Un dandi en la trinchera
El País - domingo, 24 de
agosto de 2014
En marzo de 1915 Enrique Gómez
Carrillo ya había visto lo que no quería ver y contado lo que no quería contar.
Mientras escribía en Nancy —escenario de una batalla que duró 15 días—, evocó
una conversación que había mantenido en Buenos Aires con un escritor argentino.
—Lo que necesitamos para ser un
gran pueblo es una gran guerra—soltó el literato.
Gómez Carrillo le dio la razón.
En marzo de 1915 se la quitó: “Esta simple frase, pronunciada en un café, entre
el humo de los cigarrillos y los vapores del champagne me persigue desde hace
meses a través de los campos de batalla con una persistencia de remordimiento y
de obsesión (…) Porque la guerra, vista de cerca, no es bella, no. Es
horrible”.
Desde el 15 de noviembre de 1914
el escritor guatemalteco iba y venía entre escenarios de batallas aún humeantes
y testimonios escabrosos (el uso de personas como trincheras fue uno de
tantos), empotrado en una cuadrilla de periodistas que el Gobierno francés
desplazaba a su antojo. La delegación se libraba de las estrecheces de la
guerra, pero no de los sustos. En Reims, una bomba interrumpió el brindis de
cronistas y oficiales, que contaban batallitas calentados por el champagne y la
chimenea. “¿Qué pueden proponerse esos singulares artilleros al encarnizarse
así contra una ciudad en la cual no hay sino mujeres y niños y santos de piedra
y fantasmas de reyes?”, se pregunta Gómez Carrillo. Sus artículos, enviados a
El Liberal de Madrid y La Nación de Buenos Aires, se recopilaron en un libro en
1915, que este año ha sido rescatado por Ediciones del Viento con el título
original: Campos de batallas y campos de ruinas. “Yo sabía que tenía crónicas
de la Primera Guerra Mundial, y me fascinó leer sus textos. Tienen una visión
muy moderna y de análisis. Da gusto leerlo. No ha envejecido su escritura”,
ensalza el editor Eduardo Riestra. Sus crónicas, observa Jorge M. Reverte en el
prólogo, “tienen el suficiente toque de frialdad como para hacer creíble lo que
cuentan. Y la dosis necesaria de calentura, de conmoción ante el sufrimiento
humano, para hacerlas cercanas y conmovedoras”.
Enrique Gómez Carrillo, que
confesaba no entender la guerra moderna cuando escucha prolijos relatos
militares, tenía más clarividencia que los estrategas: “Cada vez que los
hombres políticos de París hablan de la paz futura, dicen que es indispensable
concluirla en condiciones tales que una nueva lucha sea imposible (…) Uno se
pregunta cuántas veces la misma frase debe de haber sido pronunciada a través
de los siglos. Cada lucha de reyes y emperadores fue la última. Cada guerra
mató la guerra”.
Hasta 1914 la guerra había sido
un concepto romántico que Gómez Carrillo paseaba con frivolidad por los cafés.
El periodista, nacido en Guatemala en 1873, vivió desde su infancia en
ambientes ilustrados: su padre era rector de la Universidad de San Carlos y su
primer director en un periódico fue Rubén Darío. Una beca le permitió viajar a
España, donde colaboró con varios medios (Blanco y Negro, La Ilustración
Española y Americana…), y a Francia, donde ejerció como cónsul en 1889.
Su estrecha relación con Francia
explica la invitación del Gobierno para visitar el frente en 1914, posteriores
reconocimientos como la Legión de Honor y el éxito con el que introdujo en
París a su segunda esposa, Raquel Meller, “el más armonioso, el más inquietante
y el más divino de los misterios humanos”, a su juicio.
Podría haber sido otro más de los
intelectuales rendidos a la cantante, pero Gómez Carrillo despuntó como el más
dotado para las relaciones públicas. A saber si no tendría responsabilidad en
un rumor que prosperó en aquellos días, que achacó la entrega de Mata-Hari a
los franceses a una venganza de Raquel Meller por una supuesta aventura de la
espía con el escritor. Porque Goméz Carrillo tenía tanto éxito de público como
su esposa. “Era la cocotte de siempre. De un moreno dorado, de copiosos
cabellos y ojos de soñador, que manejaba una sonrisa caprichosa, con cuyas
consecuencias habría de cargar yo mismo, pasando el tiempo”, confesó Rubén
Darío. Dicen que en la intimidad presumía de haber sido amante de Verlaine. Más
constatable fue su tercer matrimonio con Consuelo Saucín, que años después se
casaría con Antoine de Saint-Exupéry.
El dandismo no chocó con su
creatividad. Durante sus tres años de matrimonio con Meller fundó y dirigió una
revista de literatura, Cosmópolis, que tradujo a Apollinaire, Baudelaire, Gide,
Wilde o Eça de Queiroz. A lo largo de su vida —falleció en París en 1927—
publicó unos 80 libros de periodismo, novela, ensayo, poesía y viajes. En El
Japón heroico y galante (1912), recuperado por Ediciones del Viento en 2009,
recogía sus impresiones más íntimas de una estancia de cuatro meses, sin
ahorrar su sesión erótica con una cortesana. De aquel Tokio de 1905 le
desagrada la fealdad de las calles, donde se instala todo lo que no cabe en las
casas, y la proliferación de teléfonos “La historia del teléfono en cada
habitación, aún en la de los mendigos, no es una leyenda. En donde no hay ni
cama ni trajes, hay teléfonos”. Benito Pérez Galdós apreciaba su afán viajero
tanto como su espíritu risueño: “Para él la vida no es un valle de lágrimas,
sino un hervidero de goces, dolores, contiendas, de ideas contrapuestas”.
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