negociación la legitimidad electoral propia, las
herramientas del movimiento obrero, el aparato bonaerense, para forzar un
compromiso redistributivo de los distintos sectores económicos. Esta estrategia
es clarísima en los discursos de Perón en los años cuarenta y en la forma en
que operó en los años sesenta y setenta para forzar la posibilidad de retorno.
¿Debería haber vuelto Perón en
los setenta o debería haber muerto en el exilio como anhelan todavía hoy los
sectores progresistas y de izquierda cercanos al propio peronismo? Es imposible
responder una pregunta contrafáctica, pero es posible que sin ese regreso, la
historia hubiera terminado de borrar por completo el recuerdo de ese viejo
líder fallecido en el exilio. Su regreso en 1972 y 1973 dio una nueva
existencia –incluso en su sentido trágico y brutal– al peronismo como
movimiento histórico.
A esta altura es necesario
aclarar que el peronismo, lejos del imaginario representado por los 18 años de
prescripción más los siete años de dictadura militar, no constituye un
movimiento revolucionario o contracultural en términos de pragmática. Se trata
fundamentalmente de un movimiento político de orden, de un orden alternativo al
impuesto por los sectores hegemónicos del modelo agroexportador, pero que no
renuncia a sus orígenes en cierto tradicionalismo estatista criollo. En última
instancia, hay una ligazón entre algunos aspectos del roquismo del ochenta y el
peronismo de los años cuarenta.
¿Pero qué ocurre en los setenta
con el regreso de Perón? ¿Es el viejo líder un conservador de derecha, como
sugieren los sectores progresistas y de izquierda del peronismo?
Definitivamente, no. Lo vengo escribiendo en varias columnas en este diario y
me dio gran satisfacción leer un planteo similar en el libro El último Perón,
de Javier Garín, y en el imprescindible Perón, de Carlos Fernández Pardo y
Leopoldo Frenkel. Los meses fervorosos que van de noviembre de 1972 a julio de
1974 deben ser analizados desde la hipótesis del peronismo como movimiento de
orden y al propio Perón como garantía –fallida, claro– de normalización del
sistema político. La institucionalización que propone Perón no es una unidad
nacional boba.
Repasemos: desdeña el gran
acuerdo nacional con el ejército liberal de Lanusse pero ofrece el abrazo a
Ricardo Balbín como líder del otro gran partido popular y democrático, propone
un pacto social progresista entre la CGE y la CGT con claras ventajas legislativas,
en materia internacional enfrenta la administración de Henry Kissinger,
rompiendo el bloqueo a Cuba, e intenta desmilitarizar la represión
judicializando los actos de violencia política de organizaciones armadas. Este
último punto merece una particular explicación: la inclusión de
"terrorismo" como figura delictiva en el Código Penal es sin duda una
medida represiva y de orden. Pero también significa poner a esos actos bajo la
órbita policial y, contradictoriamente a lo que hizo el gobierno de Isabel
Perón con Ítalo Lúder a la cabeza en 1975, quitarles a las Fuerzas Armadas el
poder de instalar la noción de "guerra sucia". Perón, contrariamente
a lo que dice la izquierda y el "progresismo zonzo" (precisa
definición dantesca), desafía la doctrina de seguridad nacional instalada desde
el Plan Conintes por el apretado gobierno de Arturo Frondizi.
Perón fue mucho más coherente que
lo que sus detractores –de afuera y de adentro– aseguran. Y fue mucho más
sencillo, también. Si hay algo que podría definirlo es su concepción de
nacionalismo popular pactista –no entendido en sentido peyorativo–, con una
fuerte impronta reformista y el componente reivindicativo y simbólico aportado
por Evita. La construcción del Perón contradictorio, casualmente, está cimentada
en los años noventa con los relatos de los intelectuales del neoliberalismo que
necesitaban hacer maleable al General para justificar cualquier tipo de
oportunismo estratégico y por los sectores de la izquierda peronista setentista
que necesitaban justificar su propio fracaso político, generacional e
histórico.
Por último, el kirchnerismo
–basta comparar el proyecto nacional del 1 de mayo de 1974 y el pacto social
con algunos puntos del actual modelo económico–, contradictoriamente con lo que
dicen muchos de militantes, sus cuadros y algunos de sus dirigentes es mucho
más coherente con el peronismo clásico y con el Perón de los años setenta que
con los deseos imaginarios que la propia tendencia revolucionaria de la
juventud peronista proclamaba en los setenta y que, obviamente, las peripecias
interpretativas que realizó tanto el menemismo como la izquierda y el
progresismo en los años noventa.
El martes 1 de julio se cumplirán
cuarenta años de la muerte del político más importante del siglo XX. Creo que
es hora de que los argentinos podamos homenajearlo como realmente se lo merece:
debatiendo su figura, traicionando-traduciendo sus dogmas muertos, reelaborando
con profundidad su pensamiento, comprendiendo su pragmática y por sobre todas
las cosas evitando los lugares comunes, las interpretaciones mohosas y las repeticiones
necróticas.
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