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jueves, 26 de junio de 2014

CIENCIA

EL ARCA DE LA CIENCIA  


newsweek.mx
A más de 10 años de una falsa acusación de bioterrorismo, Steven Hatfill apuesta la fortuna ganada a un buque de investigación que buscará remedios médicos.

Me reúno  con Steven Hatfill cerca de un balcón con vista a un hangar de bombarderos, dispuestos según las distintas guerras en que participaron. Habíamos caminado varias horas por la vasta galería aeroespacial del Centro Udvar-Hazy de Chantilly, Virginia y Hatfill –médico, exmilitar y exdesterrado- disfrutó de la oportunidad de admirar aquellas maravillas de la ingeniería en un lugar que estimulaba su engranaje mental. Después de copilotar un simulador de vuelo de los hermanos Wright y pasar por todas las exposiciones del museo, fuimos al piso superior para almorzar. Reclinado en su silla, Hatfill sacó una lata de tabaco Copenhague, puso una porción en su boca y comenzó a charlar.

“Vamos a asegurarnos de que sea un buen artículo”, propuso, con serenidad.

Tomado por sorpresa, balbucí: “Yo… sé que puedo hacerle justicia”.

“He sido generoso con ustedes”, agregó, “y ya estoy harto de su mierda”.

Hatfill fue, ciertamente, generoso, reservando dos días para llevarme en un recorrido de su casa y los lugares de interés de Washington, D.C. pese a que rara vez dedica tiempo a los periodistas. Y con razón. Hace una década, cuando fugas de información gubernamental se sumaron a la paranoia posterior al 11/9, medios grandes y pequeños –diarios, revistas de chismes y siniestros blogs- lo vincularon, falsamente, con un acto de terrorismo doméstico. Vivió una década de litigios para limpiar su nombre, pero en el otoño de 2010 comenzó a invertir sus ganancias legales en un proyecto que podría borrar el estigma de la difamación y restituir su reputación.

Desarrolló los planos para una especie de laboratorio científico flotante, una resistente arca R&D llamada Beagle III. Una vez botada, la embarcación fluvial de 38.5 metros viajaría al Amazonas o Borneo, donde un equipo de científicos se dispersaría en la selva tropical para registrar el suelo y las bóvedas arbóreas en busca de nuevas formas de vida vegetal. De vuelta en el barco, los exploradores clasificarían sus muestras con todo el rigor genético y luego –si tenían suerte- patentarían nuevos fármacos para combatir enfermedades emergentes. “Mi vida se vio interrumpida y no por culpa mía”, acusó Hatfill . “Esto es un buen sustituto”.

Pero aquel mes de octubre en que viajé a la costa oriental de Estados Unidos para darme una idea de su proyecto, resultó evidente que las sombras del pasado aún le perseguían. A la zaga del 11 de septiembre de 2001, las salas de correo de varios legisladores y agencias noticiosas estadounidenses recibieron sobres llenos con un fino polvo blanco. En algunos casos, quienes manipularon las cartas contaminadas (que proclamaban: “Muerte a Estados Unidos”) desarrollaron ampollas y lesiones en la piel, mientras que en otros, las esporas dispersas como aerosol se aferraron a los ganglios linfáticos antes de atacar órganos vitales. Cuando el polvo se asentó, cinco personas habían muerto y otras 17 estaban enfermas. Para los investigadores médicos, aquellos síntomas sugerían ántrax, una bacteria utilizada como arma, de modo que el FBI creó un listado de especialistas gubernamentales sospechosos, mas el 6 de agosto de 2002, cuando el fiscal general John Ashcroft se presentó en CBS para hablar de lo que el FBI denominaba “Amerithrax”, señaló a una sola “persona de interés”: Steven Hatfill.

El surrealista espectáculo comenzó días antes, cuando reporteros acamparon frente al apartamento del sospechoso mientras los federales registraban cada rincón. Sin rastro de escepticismo, Newsweek citó una fuente policial anónima afirmando que los sabuesos que habían olfateado el olor del ántrax “se pusieron como locos” en presencia de Hatfill. En su esfuerzo para buscar pruebas bajo el agua, el FBI dragó un estanque de Maryland, pero solo encontró limo. El vocabulario forense infundía a la cobertura un aire de veracidad empírica. Pero nada de aquello tenía sentido pues, para empezar, Hatfill jamás trabajó, directamente, con ántrax. Y es que no era bacteriólogo sino virólogo, un experto en asesinos hemorrágicos como Ébola y Marburg .

En el Instituto de Investigaciones Médicas en Enfermedades Infecciosas del Ejército de Estados Unidos (USAMRIID, por sus siglas en inglés), Hatfill se hizo notar como un investigador fuera de lo convencional. En presencia de colegas y reporteros, se expresaba de manera muy peculiar acerca de las amenazas del bioterrorismo; de hecho, en una conferencia de fines de los años noventa, describió los fundamentos de una red de trenes de triaje para transportar víctimas y cadáveres fuera de una ciudad sitiada. También escribió una novela, en la que describía una célula latente que desataba un patógeno en el Beltway. A su salida de USAMRIID, en 1999, comenzó a trabajar para Science Applications International Corp., contratista privado para los departamentos de Defensa e Inteligencia, donde diseñó programas de capacitación para dependencias gubernamentales.

A falta de pruebas en su contra, los relatos sobre el pasado de Hatfill degeneraron en anécdotas de veracidad cuestionable. Nicholas Kristof publicó, en The New York Times, una serie de columnas en las que se refería a Hatfill como “Sr. Z”, un agente del “oscuro mundo del contraterrorismo y la inteligencia”. En un reportaje de 10 000 palabras publicado en Vanity Fair, Don Foster, “experto en análisis literario forense” de la Universidad de Vassar, afirmó que Hatfill era un “sinvergüenza” que tenía tratos con bioterroristas (al menos uno de sus alegatos sobrevivió al escrutinio: el doctorado en biología que Hatfill dijo obtener a mediados de los años noventa resultó ser falso, según confirmó después uno de sus abogados). Y en las márgenes del universo de las publicaciones en línea, los residuos de toda esa desinformación dieron cuerpo a complejas teorías de conspiración.
Hatfill montó una vigorosa defensa. Como portavoz, reclutó a un alborotador comentarista de radio llamado Pat Clawson y organizó dos conferencias de prensa en las que alegó su inocencia. Pero cuando su áspera y temblorosa voz no pudo sofocar las especulaciones y su carrera quedó arruinada, recurrió a los tribunales, con resultados mixtos. Un juez desestimó su caso contra Kristof y The New York Times, y un panel de apelaciones confirmó la sentencia aseverando que Hatfill “se había metido, voluntariamente, en el debate”. No obstante, en su demanda por difamación contra Foster y Vanity Fair –por 10 millones de dólares-, la corte falló a su favor; el editor Condé Nast llegó a un arreglo por una suma no divulgada y la revista hizo una retractación pública (lo mismo que Reader’s Digest, había publicado, una adaptación del artículo de Foster). El exfiscal general, John Ashcroft, también tuvo que tragarse sus palabras y en 2008, el Departamento de Justicia exoneró oficialmente a Hatfill, otorgándole una indemnización de 5.8 millones de dólares por daños y perjuicios.

Pero un francotirador yacía entre las sombras, oculto a la mirada de los medios. En una serie de blogs y publicaciones de extrema derecha, un individuo apodado “el verdadero Luigi Warren” (también conocido como “Luigi ‘Ántrax’ Warren”) circulaba rumores sensacionalistas sobre Hatfill; en particular, acerca de los años que vivió y trabajó en Sudáfrica, en las postrimerías del apartheid. En 2010, cuando el agresor se hizo presente en la sección de comentarios de theatlantic.com, los abogados de Hatfill entraron en acción. Enviaron una carta de seis páginas a quien suponían era el verdadero Luigi Warren –un investigador de células madre en la Escuela de Medicina de Harvard quien, no por casualidad, tenía ese nombre- y le dieron 14 días para borrar los ataques si no quería comparecer ante la corte, donde divulgarían su “censurable conducta”.

Pero Warren les cambió la jugada. Él, ciertamente, había sido un prolífico comentador post-11/9 en un blog que llamó “The Hafill Deception”, donde sugirió que “la campaña para convertir a Steven Hatfill en ‘persona de interés’… era una treta burocrática para mantener una provechosa ambigüedad estratégica”. Con eso, Warren demostró a los abogados de Hatfill que no era él el origen de las recientes diatribas contra su cliente; alguien, dijo, le había robado su personalidad. En una búsqueda para triangular al delincuente, los representantes legales de Hatfill incluyeron a Google en la demanda. La compañía terminó por cooperar y entregó la dirección IP de las publicaciones de “Luigi Warren” albergadas en el blogspot de Google. La huella numérica –142.232.65.7- los condujo a una computadora en Sudáfrica, en la Universidad de Stellenbosch, donde Hatfill obtuvo una maestría y concluyó su residencia médica a principios de la década de 1990. Funcionarios escolares informaron que la máquina en cuestión pertenecía a un oncólogo radioterapeuta llamado John Michie, quien accedió a un arreglo confidencial (Michie no respondió a la petición de entrevista de Newsweek; Hatfill retiró, voluntariamente, los cargos contra Google).

El dinero puede comprar justicia poética, mas el rastro de indirectas y verdades a medias no desaparece por sí solo; no de mentes aficionadas a las conspiraciones y menos aun de internet. Por ello, al menos en el futuro inmediato, Hatfill tendría que vivir a la sombra de actos que no cometió. Igual que Richard Jewell, Wen Ho Lee y otros inocentes cautivos de una red de falsas acusaciones, tendría que escribir una nueva historia. Y su embarcación era solo el comienzo.

“Disculpe el desorden”, dijo Hatfill mientras caminábamos entre cajas y despojos de su apartamento en los suburbios de D.C. –el lugar adonde federales y reporteros fueron a hostigarlo hacía una década. “Estoy en plena mudanza”.

Nos instalamos en la sala de estar, bajo la mirada de una cabeza león disecada que rugía desde una pared. Una tenue luz se filtraba entre las persianas cerradas y Hatfill comenzó a explicar el origen del Beagle III. Encerrado allí, en 2004, durante el apogeo de la investigación “Amerithrax”, dio con un artículo de la revista Nature donde se hablaba del estado de la investigación farmacéutica. Tiempo atrás, funcionarios de la Organización Mundial de la Salud y otras instituciones habían prevenido de la inminencia de una “era postantibiótica”, cuando súper bacterias se diseminarían por el mundo impelidas por una creciente resistencia bacteriana, ocasionada por el abuso de medicamentos y la renuencia de las grandes farmacéuticas a desarrollar nuevos arsenales terapéuticos. Hatfill se percató del problema y halló la solución en un laboratorio fluvial portátil.

Para 2010, la investigación de ántrax llegó a una insatisfactoria conclusión. El FBI terminó acusando a un científico gubernamental llamado Bruce Ivins, quien se quitó la vida antes que pudieran presentarle cargos. Mientras tanto, Hatfill dejó la luz pública para buscar consuelo en su familia y su “tribu”, un grupo internacional de médicos y militares. Obtuvo el puesto de profesor asistente de medicina de urgencias en la Universidad de George Washington, trabajo que le permitía ausentarse durante largos períodos. Visitó bases para entrenar a infantes de Marina y otros militares en el triaje de campos de batalla y pasó cada vez más tiempo en Puerto Rico, donde había instalado una especie de puesto de avanzada en la selva tropical. En suma, llevaba una vida profesional fragmentada e itinerante.

“Cuando termine el conflicto actual”, me dijo en 2010, acerca de la guerra en Afganistán, “podré retirarme con la conciencia tranquila”.

Me entregó un montón de documentos marcados “Apéndice”. En la portada, una serpentina doble hélice cubría una silueta de la Tierra con las siglas ABSOG, abreviatura de Grupo Asimétrico para Estudios y Observación de Biodiversidad, fideicomiso no lucrativo que creó para sostener su misión farmacéutica. La documentación incluía mapas de elevación y topográficos, y planos de su proyectado navío de dos motores diesel, cuyo casco de aluminio albergaría un conjunto de laboratorios con microarreglos para ADN y otras “sutilezas espaciales” para analizar la composición genética de las plantas. Los dormitorios estarían equipados con sistemas de videoconferencia y reproductores DVD, en tanto que el camarote ejecutivo sería una copia de las habitaciones presidenciales en Air Force One.

Por no dejar, Hatfill montaría en el techo un detector de radiación cósmica que se encendería cerca de Ecuador para captar información sobre “lluvias de rayos cósmicos de alta energía”. Un chef (egresado del Colegio de Artes Culinarias Le Cordon Bleu) atendería al equipo de científicos y practicantes, quienes también dispondrían de un suministro de 30 días de alimentos deshidratados, para casos de desastre.

“Será una experiencia maravillosa para los estudiantes de posgrado”, dijo Hatfill.  “Trabajo de campo, dormir en hamaca, comer arroz y frijoles”.

Pero la expedición sería más que un semestre en el mar. En anticipación de posibles mordeduras de serpientes, dengue y otros incidentes mortíferos, los planos de Hatfill también incluyen un quirófano. El médico hizo hincapié en que su sala de urgencias, atendida por un médico, estaría abierta también a las personas que su tripulación encontrara en la selva. A sabiendas de que la incursión en tierras indígenas daría un aire de colonialismo a su empresa, justificó su postura con una filosofía de contrainsurgencia. “Los militares habrán de establecer lazos de lealtad con los caciques, ofreciéndoles cosas que el enemigo no posee”, explicó. “Pero eso exigirá soldados del más alto calibre, capaces de amistarse con los aldeanos e integrarse a la tribu”.

El tema de las tribus surgió a menudo en nuestra conversación y en cuanto a los reclutas para la misión, Hatfill recurriría a su gente. Los primeros tripulantes del Beagle III no serían científicos, sino veteranos: un ranger del Ejército, un pararescatista, un “Selous Scout” de la antigua Rodesia (hoy Zimbabue ) y un francés de la Legión Extranjera. Su cometido, explicó Hatfill , sería “impedir que los científicos se metan en problemas y evitar que se extravíen”.

Desde el coronel Kurtz hasta Percy Fawcett, muchos exploradores han desaparecido en la búsqueda de griales tropicales, pero Hatfill pretendía ir tras algo que muy pocos habían buscado: unos organismos llamados endófitos. Habitantes de las plantas, esas bacterias y hongos han ofrecido promesas medicinales desde tiempos remotos. Hace 3000 años, los mayas trataron dolencias intestinales con un organismo simbiótico que crecía en el maíz verde asado; para fines del siglo XX, se descubrió que la corteza del tejo del Himalaya contenía rastros de un fabuloso fármaco usado en quimioterapia, Taxol.

“En el Amazonas hay, por lo menos, un millón de hongos desconocidos y muchos más en Borneo”, asevera Hatfill . “Tengo que ir adonde se libra la Tercera Guerra Mundial bacteriana, a los lugares de gran biodiversidad”.

“Es eso o retirarme, ceder al Alzheimer y morir”, agregó. Así que, en vez de su jubilación, se aprestó para una Tercera Guerra Mundial y a tal fin, dedicó más de un millón de dólares de sus ganancias en la corte a la construcción de una “tabla de picar” de tamaño natural: un prototipo del Beagle III –idea que obtuvo de un libro titulado Out of This World: The New Field of Space Architecture (Fuera de este mundo: El nuevo sector de la arquitectura espacial). Más adelante convocaría a un armador naval a un sitio secreto en el centro de Florida, a corta distancia del rancho donde sus progenitores solían criar purasangres (compró una casa de estilo colonial en Marion County, a la cual mudaría sus pertenencias de D.C. Luego de casi dos décadas, se despedía, finalmente, de la capital).
Un nutrido grupo de amigos militares aguarda su llamado para trasladarse a Puerto Rico. A corta distancia del radiotelescopio más grande del mundo y a unos cuantos kilómetros de la población más cercana se encuentra El Yunque, propiedad en la selva tropical que se levanta junto a un desfiladero rodeado de montañas y resguardado por una doble bóveda arbórea, accesible solo por un solitario camino de tierra que repta hasta la entrada. Allí se reunirán los eventuales tripulares del Beagle III para adquirir las destrezas esenciales de supervivencia. En julio 2010, a objeto de poner a prueba el currículo de Hatfill, un grupo de empresarias estadounidenses voló a la propiedad para un “curso piloto” impartido por algunos de sus hombres. Entre otras actividades, las aprendices descendieron a rapel por un acantilado y nadaron a contracorriente por unos rápidos.

Aunque en los registros fiscales revisados por Newsweek consta que ninguno de los miembros de la junta de ABSOG –el padre de Hatfill y tres de sus confidentes más cercanos- reciben un sueldo por su trabajo de medio tiempo, el médico también ha establecido una corporación lucrativa en Puerto Rico, Templar Associates II. En los términos de su “Apéndice”, Puerto Rico servirá como un generador de ingresos de amplio espectro, proporcionando un “terreno para pruebas ambientales de nuevas tácticas, técnicas, equipos y procedimientos para la misión ABSOG designada, así como para las fuerzas militares estadounidenses”.

Hatfill no abundó en detalles sobre el aspecto militar de su empresa y solo apuntó que El Yunque era la selva tropical más accesible dentro del ámbito de influencia de Estados Unidos y un destino ideal para prácticas militares en la selva: el conocido entrenamiento en Supervivencia, Evasión, Resistencia y Escape, antes que SERE se convirtiera en eufemismo de tortura durante la guerra contra el terror (en respuesta a la petición de la Ley de Libertad de Información, el Comando de Operaciones Especiales de Estados Unidos dijo que, en 2012, no existía contrato alguno con las operaciones de Hatfill).

Hatfill ha permanecido fuera del radar internet desde que terminara la historia de “Amerithrax”. En 2011, junto con su amigo de Selous Scouts, escribió un artículo para la revista online Small Wars Journal donde describía una doctrina rodesiana de contrainsurgencia denominada “Fire Force”; y a fin de protegerse de futuras campañas de desprestigio, también se inscribió en todo sitio web imaginable donde hubieran publicado perfiles que pudieran asociarse con su nombre. ¿Por qué arrojar carnada a troles, teóricos de conspiraciones y reporteros independientes? Porque estaba harto.

A fines de 2013 Hatfill volvió a dar señales de vida con un seminario PowerPoint videograbado, titulado “Immediate Bystander”, así como con una landing page para una serie de novelas que podría escribir bajo el pseudónimo S.J. “Doc” H. sin embargo, para entonces ya había demandado a dos de sus socios Templar por violación de contrato, enriquecimiento injusto, malversación de secretos industriales y otras acusaciones porque, supuestamente, utilizaron su campamento y sus contactos para lanzar negocios propios. En octubre 2012, después de mi larga espera para ver su barco, Hatfill dejó muy claro que yo también me había pasado de la raya y aseguró que, cuando hablamos en persona, la información proporcionada era confidencial, así que debía dirigir cualquier pregunta ulterior a su abogado.

En octubre de 2010, mientras Hatfill y un servidor bajábamos en el ascensor de la Universidad George Washington luego de una clase sobre aplicación de torniquetes, nos detuvimos en la puerta para despedirnos y él metió la mano en su bolsillo, ofreciendo pagarme el taxi.

“Ah, no. No hace falta”, respondí.


Hatfill levantó la mirada, alargó el dinero y sonriente, insistió. “Al menos permita que John Ashcroft lo pague”.  

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