EL ARCA DE LA CIENCIA
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A más de 10 años de una falsa
acusación de bioterrorismo, Steven Hatfill apuesta la fortuna ganada a un buque
de investigación que buscará remedios médicos.
Me reúno con Steven Hatfill cerca de un balcón con
vista a un hangar de bombarderos, dispuestos según las distintas guerras en que
participaron. Habíamos caminado varias horas por la vasta galería aeroespacial
del Centro Udvar-Hazy de Chantilly, Virginia y Hatfill –médico, exmilitar y
exdesterrado- disfrutó de la oportunidad de admirar aquellas maravillas de la
ingeniería en un lugar que estimulaba su engranaje mental. Después de copilotar
un simulador de vuelo de los hermanos Wright y pasar por todas las exposiciones
del museo, fuimos al piso superior para almorzar. Reclinado en su silla,
Hatfill sacó una lata de tabaco Copenhague, puso una porción en su boca y
comenzó a charlar.
“Vamos a asegurarnos de que sea
un buen artículo”, propuso, con serenidad.
Tomado por sorpresa, balbucí:
“Yo… sé que puedo hacerle justicia”.
“He sido generoso con ustedes”,
agregó, “y ya estoy harto de su mierda”.
Hatfill fue, ciertamente,
generoso, reservando dos días para llevarme en un recorrido de su casa y los
lugares de interés de Washington, D.C. pese a que rara vez dedica tiempo a los
periodistas. Y con razón. Hace una década, cuando fugas de información
gubernamental se sumaron a la paranoia posterior al 11/9, medios grandes y
pequeños –diarios, revistas de chismes y siniestros blogs- lo vincularon,
falsamente, con un acto de terrorismo doméstico. Vivió una década de litigios
para limpiar su nombre, pero en el otoño de 2010 comenzó a invertir sus
ganancias legales en un proyecto que podría borrar el estigma de la difamación
y restituir su reputación.
Desarrolló los planos para una
especie de laboratorio científico flotante, una resistente arca R&D llamada
Beagle III. Una vez botada, la embarcación fluvial de 38.5 metros viajaría al
Amazonas o Borneo, donde un equipo de científicos se dispersaría en la selva
tropical para registrar el suelo y las bóvedas arbóreas en busca de nuevas
formas de vida vegetal. De vuelta en el barco, los exploradores clasificarían
sus muestras con todo el rigor genético y luego –si tenían suerte- patentarían
nuevos fármacos para combatir enfermedades emergentes. “Mi vida se vio
interrumpida y no por culpa mía”, acusó Hatfill . “Esto es un buen sustituto”.
Pero aquel mes de octubre en que
viajé a la costa oriental de Estados Unidos para darme una idea de su proyecto,
resultó evidente que las sombras del pasado aún le perseguían. A la zaga del 11
de septiembre de 2001, las salas de correo de varios legisladores y agencias
noticiosas estadounidenses recibieron sobres llenos con un fino polvo blanco.
En algunos casos, quienes manipularon las cartas contaminadas (que proclamaban:
“Muerte a Estados Unidos”) desarrollaron ampollas y lesiones en la piel,
mientras que en otros, las esporas dispersas como aerosol se aferraron a los
ganglios linfáticos antes de atacar órganos vitales. Cuando el polvo se asentó,
cinco personas habían muerto y otras 17 estaban enfermas. Para los
investigadores médicos, aquellos síntomas sugerían ántrax, una bacteria
utilizada como arma, de modo que el FBI creó un listado de especialistas
gubernamentales sospechosos, mas el 6 de agosto de 2002, cuando el fiscal
general John Ashcroft se presentó en CBS para hablar de lo que el FBI
denominaba “Amerithrax”, señaló a una sola “persona de interés”: Steven
Hatfill.
El surrealista espectáculo
comenzó días antes, cuando reporteros acamparon frente al apartamento del
sospechoso mientras los federales registraban cada rincón. Sin rastro de
escepticismo, Newsweek citó una fuente policial anónima afirmando que los
sabuesos que habían olfateado el olor del ántrax “se pusieron como locos” en
presencia de Hatfill. En su esfuerzo para buscar pruebas bajo el agua, el FBI
dragó un estanque de Maryland, pero solo encontró limo. El vocabulario forense
infundía a la cobertura un aire de veracidad empírica. Pero nada de aquello
tenía sentido pues, para empezar, Hatfill jamás trabajó, directamente, con
ántrax. Y es que no era bacteriólogo sino virólogo, un experto en asesinos
hemorrágicos como Ébola y Marburg .
En el Instituto de Investigaciones
Médicas en Enfermedades Infecciosas del Ejército de Estados Unidos (USAMRIID,
por sus siglas en inglés), Hatfill se hizo notar como un investigador fuera de
lo convencional. En presencia de colegas y reporteros, se expresaba de manera
muy peculiar acerca de las amenazas del bioterrorismo; de hecho, en una
conferencia de fines de los años noventa, describió los fundamentos de una red
de trenes de triaje para transportar víctimas y cadáveres fuera de una ciudad
sitiada. También escribió una novela, en la que describía una célula latente
que desataba un patógeno en el Beltway. A su salida de USAMRIID, en 1999,
comenzó a trabajar para Science Applications International Corp., contratista
privado para los departamentos de Defensa e Inteligencia, donde diseñó
programas de capacitación para dependencias gubernamentales.
A falta de pruebas en su contra,
los relatos sobre el pasado de Hatfill degeneraron en anécdotas de veracidad
cuestionable. Nicholas Kristof publicó, en The New York Times, una serie de
columnas en las que se refería a Hatfill como “Sr. Z”, un agente del “oscuro
mundo del contraterrorismo y la inteligencia”. En un reportaje de 10 000
palabras publicado en Vanity Fair, Don Foster, “experto en análisis literario
forense” de la Universidad de Vassar, afirmó que Hatfill era un “sinvergüenza”
que tenía tratos con bioterroristas (al menos uno de sus alegatos sobrevivió al
escrutinio: el doctorado en biología que Hatfill dijo obtener a mediados de los
años noventa resultó ser falso, según confirmó después uno de sus abogados). Y
en las márgenes del universo de las publicaciones en línea, los residuos de
toda esa desinformación dieron cuerpo a complejas teorías de conspiración.
Hatfill montó una vigorosa
defensa. Como portavoz, reclutó a un alborotador comentarista de radio llamado
Pat Clawson y organizó dos conferencias de prensa en las que alegó su
inocencia. Pero cuando su áspera y temblorosa voz no pudo sofocar las
especulaciones y su carrera quedó arruinada, recurrió a los tribunales, con resultados
mixtos. Un juez desestimó su caso contra Kristof y The New York Times, y un
panel de apelaciones confirmó la sentencia aseverando que Hatfill “se había
metido, voluntariamente, en el debate”. No obstante, en su demanda por
difamación contra Foster y Vanity Fair –por 10 millones de dólares-, la corte
falló a su favor; el editor Condé Nast llegó a un arreglo por una suma no
divulgada y la revista hizo una retractación pública (lo mismo que Reader’s
Digest, había publicado, una adaptación del artículo de Foster). El exfiscal
general, John Ashcroft, también tuvo que tragarse sus palabras y en 2008, el
Departamento de Justicia exoneró oficialmente a Hatfill, otorgándole una
indemnización de 5.8 millones de dólares por daños y perjuicios.
Pero un francotirador yacía entre
las sombras, oculto a la mirada de los medios. En una serie de blogs y
publicaciones de extrema derecha, un individuo apodado “el verdadero Luigi
Warren” (también conocido como “Luigi ‘Ántrax’ Warren”) circulaba rumores
sensacionalistas sobre Hatfill; en particular, acerca de los años que vivió y
trabajó en Sudáfrica, en las postrimerías del apartheid. En 2010, cuando el
agresor se hizo presente en la sección de comentarios de theatlantic.com, los
abogados de Hatfill entraron en acción. Enviaron una carta de seis páginas a
quien suponían era el verdadero Luigi Warren –un investigador de células madre
en la Escuela de Medicina de Harvard quien, no por casualidad, tenía ese
nombre- y le dieron 14 días para borrar los ataques si no quería comparecer
ante la corte, donde divulgarían su “censurable conducta”.
Pero Warren les cambió la jugada.
Él, ciertamente, había sido un prolífico comentador post-11/9 en un blog que
llamó “The Hafill Deception”, donde sugirió que “la campaña para convertir a
Steven Hatfill en ‘persona de interés’… era una treta burocrática para mantener
una provechosa ambigüedad estratégica”. Con eso, Warren demostró a los abogados
de Hatfill que no era él el origen de las recientes diatribas contra su
cliente; alguien, dijo, le había robado su personalidad. En una búsqueda para
triangular al delincuente, los representantes legales de Hatfill incluyeron a
Google en la demanda. La compañía terminó por cooperar y entregó la dirección
IP de las publicaciones de “Luigi Warren” albergadas en el blogspot de Google.
La huella numérica –142.232.65.7- los condujo a una computadora en Sudáfrica,
en la Universidad de Stellenbosch, donde Hatfill obtuvo una maestría y concluyó
su residencia médica a principios de la década de 1990. Funcionarios escolares
informaron que la máquina en cuestión pertenecía a un oncólogo radioterapeuta
llamado John Michie, quien accedió a un arreglo confidencial (Michie no
respondió a la petición de entrevista de Newsweek; Hatfill retiró,
voluntariamente, los cargos contra Google).
El dinero puede comprar justicia
poética, mas el rastro de indirectas y verdades a medias no desaparece por sí
solo; no de mentes aficionadas a las conspiraciones y menos aun de internet.
Por ello, al menos en el futuro inmediato, Hatfill tendría que vivir a la
sombra de actos que no cometió. Igual que Richard Jewell, Wen Ho Lee y otros
inocentes cautivos de una red de falsas acusaciones, tendría que escribir una
nueva historia. Y su embarcación era solo el comienzo.
“Disculpe el desorden”, dijo
Hatfill mientras caminábamos entre cajas y despojos de su apartamento en los
suburbios de D.C. –el lugar adonde federales y reporteros fueron a hostigarlo
hacía una década. “Estoy en plena mudanza”.
Nos instalamos en la sala de
estar, bajo la mirada de una cabeza león disecada que rugía desde una pared.
Una tenue luz se filtraba entre las persianas cerradas y Hatfill comenzó a
explicar el origen del Beagle III. Encerrado allí, en 2004, durante el apogeo
de la investigación “Amerithrax”, dio con un artículo de la revista Nature
donde se hablaba del estado de la investigación farmacéutica. Tiempo atrás,
funcionarios de la Organización Mundial de la Salud y otras instituciones
habían prevenido de la inminencia de una “era postantibiótica”, cuando súper
bacterias se diseminarían por el mundo impelidas por una creciente resistencia
bacteriana, ocasionada por el abuso de medicamentos y la renuencia de las
grandes farmacéuticas a desarrollar nuevos arsenales terapéuticos. Hatfill se
percató del problema y halló la solución en un laboratorio fluvial portátil.
Para 2010, la investigación de
ántrax llegó a una insatisfactoria conclusión. El FBI terminó acusando a un
científico gubernamental llamado Bruce Ivins, quien se quitó la vida antes que
pudieran presentarle cargos. Mientras tanto, Hatfill dejó la luz pública para
buscar consuelo en su familia y su “tribu”, un grupo internacional de médicos y
militares. Obtuvo el puesto de profesor asistente de medicina de urgencias en
la Universidad de George Washington, trabajo que le permitía ausentarse durante
largos períodos. Visitó bases para entrenar a infantes de Marina y otros
militares en el triaje de campos de batalla y pasó cada vez más tiempo en
Puerto Rico, donde había instalado una especie de puesto de avanzada en la
selva tropical. En suma, llevaba una vida profesional fragmentada e itinerante.
“Cuando termine el conflicto
actual”, me dijo en 2010, acerca de la guerra en Afganistán, “podré retirarme
con la conciencia tranquila”.
Me entregó un montón de
documentos marcados “Apéndice”. En la portada, una serpentina doble hélice
cubría una silueta de la Tierra con las siglas ABSOG, abreviatura de Grupo
Asimétrico para Estudios y Observación de Biodiversidad, fideicomiso no
lucrativo que creó para sostener su misión farmacéutica. La documentación
incluía mapas de elevación y topográficos, y planos de su proyectado navío de
dos motores diesel, cuyo casco de aluminio albergaría un conjunto de
laboratorios con microarreglos para ADN y otras “sutilezas espaciales” para
analizar la composición genética de las plantas. Los dormitorios estarían
equipados con sistemas de videoconferencia y reproductores DVD, en tanto que el
camarote ejecutivo sería una copia de las habitaciones presidenciales en Air
Force One.
Por no dejar, Hatfill montaría en
el techo un detector de radiación cósmica que se encendería cerca de Ecuador
para captar información sobre “lluvias de rayos cósmicos de alta energía”. Un
chef (egresado del Colegio de Artes Culinarias Le Cordon Bleu) atendería al
equipo de científicos y practicantes, quienes también dispondrían de un
suministro de 30 días de alimentos deshidratados, para casos de desastre.
“Será una experiencia maravillosa
para los estudiantes de posgrado”, dijo Hatfill. “Trabajo de campo, dormir en hamaca, comer
arroz y frijoles”.
Pero la expedición sería más que
un semestre en el mar. En anticipación de posibles mordeduras de serpientes,
dengue y otros incidentes mortíferos, los planos de Hatfill también incluyen un
quirófano. El médico hizo hincapié en que su sala de urgencias, atendida por un
médico, estaría abierta también a las personas que su tripulación encontrara en
la selva. A sabiendas de que la incursión en tierras indígenas daría un aire de
colonialismo a su empresa, justificó su postura con una filosofía de
contrainsurgencia. “Los militares habrán de establecer lazos de lealtad con los
caciques, ofreciéndoles cosas que el enemigo no posee”, explicó. “Pero eso
exigirá soldados del más alto calibre, capaces de amistarse con los aldeanos e
integrarse a la tribu”.
El tema de las tribus surgió a
menudo en nuestra conversación y en cuanto a los reclutas para la misión,
Hatfill recurriría a su gente. Los primeros tripulantes del Beagle III no
serían científicos, sino veteranos: un ranger del Ejército, un pararescatista,
un “Selous Scout” de la antigua Rodesia (hoy Zimbabue ) y un francés de la
Legión Extranjera. Su cometido, explicó Hatfill , sería “impedir que los
científicos se metan en problemas y evitar que se extravíen”.
Desde el coronel Kurtz hasta
Percy Fawcett, muchos exploradores han desaparecido en la búsqueda de griales
tropicales, pero Hatfill pretendía ir tras algo que muy pocos habían buscado:
unos organismos llamados endófitos. Habitantes de las plantas, esas bacterias y
hongos han ofrecido promesas medicinales desde tiempos remotos. Hace 3000 años,
los mayas trataron dolencias intestinales con un organismo simbiótico que
crecía en el maíz verde asado; para fines del siglo XX, se descubrió que la
corteza del tejo del Himalaya contenía rastros de un fabuloso fármaco usado en
quimioterapia, Taxol.
“En el Amazonas hay, por lo
menos, un millón de hongos desconocidos y muchos más en Borneo”, asevera
Hatfill . “Tengo que ir adonde se libra la Tercera Guerra Mundial bacteriana, a
los lugares de gran biodiversidad”.
“Es eso o retirarme, ceder al
Alzheimer y morir”, agregó. Así que, en vez de su jubilación, se aprestó para
una Tercera Guerra Mundial y a tal fin, dedicó más de un millón de dólares de
sus ganancias en la corte a la construcción de una “tabla de picar” de tamaño
natural: un prototipo del Beagle III –idea que obtuvo de un libro titulado Out
of This World: The New Field of Space Architecture (Fuera de este mundo: El
nuevo sector de la arquitectura espacial). Más adelante convocaría a un armador
naval a un sitio secreto en el centro de Florida, a corta distancia del rancho
donde sus progenitores solían criar purasangres (compró una casa de estilo
colonial en Marion County, a la cual mudaría sus pertenencias de D.C. Luego de
casi dos décadas, se despedía, finalmente, de la capital).
Un nutrido grupo de amigos
militares aguarda su llamado para trasladarse a Puerto Rico. A corta distancia
del radiotelescopio más grande del mundo y a unos cuantos kilómetros de la
población más cercana se encuentra El Yunque, propiedad en la selva tropical
que se levanta junto a un desfiladero rodeado de montañas y resguardado por una
doble bóveda arbórea, accesible solo por un solitario camino de tierra que
repta hasta la entrada. Allí se reunirán los eventuales tripulares del Beagle
III para adquirir las destrezas esenciales de supervivencia. En julio 2010, a
objeto de poner a prueba el currículo de Hatfill, un grupo de empresarias
estadounidenses voló a la propiedad para un “curso piloto” impartido por
algunos de sus hombres. Entre otras actividades, las aprendices descendieron a
rapel por un acantilado y nadaron a contracorriente por unos rápidos.
Aunque en los registros fiscales
revisados por Newsweek consta que ninguno de los miembros de la junta de ABSOG
–el padre de Hatfill y tres de sus confidentes más cercanos- reciben un sueldo
por su trabajo de medio tiempo, el médico también ha establecido una
corporación lucrativa en Puerto Rico, Templar Associates II. En los términos de
su “Apéndice”, Puerto Rico servirá como un generador de ingresos de amplio
espectro, proporcionando un “terreno para pruebas ambientales de nuevas
tácticas, técnicas, equipos y procedimientos para la misión ABSOG designada,
así como para las fuerzas militares estadounidenses”.
Hatfill no abundó en detalles
sobre el aspecto militar de su empresa y solo apuntó que El Yunque era la selva
tropical más accesible dentro del ámbito de influencia de Estados Unidos y un
destino ideal para prácticas militares en la selva: el conocido entrenamiento
en Supervivencia, Evasión, Resistencia y Escape, antes que SERE se convirtiera
en eufemismo de tortura durante la guerra contra el terror (en respuesta a la
petición de la Ley de Libertad de Información, el Comando de Operaciones
Especiales de Estados Unidos dijo que, en 2012, no existía contrato alguno con
las operaciones de Hatfill).
Hatfill ha permanecido fuera del
radar internet desde que terminara la historia de “Amerithrax”. En 2011, junto
con su amigo de Selous Scouts, escribió un artículo para la revista online
Small Wars Journal donde describía una doctrina rodesiana de contrainsurgencia
denominada “Fire Force”; y a fin de protegerse de futuras campañas de
desprestigio, también se inscribió en todo sitio web imaginable donde hubieran
publicado perfiles que pudieran asociarse con su nombre. ¿Por qué arrojar
carnada a troles, teóricos de conspiraciones y reporteros independientes?
Porque estaba harto.
A fines de 2013 Hatfill volvió a
dar señales de vida con un seminario PowerPoint videograbado, titulado “Immediate
Bystander”, así como con una landing page para una serie de novelas que podría
escribir bajo el pseudónimo S.J. “Doc” H. sin embargo, para entonces ya había
demandado a dos de sus socios Templar por violación de contrato,
enriquecimiento injusto, malversación de secretos industriales y otras
acusaciones porque, supuestamente, utilizaron su campamento y sus contactos
para lanzar negocios propios. En octubre 2012, después de mi larga espera para
ver su barco, Hatfill dejó muy claro que yo también me había pasado de la raya
y aseguró que, cuando hablamos en persona, la información proporcionada era
confidencial, así que debía dirigir cualquier pregunta ulterior a su abogado.
En octubre de 2010, mientras
Hatfill y un servidor bajábamos en el ascensor de la Universidad George
Washington luego de una clase sobre aplicación de torniquetes, nos detuvimos en
la puerta para despedirnos y él metió la mano en su bolsillo, ofreciendo
pagarme el taxi.
“Ah, no. No hace falta”,
respondí.
Hatfill levantó la mirada, alargó
el dinero y sonriente, insistió. “Al menos permita que John Ashcroft lo
pague”.
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