Rol de los economistas en la
nueva revolución industrial
Forbes - lunes, 25 de
agosto de 2014
¿Qué podemos hacer los
economistas para asegurarnos de que la nueva revolución industrial no conduzca
a una mayor desigualdad?
El crecimiento económico es muy
dependiente de las transformaciones tecnológicas y sus implicaciones en
acumulación de capital social, humano y físico. Todo parece indicar que en los
próximos 20 años presenciaremos una revolución total en la producción y que
esperamos pueda ser acompañada de mayor crecimiento económico, de la misma
forma que la revolución industrial lo hizo en el siglo XIX y principios del XX.
Esta nueva revolución industrial
es la de la robótica, la impresión en 3D, el big data y las energías limpias.
Los estudios de Karl Frey y Michael Osborne, de la Martin School de la
Universidad de Oxford y la Universidad de Lund, muestran que en los próximos 20
años cerca de 47% de los empleos actuales serán remplazados por alguna forma de
automatización. Esta realidad inminente nos obliga a preguntarnos: ¿Ese
crecimiento económico será incluyente? ¿Qué podemos hacer para asegurarnos de que
no conduzca a mayor desigualdad?
Esta transformación en la forma
en que producimos, y seguramente en la forma en que consumimos, implicará un
reto para la sociedad mundial en la creación de nuevos empleos en nuevos
sectores. En este propósito, el Estado tendrá un rol fundamental: crear
políticas progresivas que en un ambiente de cambio acelerado puedan aminorar
las fuertes desigualdades y asegurar un estándar de vida digno.
Profesores como Tyler Cowen, de
la Universidad George Mason, aseguran que es imposible vencer la dinámica del
mercado, que la desigualdad es una conclusión inevitable del progreso técnico y
de la economía de mercado. Por otro lado, profesores como Alan Manning, de LSE,
tienen visiones totalmente opuestas: la desigualdad nunca es deseable y el rol
del Estado es adaptarse rápidamente a estos cambios para combatirla; después de
todo, el progreso no es del todo real, sino compartido por la mayoría.
Manning, en mi opinión, tiene
razón: la desigualdad es un impedimento al crecimiento económico, y fuera del
ámbito de la economía es un detrimento en términos de justicia. Pero en lugar
de discutir el argumento en sus términos económicos, me gustaría proponer una
especie de experimento de pensamiento:
Partiendo de la premisa
previamente mencionada sobre los empleos que serán remplazados por alguna forma
de automatización, mucho se ha escrito sobre los empleos del futuro, sobre las
profesiones que están en riesgo, sobre la productividad y su relación o no con
los salarios, sobre la necesidad de un rápido reentrenamiento de la fuerza
laboral para poder transitar a otros sectores, principalmente el de servicios
(el argumento del desempleo estructural), es un extraño ludismo del siglo XXI.
Me gustaría plantear qué podría implicar una realidad así para los que solemos
hacer estas recomendaciones, los economistas, quienes usualmente hablamos como
espectadores lejanos de estos fenómenos.
Supongamos que nos encontramos a
finales del siglo XXI. Ya hemos pasado por la famosa Singularidad a mediados
del siglo, lo que implica inteligencia artificial igual o superior a la humana;
hemos resuelto nuestros problemas energéticos aprovechando la inagotable
energía de nuestro sol o alguna forma de generación de energía como la fisión
nuclear; la pobreza quizá ya no sea un problema demasiado serio tras lograr los
objetivos del milenio de Naciones Unidas, y quizá la desigualdad no sea tan
grande. Después de todo, siguiendo el impacto de las ideas de economistas como
Thomas Piketty, e ignorando las de Tyler Cowen, hicimos algo por controlar el
incremento de la desigualdad.
¿Cómo sería esta sociedad
automatizada, en un mundo postescasez? En un mundo con reducido trabajo humano,
políticas públicas como el ingreso universal serían efectivas. No existiría
intercambio entre ocio y trabajo como los economistas de hoy solemos
caracterizar decisiones en el mercado laboral. Así, sin duda, seguiríamos las
ideas del filósofo Bertrand Russell: usaríamos nuestro abundante tiempo libre
para enriquecernos con conocimiento y placeres estéticos. Una sociedad así
sería parecida a la de Star Trek, un tanto comunitaria, y algunos podrían decir
aburrida, pero en términos de bienestar, inmejorable. En dicha sociedad, ¿cuál
es el rol de un economista?
A la economía tradicionalmente se
la define como el estudio de la forma en que individuos, organizaciones y
Estados toman decisiones para administrar recursos escasos. Sin recursos
escasos, como es la situación de esta sociedad utópica, ¿qué función desempeñaría
un economista?
Partamos del supuesto de que en
esta sociedad hipotética aún existen niveles reducidos de pobreza, pero que
sólo aquellos que no pueden adaptarse absolutamente a nada caen en ella.
Una primera alternativa es que la
economía y sus profesionales desaparecerían como otras tantas profesiones y
empleos lo hacen durante las grandes transformaciones tecnológicas. Si esto
pasa, ¿qué sería de nosotros? ¿Podríamos hacernos maestros de matemáticas o
estadística? ¿Tendríamos la importancia que gozamos hoy en día en el terreno de
las ideas? Posiblemente terminaríamos dependiendo del Estado y su seguridad
social para sobrevivir y continuar discutiendo de forma interminable cómo
llegamos a eso.
Otra alternativa es que quizá la
ciencia económica evolucionaría para ser algo como la “psicohistoria”, la
profesión ficticia que inventara Isaac Asimov en las novelas de la fundación.
Quizás el economista de fin de siglo sea un gran analista de datos, utilizando
sus herramientas para pronosticar acontecimientos en el muy largo plazo y
encontrar patrones que otros no ven; el triunfo de la economía de la
complejidad. Pero tras la singularidad, la inteligencia artificial
probablemente hará eso mejor que nosotros. La psicohistoria no parece un campo
muy prometedor para el economista del siglo XXII, después de todo.
En otra escena quizá, y lo más
realista es que la economía tenga que volver un poco a sus orígenes en la
filosofía moral, como una ciencia reflexiva sobre la sociedad en su conjunto, y
no sólo sus actividades productivas, no sólo en los modelos, sino en problemas
reales encontrando los límites del mercado.
En cualquier caso, los
economistas necesitaríamos de políticas progresivas para llevar una vida digna,
pues si lo dejamos enteramente a las fuerzas del mercado, la sociedad anterior,
casi utópica, nos condenaría a la pobreza sin alternativas. ¿Acaso los más
ortodoxos entre nosotros renunciarían a la seguridad social para vivir según el
mercado, aunque esto implique ser los únicos pobres del planeta?
Volviendo a la realidad, los
economistas ya estamos haciendo justo esto último: cada vez más abandonamos
nuestros elegantes (y útiles) modelos matemáticos, lo que Ronald Coase llamaba
economía de pizarrón, y nos concentramos más en hacer estudios empíricos, en
emplear datos; nos internamos en mecanismos reales del funcionamiento de la
sociedad y en encontrar las fallas en nuestra estructura económica para
mejorarla. Cada vez más aceptamos el rol del Estado en intervenciones de
política pública para cambiar la sociedad.
Un amigo, un brillante economista
teórico, no hace mucho tiempo me decía que todos los que estudiamos economía lo
hacíamos en el fondo porque queremos cambiar la sociedad, construir algo mejor.
Si algunos de nosotros continuamos atrapados difundiendo las virtudes de la
estructura actual, sin aceptar sus costos y sus fallas, como por ejemplo el
irracional miedo al aumento de los salarios mínimos en México, entonces
estaremos dejando atrás el intento de cambiar al mundo y sólo perpetuando su fallido
statu quo. Tenemos que aceptar que la economía y sus “leyes” no son leyes de la
naturaleza y siempre pueden cambiar, pues son el producto de normas, costumbres
y arreglos siempre mutables.
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