Los duendes que viven bajo las
rocas en Islandia
LaNacion - domingo, 29 de
junio de 2014
Desde detrás de su escritorio en
el departamento islandés de autopistas en Reikjavik, Petur Matthiasson me
sonríe con calidez, pero también con firmeza.
"Permítame dejar algo muy
claro desde el principio: yo no creo en duendes", declara ante los
micrófonos de la BBC.
Levanto mis cejas e inclino mi
cabeza en dirección a la pantalla de su computador donde están desplegados los
planes de una nueva carretera en una ciudad vecina. Hay dos círculos amarillos;
en uno se lee "Iglesia de los duendes" y en el otro, "Capilla de
los duendes".
Matthiasson suspira.
"Ok", reconoce rendido.
"Pero no es cosa de todos los días que desviemos autopistas debido a los
duendes. Es sólo que en este caso, nos avisaron que había duendes viviendo en
unas de las rocas que estaban en la ruta de la carretera y nosotros tenemos que
respetar esa creencia".
Sonríe tímidamente y toma las
llaves de su auto.
"Venga le muestro dónde
viven los elfos", me dice con indulgencia.
El trabajo de construcción de la
autopista para conectar a la península de Alftanes con un suburbio de la
capital Reykjavik fue suspendido cuando unos activistas advirtieron que
perturbaría el hábitat de los duendes y un área protegida de lava virgen
La capilla, (que aparece en la
foto junto con Petur Matthiasson) es una roca serrada de unos 3,5 metros
El asunto se resolvió en parte
cuando una mujer local quien asegura que puede hablar con los duendes, se
ofreció de mediadora y los duendes acordaron que el camino podía ser construido
con la condición de que su capilla fuera cuidadosamente trasladada a otro lugar
La autoridad encargada de las
autopistas no reveló el costo de trasladar la roca pero informó que pesa 70
toneladas y tendrá que alquilar una grúa.
Las encuestas indican que más de
la mitad de los islandeses creen en los Huldufolk -la gente escondida- o al menos
piensan que es posible que exista.
Hay que aclarar que los duendes
islandeses no son de la variedad verde, pequeña y de orejas puntiagudas que le
ayudan a Papá Noel a empacar los regalos de Navidad. Son del mismo tamaño que
usted o yo, sólo que son invisibles para la mayoría de nosotros.
En general, son una raza pacífica
pero si se les falta al respeto -por ejemplo, explotando dinamita en sus casas
e iglesias de roca-, no son reticentes a mostrar su descontento. Durante
nuestro viaje en auto, Matthiasson me cuenta varias historias de cómo se
sospecha que los duendes han causado daños en buldóceres y una serie de
accidentes entre los trabajadores.
Al salir del auto en el lugar
donde se encuentra la iglesia de los duendes, una despiadada ráfaga de aire
helado me golpea la cara que me empuja hacia la volcánica roca negra.
El tosco paisaje islandés no es
un idilio bucólico. La tierra misma hierve y escupe irracionalmente, las
escarpadas montañas negras que la rodean se enconan amenazantes y, arriba, el cielo
está constantemente herniado por el esfuerzo que hace para mantener flotando a
las nubes de color gris plomo. Es una belleza visceral, cruda y brutal que hace
que las Cumbre Borrascosas de Heathcliff parezcan una remilgada acuarela
pastoral.
"Es imposible vivir en este
paisaje y no creer en la existencia de una fuerza más grande que uno", le
explica a la BBC la experta en folclor Adalheidur Gudmundsdottir.
Y me implora: "Por favor, no
pinte a los islandeses como unos campesinos sin educación que creen en hadas,
pero mire a su alrededor y entenderá la razón de que el folclor esté tan
arraigado aquí".
Es además un fuerte atractivo
turístico, por supuesto.
En el camino principal del
aeropuerto a la ciudad, los carteles que dicen "Aquí viven duendes"
tratan de atraer a los fantasiosos para que se gasten unos dólares en visitas a
aldeas de elfos, un CD de música mística o, para los menos -o quizás más-
fantasiosos, una camiseta que dice "Yo tuve relaciones sexuales con un
duende en Islandia".
Existe incluso una escuela de
duendes en la capital, en la que diligentemente me inscribí.
Magnus, el director, es un tipo
rotundo y exuberante que se comió grandes cantidades de cereal durante mi
lección privada. Desafortunadamente para él, nunca ha podido ver un elfo pero
sí tiene una vieja olla que aparente fue usada en una cocina de duendes para
hacer estofados antes de que el fondo se oxidara.
Sus ojos brillaban de una manera
tan malvada durante toda la clase que al final le pregunté si él mismo no era
una especie de hada malévola.
Con Petur Matthiasson llegamos a
la cima de la roca que supuestamente es la capilla de los duendes. La reviso
con detenimiento pero, aparte de uno o dos insectos buscando refugio en sus
ranuras tapizadas de musgo, no veo señales de vida, ni mitológica ni de otra
clase.
Matthiasson me mira con
perspicacia.
"Le podría contar sobre la
duende de mi familia", dice tentativamente. Lo animo a que continúe con su
cuento y me entero de que su familia tenía una elfina que los protegía y les
traía buena fortuna en las tierras salvajes del norte del país.
Cuando alguna vez se fue a un
paseo en un área aislada, su padre le pidió que fuera a presentarle sus
respetos y agradecerle.
"Pero como no creo en
duendes, se me olvidó", dice. A pesar de que el cielo había estado nublado
y había llovido, al día siguiente se levantó con el cuerpo cubierto en ampollas
de lo que parecía ser una quemadura de Sol.
Al voltear para enfrentar las
ráfagas de viento, nuestras miradas se cruzan. Ambos tenemos una mano agarrada
a la roca con la desesperación de tahúres aferrados a un amuleto. Luego,
caminamos en dirección al auto en esa complicidad complaciente de sabernos casi
no creyentes.
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