El hambre del miedo
La Vanguardia - domingo, 24
de agosto de 2014
A la pequeña Nyachan Samuel la
vida le salió cruz desde muy pronto. Si lloró para protestar, los tiros
debieron ahogar aquel llanto: su madre la parió dos semanas después de que el
15 de diciembre Sudán del Sur cayera en el abismo de la guerra civil.
Nyachan tuvo que hacer sitio a su
hermana gemela que, a falta de pan, trajo bajo el brazo la decisión más difícil
que el hambre puede obligar a tomar a una madre. Tras huir de las matanzas en
Malakal, en el norte del país, escondida a la orilla del Nilo sin apenas
comida, la mujer vio pronto que Nyachan, enferma y débil, tenía menos
posibilidades de sobrevivir. Así que tomó una medida desesperada: alimentó a la
hija con más opciones de vivir.
Por eso, cuando en julio la madre
llega a la clínica de Médicos Sin Fronteras a las afueras de la ciudad, las
niñas no parecen hermanas. A sus ocho meses, Nyachan pesa tres kilos
cuatrocientos -como un recién nacido en España- y su hermana el doble. Nyachan
tiene la piel pegada a los huesos y mantiene los ojos abiertos y la mirada
vacía. Le han regalado un patito de peluche amarillo que no tiene fuerzas para
apretar.
Sudán del Sur se asoma a la peor
hambruna en África de los últimos treinta años. A diferencia de la crisis que
en el 2011 mató a un cuarto de millón de somalíes, aquí el hambre no ha sido
provocado por una sequía o un desastre natural. El país más joven del mundo,
que se independizó del norte hace tres años, se muere de hambre por miedo.
Las matanzas de hasta 10.000
civiles han obligado a huir de sus casas a 1,3 millones de personas y a
refugiarse en países vecinos a 450.000 más. Familias enteras se alimentan con
hojas y raíces desde hace meses. Como por la guerra casi nadie puede cultivar,
la sentencia de muerte ha iniciado la cuenta atrás: cuando se acabe la ayuda
humanitaria, morirán.
Hasta ahora, se han recibido sólo
un 40% de los fondos necesarios para alimentar a cuatro millones de
sursudaneses en riesgo de morir de hambre. La ONU se resiste a declarar aún la
hambruna; un término que responde a porcentajes de malnutrición concretos, pero
para cuando las estadísticas cuadren y el mundo se movilice, será tarde. Ya
pasó en Somalia: la mitad de los muertes se produjeron antes de que se
etiquetara la emergencia como hambruna.
Malakal es una de las ventanas a
la tragedia. Hace ocho meses era una de las ciudades más grandes del país, con
140.000 habitantes. Hoy es una ciudad fantasma, llena de edificios saqueados,
paredes agujereadas y vehículos calcinados. "Cuando llegaron los rebeldes
nos dijeron que permaneciéramos en casa, que no nos pasaría nada; luego vinieron
a matarnos", explica Nyole Sabino, que fue profesor y ahora es un lisiado.
La misma ráfaga de AK47 que mató a cinco colegas, a él le astilló la tibia. Le
tuvieron que amputar la pierna derecha por debajo de la rodilla. Nyole no está
muerto porque, cuando le iban a dar el tiro de gracia, uno de los atacantes,
exalumno, le reconoció y le dejó vivir.
"Cuando la barbarie empezó
entraron en el hospital y dispararon a enfermos que no eran nuer",
explica. Unas 15.000 personas se apelotonaron asustadas a las puertas de la
base de la ONU. Quien tomó la decisión de abrir la puerta les salvó la vida y
creó un monstruo: miles de personas se apiñan desde hace medio año entre el
barro y la basura. Si llueve -y en Sudán del Sur diluvia con ganas- las
callejuelas se llenan de lodo y el agua putrefacta inunda los refugios.
Nyole se arrastra dentro de su
refugio y muestra sus títulos y libros. Eso y las muletas es lo único que
tiene. Mientras habla, oímos los gritos de una anciana enferma en la tienda de
al lado, que morirá dos días después. Nyole enseña un libro con las fotos de
Martin Luther King y Nelson Mandela.
-¿Crees que puede haber paz?
-digo.
-Yo ahora lo que quiero es
matarlos a todos.
En el campo de desplazados se han
instalado también varias oenegés -la mayoría no sale del recinto vallado por
seguridad- y transitan cascos azules bangladesíes e indios. Como Malakal ha
cambiado de manos varias veces, no hay uniformidad étnica entre los
desplazados. Todos son víctimas y verdugos. Primero militares dinkas asesinaron
a los nuer, después milicias nuer a los demás. Ambos pueblos, mayoritarios en
un Sudán del Sur con sesenta etnias distintas, se distinguen por el acento y
las escarificaciones en el rostro. Las cuatro líneas horizontales en la frente
de Nyole le convierten en dinka. "Un profesor nuer se fue con los rebeldes
porque, si se quedaba, los dinkas irían a por él".
Es una guerra donde las
cicatrices y el acento deciden en qué lado matas o mueres, pero a orillas del
Nilo se lucha por poder y recursos. Después de Nigeria y Angola, es el tercer
país subsahariano con más reservas de petróleo. La deriva autoritaria de Salva
Kiir, presidente y dinka, acabó con la expulsión del gobierno de Riek Machar,
líder nuer, a quien acusó de urdir un golpe de estado. La caja de Pandora se
abrió y ambos bandos alientan desconfianzas históricas. Que después de cuarenta
años de guerra con el norte cada pastor de vacas tenga un kaláshnikov tampoco
ayuda a la paz.
Tanta guerra ha hecho que los
sursudaneses hayan aprendido a mirar a las nubes para saber cuándo correr.
"Ahora los caminos están cortados -dice Nyole-, pero cuando deje de llover
volverá la guerra". La lluvia acaba en septiembre. El desastre será
inevitable.
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