La vuelta de la canción protesta
El País - martes, 18 de noviembre de
2014
Para Podemos, la crítica de la Cultura de la
Transición es compatible con el reciclaje de su banda sonora. Pablo Iglesias
pudo citar en la reunión de Podemos en Vistalegre al grupo vallecano Hechos Contra
El Decoro o retrotraerse a la movida con la mención a Polansky y el Ardor
(Ataque preventivo de la URSS) en el Parlamento Europeo, a la hora del acto
público se recurre a las mismas letras y melodías que seguramente cantaron sus
padres.
No es un recurso inocente. En el acto del
cierre de campaña para las elecciones europeas, Juan Carlos Monedero entonó
Puente de los Franceses, canción popular identificada con la resistencia de
Madrid durante la Guerra Civil. Un éxito, sin duda, pero también un síntoma
inquietante para grupos integrados en Podemos, como Debate Constituyente, que
detectó allí una contradicción, capaz de espantar a simpatizantes no habituados
a la épica guerracivilista: "por un costado se apela a la unidad ciudadana
y popular, por encima de las etiquetas ideológicas y basada en la democracia
profunda y en medidas sensatas de justicia social, y por el otro costado se
muestra simbología propia de la izquierda revolucionaria y militante".
El hit parade de Podemos incluye temas integrados
en la memoria sentimental de los que vivieron la Transición, desde Canto a la
libertad, de José Antonio Labordeta, al arrollador A galopar, poema de Rafael
Alberti musicado por Paco Ibáñez.
También hay productos de ultramar, como El
pueblo unido jamás será vencido, de Quilapayún, aquellos folcloristas chilenos
que ejercieron como embajadores culturales del Gobierno de Salvador Allende, o
Todo cambia, de Mercedes Sosa, obra en solitario de Julio Numhauser, miembro
fundador de Quilapayún.
Javier Krahe (Cuervo ingenuo) o la tonada
republicana Puente de los Franceses son otras de las favoritas.
El hit parade de Podemos incluye temas
integrados en la memoria sentimental de varias generaciones, desde el sobrio
Canto a la libertad, de José Antonio Labordeta, al arrollador A galopar, poema
de Rafael Alberti musicado por Paco Ibañez. También hay productos de ultramar,
como El pueblo unido jamás será vencido, de Quilapayún, folcloristas chilenos
que ejercieron como embajadores culturales del gobierno de Salvador Allende, y
Todo cambia, de Mercedes Sosa, obra de Julio Numhauser, también miembro
fundador de Quilapayún.
A primera vista, un cancionero que se queda
corto. No hace hueco a autores más jóvenes como Ismael Serrano o Pedro Guerra,
que –lejos de modas o de banderas- han mantenido viva la llama del compromiso
en su obra y en su vida profesional. Tampoco hay rastros de la canción política
de los últimos tiempos, dinamizada por iniciativas como la Fundación Robo, que
incluye al asturiano Nacho Vegas: se trata de ofrecer conciertos y distribuir
canciones hechas con intención crítica.
De momento, aunque tenga pasaso rockero,
Iglesias prefiere alardear de humor progre: el pasado jueves, saltó al
escenario del Galileo Galilei madrileño para cantar un ensayado Cuervo ingenuo
con Javier Krahe; en su Twitter, lo definió como “momentazo”. Dos días después,
recuperada la seriedad, en su asunción a la secretaría general de Podemos,
Pablo Iglesias recitó el poema “Vientos del pueblo me llevan”, de Miguel
Hernández, un saludo a las regiones de España unidas contra el fascismo.
Lástima que olvidaron que hay una vibrante lectura musical de esos versos,
realizada en 1972 por el grupo folk Los Lobos.
No hay dudas a la hora del cierre de los actos.
L’estaca, de Lluis Llach, transmite un mensaje de ilusión colectiva y funciona
como engrudo emocional: se presta a unir las manos y cantar a pleno pulmón.
Traducida a otros idiomas, L’estaca ha demostrado sus poderes: era interpretada
por los simpatizantes del sindicato Solidarnosc en la Polonia comunista; tuvo
también protagonismo en Túnez, en los inicios de la Primavera Árabe.
Esta recuperación de la canción comprometida
puede ser entendida como un acto de justicia poética. Pocos sectores de la
música popular española tan maltratados como el de los cantautores politizados:
se supone que, tras funcionar como “compañeros de viaje” durante los años
duros, fueron rechazados al llegar los ochenta. Se había adelantado Luis
Eduardo Aute, que llegó a publicar un Autotango del cantautor, también conocido
como Qué me dices, cantautor de las narices, donde se burlaba de los tópicos
del género: “Qué tortura, soportar tu voz de cura/ moralista y un pelito
paternal/ muy aguda, metafórica y sesuda/ De esa letra que te acabas de marcar/
qué oportuna, inmunizas cual vacuna/ Y aún no sabes un par de cositas más/ que
me duermo/ que tu música es un muermo, que me pones muy enfermo”.
Fernando G. Lucini, experto en canción de
autor, habla de un “cierre en falso”. Autor de numerosos libros y responsable
de una página web que debuta hoy, cancioncontodos.com, cree poder situar la
ruptura entre el PSOE y los creadores de canciones: “fue durante los actos
contra la OTAN cuando vieron las ovejas al lobo. Pensaron: ‘los mismos que nos
han colocado en dónde estamos pueden echarnos.’ Y es cuando se sacaron lo de
Tierno Galván y la movida, marginando a los cantantes más incómodos. ¿Nombres?
Elisa Serna, Adolfo Celdrán, Antonio Mata, Benedicto, Bibiano…”
Aunque hay quién relativiza esa caída en
desgracia. Pablo Guerrero, creador de A cántaros, piensa que, en la Transición
“algunos cantantes tuvieron una presencia yo diría que excesiva. Igual que
ahora, que los cocineros están en todos los medios. Ojalá les toque pronto a
los filósofos”.
Guerrero siguió trabajando como profesor y
haciendo canciones que “cuidaban tanto el fondo como la forma, como siempre”;
de hecho, acaba de terminar un nuevo disco, 14 ríos pequeños. Reconoce que sí
hubo un ramalazo panfletario en sectores de la canción de autor, “aunque esa tendencia
venía más bien de América Latina, donde las urgencias eran mayores y el mensaje
se simplificaba.”
Desde allí, más exactamente de Chile, nos llega
un recordatorio: lo que pudo ser activismo político también deriva en negocio
o, si lo prefieren, un modo de ganarse la vida. Tras el exilio, Quilapayún se
rompió en dos formaciones del mismo nombre, los que trabajaban el mercado
europeo y los que residían en Chile. Los segundos, que tenían la legitimidad
histórica, pleitearon en Francia hasta que se reconoció su propiedad en
exclusiva de la marca Quilapayún.
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