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domingo, 15 de junio de 2014

Río

 A 40 horas de Río de Janeiro


El Gráfico Diario - ‎domingo‎, ‎15‎ de ‎junio‎ de ‎2014
De un aparatito con la batería moribunda suena “Si yo fuera Maradona” de Manu Chao y, a lo lejos, aparece una luna que es una naranja como las que Diego ablandaba, de pibe, haciendo jueguitos, a pedido de Doña Tota, que quería una fruta más tierna. Mil cohetes, mil amigos, lo que venga a mil por cien, y todos miran por la ventana para escurrirse las lágrimas que se escupen cuando alguien está exactamente en el lugar perfecto de la vida. Y la vida es una tómbola y un hincha de Newell’s, que jura que un inglés le pegó una trompada en el Azteca la tarde del gol mágico, mira al horizonte perfecto y dice: “Es la luna del campeón porque llegamos nosotros.”

Bienvenidos, carajo: estamos en Brasil, donde la luna baila sobre una tierra roja que merece un buen picado.

El micro pisa esa delgada línea que, como en toda Latinoamérica, es una disposición invisible: hasta el suelo es el mismo en ese límite que marca Iguazú. Pero no lo pisa –y decimos pisar, porque acá la vida y la pelota, si es que no son lo mismo, se pisan– en cualquier momento; cuando bajamos a hacer migraciones, está jugando Brasil, debutando en el Mundial y, apenas damos dos pasos, sucede lo peor que puede suceder en una frontera: gol en contra de Marcelo, pierden los locales y que nos salven Dios y el Diego porque el cagazo siempre se puede volver maltrato. 

¿Hay agua caliente? No. ¿Hay cerveza? No. ¿Hay un lugar para cargar el celular? No. Todo es no y va a seguir siendo no: en el país de la pelota, su pelota está perdiendo y nosotros somos argentinos y la muchachada sonríe por la derrota brasileña, así que va a haber que aguantar. “Están cagados, papá, están muy cagados”, dicen en voz baja un neuquino, que en algún momento de su vida vivió en Posadas y que dentro de tres meses se va a vivir a Noruega porque tiene una novia que lo va a bancar. La alegría por la derrota ajena se vuelve una bandera. Aunque sea unos pocos minutos porque, para cuando van pasando los últimos en hacer migraciones, de adentro de una sala se escucha la tormenta de gritos: gol de Neymar, fuegos artificiales y abrazos.

“Se terminó la joda”, dice un hincha de Independiente que viaja con un amigo de Tigre, “arrancó Neymar y ahora quién lo para”. El paisaje es desolador y no sólo por el gol: estamos en Brasil y mejor no tener que parir en ese momento porque todos andan mirando el partido. Pero cuando el micro se viene abajo porque ya todos ven la Copa en manos brasileñas, suena la canción “Vamos las bandas” de Los Redondos y arriba y arriba y las paredes del micro estallan porque arrancó la fiesta con una banda sonora que irrespetuosamente se agarra los testículos y grita: “Maradona es más grande, es más grande que Pelé.”

Van veinticuatro y faltan unas veinte más, pero el Mundial es una familia tan grande que hasta dos muchachos se cruzan y se dan cuenta de que tienen en común un primo que vive en Marsella y otro que está de mochilero hace cuatro meses dando vueltas por no se sabe dónde. Una familia de todos los colores.

Hay un colombiano que no tiene un asiento exacto porque, por cábala, siempre usa para todo el 10, pero este micro no tiene el 10 así que se va sentando donde puede, con una remera y una campera de Racing que le dieron sus amigos para que colgara, aunque él no sea de Racing y trate de llevar un discurso bien bajito porque no quiere que, de agrandarse, su Selección siga viviendo sin pena ni gloria.

Hay un australiano que llegó hace dos meses a Buenos Aires, que se excita de sólo pensar en las colombianas de las que habla el colombiano, que compró el boleto del ómnibus para ver a su Selección, que adora la fiesta de los sudamericanos, que es el fiel símbolo de que por alguna razón la FIFA tiene más países afiliados que la ONU, que no le importa el resultado porque sabe que van a perder, pero tiene tickets para ver Australia-Holanda y Australia-España, y qué mejor que ver a Iniesta y a alguna brasileña en malla.

Hay dos argentinos que vienen seguido a Río de Janeiro y que no se querían perder la fiesta y que vienen con el hijo de uno, Cruz, que tiene anginas y que tendría que estar jurando la bandera, pero que no importa porque la jurará al año siguiente o el domingo en el Maracaná. Ellos dos, a las diez horas de estar viajando, dan una confesión que los vuelven el alma del grupo: conocen la ciudad porque, desde siempre, fueron fanáticos de Xuxa.

Hay dos barilochenses que vienen viajando hace como tres días, que pararon cuatro horas en Buenos Aires para masticarse unas porciones de El Palacio de la Pizza, que son un poco de San Lorenzo y otro poco de Vírgen, un equipo de su ciudad que tiene la camiseta amarilla con franjas verdes, pero que, claro, no es Brasil. Porque acá, en el micro que sale el miércoles a las 20:30, que se demora cuatro horas porque las lluvias en Misiones inundaron las rutas, que prometió 144 mil segundos sentados en el coche cama pero que se alarga, que está lleno de hinchas que van a Río de Janeiro sin entradas, nadie ni nada es de Brasil.

Hay una argentina que sacó el pasaje para ir al norte de Brasil a visitar a sus tres hermanas, que viven ahí porque cayeron de vacaciones hace unos años y se instalaron enamoradas del clima. Ella es la única que viaja en el micro sin tener absolutamente nada que ver con el Mundial. O hasta ahí, porque un muchacho de La Pampa se acerca a hablarle, la chamuya un rato y, unos minutos después de que ella lo rechace, declara con seguridad: “Nome den por muerto, todavía tenemos la chance de ir a un repechaje para entrar a la Copa.”

Hay fútbol en el país del fútbol y eso se vive como lo viven todos los que están en el micro: cantando La Renga, tomando mate, jugando al truco y sin importar ni un poco si hay entradas o no. “El Mundial está en la calle”, se repite, mientras se toma whisky, fernet, birra, champagne y algún que otro jugo para bajar la resaca de todo lo anterior que, claro, puede llegar a doler bastante en el viaje de 40 horas.

A las 10 de la mañana de ayer, el micro llega a San Pablo, se para en un puesto de diario a ver las tapas de Neymar gritando. Ya nadie es el colombiano o el australiano o la piba: cada uno tiene nombre, historia, anécdotas y promesas. Y cuando los choferes del micro avisan que se viene el desayuno todos se miran y entienden rápidamente el código: más que café con leche, es momento de recargar birra y sacarse la lija de la boca. La noche anterior la banda quiso parar el micro en medio Brasil para comprar más cerveza, pero el chofer y la policía se volvieron fuertes a pesar de los silbidos y tuvo que frenar el ardor nocturno.

Como la mayoría no tiene hospedaje, los de la banda de Xuxa, embajadores de Río en esta historia, arman un grupo del celular para controlar que nadie se quede sin una cama donde dormir. Por la ruta, aparecen mensajes en el celular que dicen que Copacabana es como Lavalle y Florida. Pero el mundo fuera de ese micro no existe.


Ya en Río, ya con las cuerdas vocales gastadas, ya sucios después de dos días sin bañarse, ya con la cabeza puesta en el corazón, en el micro viajan San Martín, Mariano Moreno, Di Stéfano, Diego, Gatica, Fangio, el Che, Gardel, Ginobilli, la pizza de Güerrín, el café de Las Violetas, el Aleph de Borges, el Bestiario de Cortázar y el Papa. Hasta el australiano se siente argentino: todos somos Messi.

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