El gran desestabilizador
ElPais - agosto de 2014
Rusia y Occidente no saben aún si
están en vísperas de una guerra, pero se han sumergido de lleno en la gran
desestabilización del sistema de relaciones internacionales existente desde que
la Unión Soviética se desintegró en 1991. Detrás de las crecientes turbulencias
hay un entramado complejo, donde la política y la geoestrategia se entretejen
con el azar. El presidente de Rusia, Vladímir Putin, no es un genio
todopoderoso capaz de mover todos los hilos de la trama en la que está quedando
atrapado el continente europeo, pero tiene un papel clave en lo que sucede. Por
la forma en que se empeña en rediseñar el papel de su país en el mundo, Putin
asume grandes riesgos, incluida la posibilidad de que el imperio al que aspira
acabe siendo una sociedad primitiva.
Desde el punto de vista
occidental, tres episodios marcan la escalada de la tensión: la anexión de
Crimea, consumada en marzo; la desestabilización del este y el sur de Ucrania,
y especialmente de las regiones de Donetsk y Lugansk, acelerada a partir de
abril, y el siniestro del Boeing MH17 con 298 personas a bordo el 17 de julio.
Los problemas aparejados a estos sucesos no pueden resolverse por separado y
para desentrañarlos faltan hasta ahora estrategias y árbitros.
Crimea fue una tentación
irresistible para Putin, que encargó encuestas sobre la eventual reacción de
sus conciudadanos ante la “incorporación” de la península a Rusia ya antes de
que en Kiev el presidente, Víctor Yanukóvich, dejara a Ucrania a la deriva,
señalan fuentes en Moscú. Los sondeos indicaron que los rusos apoyaban la idea
y el presidente se fue animando para acabar fundiéndose, tras la huida de
Yanukóvich, en una alucinación colectiva con su pueblo. “Putin sintió que Rusia
se cohesionaba, que afirmaba su soberanía, que era recorrida por una oleada de
patriotismo. No fue solo ambición o pretensión de querer pasar a la historia.
Fue algo mucho más profundo”, afirman medios próximos al Kremlin. El deseo de
recuperar un escenario heroico de la historia rusa se impuso al derecho
internacional y también al cálculo racional sobre las secuelas del gesto, que
el politólogo Glev Pavlovski califica como fruto de la “improvisación”.
La desestabilización del este y
sur de Ucrania responde en parte a la lógica de una “operación especial” de
servicios de seguridad. Había que desviar la atención occidental, centrada en
Crimea, hacia otro foco de tensión. Putin, que se formó como oficial del KGB
(servicios secretos soviéticos), apoyó los juegos de Rinat Ajmétov, el gran
oligarca de Donetsk, con el fin de presionar a Kiev y a Occidente para lograr
concesiones sobre el modelo estatal de Ucrania. Pero las reivindicaciones
regionales degeneraron. “Sorprendentemente, surgieron numerosos voluntarios
dispuestos a ir a luchar a Ucrania y aparecieron las armas. El juego se le fue
de las manos al Kremlin”, afirma Pavlovski, según el cual los insurgentes
actúan con su propia dinámica interna, pero no por órdenes de Moscú. “Putin
estaba satisfecho con lo que sucedía en el este de Ucrania hasta que el Boeing
fue derribado. Eso lo cambió todo”, comenta.
El truncado vuelo MH17 aglutinó a
Estados Unidos y Europa, para quienes los separatistas son culpables, lo que
obliga a Putin a elegir si sigue apoyando a los insurgentes o se desmarca de
ellos. Un periodista ruso conocedor (y en ocasiones partícipe) de las intrigas
del Kremlin aventura que Putin podría intentar distanciarse de los separatistas
mediante el veredicto de los expertos internacionales y que, por eso, ha sido tan
favorable a que les dieran a estos la caja negra del aparato siniestrado. En
este “razonamiento”, realidades y percepciones no tienen por qué coincidir.
Mientras tanto, los ciudadanos se
adaptan a los nuevos tiempos. Los funcionarios del Estado (cuyo sueldo medio es
más del doble que el de los rusos) elaboran las listas de sanciones, los
oligarcas amigos del líder callan o expresan vagamente su frustración por los
dilemas que les plantean. En uno de estos días preocupantes en los que los
rusos de a pie esperan subidas de impuestos y notan la merma en el surtido de
quesos y embutidos, la élite económica celebraba con cubos de caviar negro el
cumpleaños de una destacada figura gubernamental en una gran fiesta custodiada
por los servicios de seguridad del Estado.
La dinámica de las relaciones
entre Rusia y Occidente no puede reducirse a la psicología de Putin ni a las
analogías lapidarias con otros personajes siniestros de la historia de Europa.
Quienes de verdad conocen las vacilaciones y apuestas, las mentiras y lealtades
del presidente, no se expresan en público y de ahí la variedad de
interpretaciones sobre el presente y vaticinios sobre el futuro. Y no basta que
los líderes occidentales, como Angela Merkel, insinúen que Putin “ha perdido el
sentido de la realidad”. Tal vez, Putin “está en otro mundo”, pero en ese mundo
están también hoy el 85% de sus conciudadanos que le apoyan (datos de julio del
Centro Levada). Y pese a ese apoyo, el presidente es hoy un hombre solo y
desconfiado.
“La seguridad del Estado es lo
principal para Putin, y todo su mandato como presidente desde 2000 está
impregnado por la idea de que debe garantizar esa seguridad, que él ha
considerado amenazada en diversos momentos por distintos factores, primero por
los oligarcas que dominaban los canales de televisión o apoyaban a la oposición
política y por las tendencias separatistas en las regiones. A los oligarcas que
no se le sometieron los arrestó o los obligó a emigrar, a las élites regionales
las debilitó. Ahora, el presidente considera que Occidente es la principal
amenaza para la seguridad de Rusia”, dice Alexéi Makarkin. “La democracia es
para él algo secundario”, afirman fuentes próximas al Kremlin.
Makarkin recuerda que “Putin
intentó mejorar las relaciones con Occidente al principio de su mandato
partiendo de la idea de que Rusia tenía su esfera territorial de intereses”. El
primer Maidán (protesta en sentido metafórico) de Ucrania —la llamada
Revolución Naranja— puso en guardia a Putin en 2004, pero por entonces los
líderes en Kiev se dedicaban a pelearse entre ellos y el Partido de las
Regiones representaba a una élite confortable para Moscú en el este de Ucrania,
explica Makarkin. En Occidente, además, estaban los amigos políticos de Putin
como el italiano Silvio Berlusconi, y en el interior de Rusia se tomaron
medidas preventivas, como la creación de un movimiento juvenil controlado desde
el Kremlin. Putin se tranquilizó.
Ahora, “Putin cree que Occidente
fue injusto con él, que apoyó a la oposición en el interior de Rusia y a las
fuerzas antirrusas en el territorio de los países pos-soviéticos. Putin cree
que Occidente le ha engañado en Ucrania, pues prometió un compromiso y firmó un
acuerdo que no pudo cumplir”, dice Makarkin. El experto califica de “alarmista”
la posibilidad de guerra. “No tenemos aliados, porque nuestros socios
(Bielorrusia y Kazajistán) llevan un doble juego y quieren quedar bien con
Ucrania y con nosotros. Tampoco tenemos una ideología competitiva a escala
mundial y la oleada conservadora y reaccionaria en el interior de Rusia no
tiene visos de convertirse en un proyecto atractivo, como lo fue el comunismo”,
dice.
Por su parte, el politólogo
Stanislav Belkovski cree que “Putin siempre quiso estar en Occidente y ser un
líder occidental. Al llegar al poder, tanteó la posibilidad de que Rusia
ingresara en la OTAN, renunció a los radares de Vietnam y Cuba, y fue el
primero en ofrecer sus condolencias a George Bush por el atentado del 11 de
septiembre de 2001. Con el tiempo llegó a la convicción de que Occidente no lo
quería, pero mientras estuvieron en escena el canciller alemán Gerhard
Schröder, el presidente Berlusconi o el francés Jacques Chirac, con quienes
coincidía en muchas cosas, Putin tenia la ilusión de que se podía quedar en Occidente.
Cuando esa generación se fue, “se quedó aislado”.
La situación requiere árbitros y
mediadores, dice Belkovski, cuya lista de candidatos incluye al papa Francisco,
el primer ministro turco Recep Tayyip Erdogan o el expresidente israelí Simón
Peres. El politólogo cree que sería útil abordar los problemas de Ucrania en
una arquitectura más amplia, vinculada a los conflictos heredados en el espacio
pos-soviético. Acorralar a Putin no es aconsejable ni eficaz, afirma. Además,
puede ser peligroso. Es hora de recordar el episodio que el mismo presidente
contaba cuando se disponía a relevar a Borís Yeltsin en 2000. De niño,
relataba, había acosado a una rata que, al verse sin salida, se volvió agresiva
contra él.
Putin es un rehén de su política.
En la fórmula para superar la crisis, si existe, el presidente no puede ser
percibido como débil, porque eso le arrebataría el apoyo que la sociedad le
prestó y de los sectores nacionalistas que pueden amenazarlo si flaquea. En el
Kremlin temen protestas locales durante las elecciones municipales del 14 de
septiembre, y para oponerse a ellas planean crear un “consejo antifascista” en
el que se incorporarán cosacos, organizaciones ortodoxas y veteranos, según el
diario Moskovski Komsomolets. Los mítines de partidos políticos y
representantes de la sociedad civil avanzada y de los movimientos juveniles de
propia creación (Nashi o Iduschi Vmeste) pueden ser sustituidos por marchas de
cosacos y cristianos fundamentalistas y otros representantes de la sociedad
tradicional y patriarcal.
Putin busca refugio en el corazón
de Rusia y tal vez no es casual que recientemente propusiera reconstruir los
monasterios de los Milagros y de la Ascensión del Kremlin, volados por los
comunistas en 1929. Estos planes suponen derribar todas las obras que se han
realizado desde 2007 para modernizar el edificio de despachos que en 1930
sustituyó a los monasterios destruidos. Rico país es Rusia que por deseo de sus
líderes destruye y construye una y otra vez en el mismo sitio al margen del esfuerzo
y el coste material. Los símbolos en Rusia son parte de la realidad.
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