¿Por qué Rusia vendió Alaska a
los Estados Unidos?
América Economía - julio de 2025
El marfil de morsa
Russia Beyond the Headlines. La petición de adhesión de Alaska a
Rusia, publicada en el sitio web de la Casa Blanca, ha recogido ya más de
35.000 firmas. Son muchos los que todavía creen que los norteamericanos robaron
Alaska a Rusia, que la alquilaron y no la devolvieron a sus dueños, pero,
contrariamente a los mitos populares, la transacción fue justa y ambas partes
tenían razones de peso para llevarla a cabo.
En el siglo XIX la Alaska rusa
era un centro de comercio internacional. En su capital, Novoarjánguelsk (actual
Sitka), se vendían telas chinas, té e incluso el hielo que se utilizaba en los
EE.UU. antes de que se inventaran los frigoríficos. Se construyeron barcos y
fábricas, se extraía carbón. Ya entonces se tenía conocimiento de los numerosos
yacimientos locales de oro. Vender algo así parecía una locura.
A los comerciantes rusos les
atraía de Alaska el marfil de morsa, cuyo precio no era inferior al de
elefante, y las preciosas pieles de nutria de mar que obtenían gracias al
trueque con los aborígenes. Estas actividades estaban concentradas en manos de
la Compañía Ruso-Americana (conocida por sus siglas en ruso, RAK). La dirigían
personas valientes, empresarios rusos del siglo XVIII, viajeros atrevidos y
estraperlistas. Todos los yacimientos de Alaska pertenecían a la compañía, que
podía alcanzar de manera independiente contratos comerciales con otros países,
contaba con bandera y moneda propia, los 'marcos de cuero'. Los privilegios se
los concedió a la compañía el gobierno zarista que no sólo cobraba unos
altísimos impuestos sino que entre los accionistas de la RAK también figuraban
zares y miembros de su familia.
El Pizarro ruso. El 'gobernador
principal' de los asentamientos rusos fue un comerciante de gran talento
llamado Alexander Baránov. Construyó escuelas y fábricas y enseñó a los
aborígenes a plantar nabos y patatas.
Construyó una fortaleza y un
astillero y extendió la práctica de la pesca de las nutrias de mar. Baránov se
hacía llamar el 'Pizarro ruso' y se encariñó de Alaska no sólo por razones
económicas sino de corazón: su mujer era la hija de un caudillo aleutiano.
Con Baránov la Compañía
Ruso-Americana gozaba de unos ingresos cuantiosos: ¡más del 1.000% de
beneficios! Pero cuando, ya anciano, se apartó del negocio, su puesto fue
ocupado por el teniente comandante Gagermeister, que trajo un nuevo equipo de
empleados y accionistas procedentes de círculos militares. Desde entonces,
según un decreto oficial, la compañía sólo podían dirigirla oficiales de la
Marina. Los siloviks, antiguos miembros de los servicios de seguridad, se
hicieron con el poder de una empresa ventajosa, pero sus acciones llevaron la
compañía a la quiebra.
Vil metal. Los nuevos
propietarios se asignaron salarios astronómicos: oficiales subalternos
percibían 1.500 rublos al año (un sueldo comparable a los de los ministros y
senadores) y el jefe de la compañía, 150.000 rublos. Por otro lado, los precios
de las pieles compradas por la población local se redujeron a la mitad. Como
resultado, durante las dos décadas siguientes los esquimales y aleutianos
exterminaron a casi todas las nutrias, privando a Alaska de su recurso más
lucrativo. Los aborígenes cayeron en la miseria y empezaron a sublevarse,
levantamientos que los rusos sofocaban abriendo fuego contra las aldeas
ribereñas con sus buques de guerra.
Los oficiales trataron de
encontrar otras fuentes de ingresos. Fue entonces cuando empezaron a comerciar
con hielo y té, alternativas que los empresarios no consiguieron organizar de
manera sensata, pero los directivos ni siquiera pensaron en ponerse salarios
más bajos. Finalmente a la Compañía Ruso-Americana le acabaron asignando una
dotación gubernamental de 200.000 rublos al año. Pero esto tampoco la salvó.
En ese mismo periodo estalló la
guerra de Crimea, en la que Rusia combatió contra Inglaterra, Francia y
Turquía. Luego quedó claro que el país no sería capaz de abastecer y proteger a
Alaska: las vías marítimas estaban controladas por los barcos de los aliados.
Incluso la perspectiva de la extracción del oro empezó a no verse clara.
Temían que una Inglaterra hostil
pudiera bloquear Alaska y entonces Rusia se quedase sin nada.
A pesar de la creciente tensión
entre Moscú y Londres, las relaciones con las autoridades norteamericanas eran
cordiales, y la idea de vender Alaska surgió casi de forma simultánea por parte
de ambos lados. El barón Eduard de Stoeckl, enviado por Rusia a Washington,
entabló las negociaciones en nombre del zar junto con el secretario de Estado
norteamericano William Seward.
La bandera rusa no quería bajarse
Mientras las autoridades se
ponían de acuerdo, la opinión pública de ambos países se oponía a la
transacción.
“¿Cómo vamos a entregarles
tierras en cuyo desarrollo hemos invertido tanto tiempo y esfuerzo, donde se
abrieron minas de oro y líneas telegráficas?”, escribían los periódicos rusos.
“¿Para qué necesita América ese cofre de hielo y 50.000 esquimales salvajes que
beben aceite de pescado para desayunar?”, se
escandalizaba la prensa norteamericana con el apoyo del senado y el
congreso.
Pero, con todo, el 30 de marzo de
1867, se firmó en Washington el contrato de venta de 1,5 millones de hectáreas
de posesiones rusas a Estados Unidos por US$7.200.000, una suma de dinero
puramente simbólica. No se vende tan barato ni siquiera las tierras yermas de
Siberia. Pero la situación era crítica: incluso podían quedarse sin percibir
esa cantidad.
La transferencia oficial de las
tierras se celebró en Novoarjánguelsk. Tropas estadounidenses y rusas se
apostaron junto a un mástil del que empezaron a arriar la bandera de Rusia
después de una salva de cañones. Pero la bandera se enredó en la parte superior
del mástil. Un marinero que se encaramó a la bandera la arrojó y por casualidad
cayó directamente sobre las bayonetas rusas. ¡Una mala señal! Después de esto
los norteamericanos empezaron a requisar los edificios de la ciudad, que fue
rebautizada con el nombre de Sitka. Varios centenares de rusos, decididos a no
aceptar la ciudadanía norteamericana, fueron obligados a evacuar a bordo de
barcos mercantes y no pudieron volver a sus casas hasta pasado un año.
No tardó mucho en llegar la
fiebre del oro de Klondike al 'cofre de hielo': este frenesí de inmigración en
pos de prospecciones auríferas aportó a Estados Unidos cientos de millones de
dólares. Una lástima, por supuesto. Pero quién sabe cómo serían las relaciones
entre las principales potencias del mundo si Rusia no se hubiera librado en su
momento de una región problemática y deficitaria, de la cual sólo podían
obtener ingresos comerciantes talentosos y audaces, pero de ningún modo
oficiales de la Marina.
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