Historia universal de la infamia
INFOnews - viernes, 3 de
octubre de 2014
El poema “Correspondencias” no
sólo constituye un manifiesto de la estética de Charles Baudelaire sino de gran
parte de la poesía simbolista que tan poca comprensión obtuvo por parte del
Premio Nobel y que terminaría asignando mayor importancia programática a este
poema que al manifiesto propiamente dicho, publicado en 1886 por Jean Moréas en
Le Fígaro.
La Naturaleza es un templo donde
vivos pilares
dejan a veces escapar palabras
confusas;
el hombre la atraviesa entre
bosques de símbolos
que lo observan con miradas
familiares.
Como largos ecos que lejanos se
confunden
en una tenebrosa y profunda
unidad,
vasta como la noche, como la
claridad,
se responden perfumes, colores y
sonidos.
Hay perfumes frescos como carnes
de niños,
como oboes, dulces, como
praderas, verdes,
y otros, corrompidos, ricos y
triunfantes
Con la expansión de las cosas
infinitas,
como el ámbar, el almizcle, el
benjuí y el incienso,
que cantan los transportes del
espíritu y los sentidos.
Un entramado gigantesco de
relaciones recíprocas entre el mundo sensible y el mundo de las ideas, entre lo
espiritual y la naturaleza, entre lo religioso y lo profano, entre lo
aparentemente trivial y aquello que es buscado ansiosamente en vano. Simetrías
entre lo más repulsivo y lo etéreo, entre lo puro y lo corrupto que, como pasa
con todos los extremos, se terminan relevando entre sí. Correspondencias
mayores y correspondencias menores; correspondencias incluso entre la forma
clásica de este soneto que abrió de par en par la puerta a nuevos temas para
oxigenar la poesía y, al mismo tiempo, recargó la sangre y adquirió un tono
religioso no partidario en tanto religión proviene del verbo latino religare
que significa volver a unir.
Correspondencias a todo nivel que
se van superponiendo: como muñecas rusas, como cajas chinas, como castillos de
naipes que ninguna tormenta de arena puede derribar por la única razón de que
nada está separado de nada. Porque por obra y gracia de la poesía y su
claroscuro que alumbra la noche y sus oxímoron que hacen estallar el sentido y
sus sinestesias que mezclan como naipes los sentidos se accede a esa
experiencia profunda que constituye arribar a múltiples consecuencias sin
correrse de la unidad esencial.
Esas correspondencias y no otras
son las que hacen que una ciudad hable de una persona y una persona hable de un
siglo y un título hable de un libro y una invención descifre el horizonte de
expectativas de la humanidad. Esas correspondencias son, en última instancia,
las que vuelven importantes en una obra literaria algunos datos biográficos de
su autor; las que establecen también poderosos vínculos entre el premio más
importante del mundo y un escritor que nunca lo ganó, las que repercuten de tal
forma que un detalle, de repente, hace implosión con la fuerza de una teoría.
No conforme con su obra maestra,
la dinamita, Alfred Nobel se puso a buscar hacia el año 1875 otra sustancia
activa que, en contacto con la nitroglicerina, al mismo tiempo que absorbiese
el aceite explosivo pudiera producir también una especie de pasta química para
multiplicar su energía. Esta búsqueda de Nobel redundará en la invención de la
gelatina explosiva, un hallazgo pariente de la dinamita y la pólvora sin humo.
Esta vez, tal como le sucedió a
Arquímedes en la bañera, la suerte le daría una mano o, al menos, un dedo. Es
que, mientras trabajaba en su laboratorio, Nobel sufrió un corte en un dedo de
su mano izquierda. Para detener la hemorragia se aplicó colodión en la herida.
El colodión es una especie de barniz que seca con rapidez y deja una lámina
transparente muy parecida en textura al celofán, una solución de nitrocelulosa
en una mezcla éter y alcohol descubierta en 1846 que, durante la guerra de
Secesión, fue suministrado a manera de vendaje y, desde entonces, ha tenido una
extensa aplicación en la medicina, por lo menos hasta que empezó a limitarse el
empleo del éter.
La herida en su dedo tuvo a
maltraer durante toda la noche a Alfred, a tal punto que, en plena madrugada,
se levantó de la cama y, ya sea por la molestia o por su implacable obsesión,
se dirigió raudamente al laboratorio. Ahí manipuló una dosis de nitroglicerina,
y advirtió que el colodión del dedo empezaba a disolverse.
“Eureka”, dijo Alfred, a quien,
seguramente, no le debían faltar sus rudimentos de griego clásico. Disolvió un
poco del colodión que quedaba en el frasco en nitroglicerina y, luego de
mezclar un poco, obtuvo una gelatina de color ámbar amarillo cuyo poder de
explosión superaba al de la dinamita.
Quien descubrió el colodión fue
Louis Ménard, compañero de clase de Charles Baudelaire en el Liceo
Louis-le-Grand. Era, además, poeta y pintor, aunque de poco talento; su obra
más importante es Las ensoñaciones de un pagano místico que contó con cierta repercusión.
Tras publicar en 1843 el libro Prometeo bajo el seudónimo de Luis de
Senneville, Ménard, que se dio el gusto de conocer en persona a Karl Marx,
comenzó a interesarse en la química a la que en 1846 aportaría el
descubrimiento del colodión.
En su libro de críticas sobre
literatura contemporánea Promenades littéraires (Paseos literarios) el escritor
Rémy de Gourmont le dedica un artículo a Louis Ménard, “un místico pagano”, un
poeta aficionado a la parodia que “intentó reescribir ciertas obras perdidas de
los trágicos griegos e intentó, incluso, una versión del Prometeo liberado de
Esquilo, que escribió en francés para comodidad de sus lectores”. En su
biografía sobre Jorge Luis Borges, Emir Rodríguez Monegal atribuye la creación
del personaje de Pierre Menard (aquel autor francés capaz de escribir y no
copiar los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del
Quijote), a la lectura de ese libro a partir del cual Borges queda fascinado
por la figura del descubridor del colodión.
Así como el poema
“Correspondencias” resume la estética de Baudelaire, a pesar de ser
relativamente breve, “El otro” –primer cuento de El Libro de arena- es, valga
la redundancia, una especie de Aleph en lo que respecta a la obra de Jorge Luis
Borges, porque condensa muchos de sus más celebrados recursos literarios (el
tema del doble, las enumeraciones, la cita textual como vía de acceso al
laberinto de la eternidad), y porque incluye una poética de su literatura
(“escribirás poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole
fantástica”), y, a la vez, una sentencia que podría leerse como una crítica que
nunca nadie se le animó a hacer: “su catálogo prolijo es del todo vano”.
Si “El Aleph” no es otra cosa que
la puesta en belleza del amor malogrado, “El otro” parece reproducir ese mismo
mecanismo pero, en este caso, partiendo de una forma de paternidad también
frustrada. En febrero de 1969, Borges se encuentra en un banco de plaza frente
al río Charles, en la ciudad de Cambridge con él mismo pero de joven: “Yo, que
no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho, más íntimo que un hijo de mi
carne, una oleada de amor”.
Por supuesto que el gran tema que
subyace a esa extraña forma de amor es el tópico del doble. A lo largo de todo
el relato se van superponiendo referencias de todos los niveles sobre el tema:
la lectura del Borges joven de El doble de Dostoievski, las referencias algo
concluyentes que el Borges mayor hace al río de Heráclito y, más interesante
aún, las grandes repeticiones de la historia: la pronta rendición de Francia en
la Segunda Guerra Mundial como réplica de la batalla de Waterloo, la
reencarnación del dictador Juan Manuel Rosas –Borges y sus remanidas
consideraciones políticas– en la figura de Juan Domingo Perón.
En ese sentido, todo el relato
“El otro” con la anécdota incluida de ese encuentro imposible que, en rigor,
debería haber sucedido por segunda vez (el Borges mayor, de joven, se tendría
que haber encontrado, a su vez, con otro Borges) parece responder también a esa
archiconocida frase de Karl Marx, según la cual los grandes hechos y personajes
de la historia se producen dos veces (...) primero como tragedia y después como
farsa.
En uno de los diálogos entre los
dos Borges, cuando el mayor le cuenta al más joven cómo será su propia obra
–una de las obras más importantes de la literatura universal–, a este le genera
una muy grata impresión el hecho de que su curioso interlocutor no le pregunte
“sobre el fracaso o éxito de esos libros”. Quizás esa frase sirva también como
parámetro de la importancia que podía llegar a atribuirle Jorge Luis Borges al
Premio Nobel de Literatura.
En una entrevista concedida, en
abril de este año, al canal de noticias CN23, María Kodama cuenta que mientras
gran parte de la sociedad argentina lamentaba que a su máximo escritor no le
fuera concedido el galardón, Borges, lejos de frustrarse, se tomaba el asunto
con humor. Kodama relata incluso una anécdota según la cual un hombre muy
consternado lo para en la calle para decirle: “Maestro, otra vez no se lo
dieron. Voy a ponerme a rezar para que el año que viene finalmente lo pueda
ganar”, a lo que Borges le responde: “Dios me libre de eso, ganar ese premio
significaría formar parte de una lista, mientras que el hecho de no ser
premiado me constituye en un verdadero mito escandinavo: el del autor al que
nunca premian, y yo prefiero ser un mito”.
En el mencionado artículo “El
escándalo del Premio Nobel”, George Steiner concluye que “el mero hecho de que
al Premio Nobel de Literatura se le haya pasado tantas veces un escritor como
Jorge Luis Borges es suficiente para poner en duda toda la institución”.
Si bien suele asociarse las
discusiones en torno al Nobel de Borges con la década del 70, la primera vez
que se lo mencionó como candidato fue, en realidad, en 1967. Lo curioso es que,
aun en ese entonces, había algunas reservas porque no pensaban en asignarle un
premio único sino en que lo compartiera. A pesar de que ambos escritores
elegidos tenían algunos elementos en común en tanto eran considerados renovadores
de la literatura latinoamericana, la idea de una partición con Miguel Ángel
Asturias quien, de hecho, terminaría ganando el premio durante ese año, no
entusiasmó demasiado al Comité. Y terminó desechando la propuesta.
En El Premio Nobel. Cien años con
la misión, Espmark se refiere a esta primera candidatura de Borges y expresa
que “una solución así habría repartido los laureles de una forma justa entre
las figuras capitales de la nueva prosa latinoamericana (y al mismo tiempo le
habría ahorrado a la Academia una discusión posterior sobre la posición
política de Borges)”.
Lo cierto es que, como explicaba
Sartre en su carta de renuncia a la prensa sueca, Borges también perdió el
premio por razones personales y objetivas, aunque ahora el desencuentro no se
iba a dar por izquierda sino por derecha, muy por derecha. Entre las razones
personales, una de las más importantes tuvo lugar durante una cena en Estocolmo
que reunió a Borges y varios escritores suecos en 1964. Uno de los invitados le
leyó a Borges un poema que no era de su autoría y el escritor argentino se
burló con crueldad ante el resto de los comensales. El poema en cuestión no era
de ninguno de los que participaban de la cena, sino de Artur Lundkvist, miembro
de la Academia Sueca, que no tardó en enterarse.
Muchos pusieron en duda esta
anécdota alegando que Lundkvist no gozaba de tanto poder de decisión, lo cual
en algún punto es cierto. Sin embargo, el poeta sueco tenía un enorme poder de
voto en lo que respectaba a la literatura latinoamericana, de la que era
especialista (era el único que leía bien en español), a tal punto que fue uno
de los introductores y traductores más importantes de la obra de Borges en
Suecia. En ese sentido, no hay lugar a dudas de que Lundkvist pudo haber hecho
bastante para que Borges no ganara el premio.
La más importante razón objetiva
por la que Borges no obtuvo el Nobel es, acaso, también la más conocida y
responde, en realidad, a dos hechos ocurridos en un lapso de cuatro meses. El
primero fue un almuerzo celebrado en la Casa Rosada el 19 de mayo de 1976, es
decir dos meses después del golpe de Estado que daría origen a la última
dictadura.
Los comensales que acompañaban al
presidente Jorge Rafael Videla eran (empieza a sonar la música): el secretario
de la Presidencia, general José Villarreal, el sacerdote Leonardo Castellani y
los escritores Ernesto Sabato, Horacio Esteban Ratti y Jorge Luis Borges.
El almuerzo duró alrededor de dos
horas y si bien se habría hablado sobre el tema de los desaparecidos, lo único
que se confirmó fue el pedido por parte de Castellani de liberar al escritor
–por entonces detenido y luego desaparecido– Haroldo Conti. Luego de la
sobremesa, los escritores le regalaron a la prensa sus impresiones sobre
Videla. Sabato dijo que era “un hombre culto, modesto e inteligente. Me
impresionó la amplitud de criterio y la cultura del presidente”; mientras que
Borges resumió su percepción con una sentencia contundente: “Es todo un
caballero”.
Antes de dar cuenta del segundo
hecho objetivo que motivó la ausencia de Borges entre los laureados, vale la
pena reproducir una anécdota fundamental que cuenta María Kodama en la
entrevista a la que hacíamos referencia. Se trata de una anécdota fundamental
porque, además de explicar la negativa a darle el Nobel a Borges, da cuenta de
que el hermetismo de los miembros de la Academia a la hora de elegir sus
candidatos no es tan absoluto como se cree:
Recuerdo que la última vez que
sonaba como candidato lo llamaron por teléfono de Suecia, entonces yo voy muy
contenta a decirle, “Borges, lo llaman de Suecia”. Antes de atender, él me dice
no nos hagamos ilusiones. Como para mí la privacidad es algo sagrado no quería
escuchar la conversación pero él me retuvo con un gesto, por lo que pude
escuchar lo que él dijo luego de dejar hablar a su interlocutor. Y lo que dijo
fue “señor yo le agradezco mucho lo que acaba de decirme y se lo voy a
agradecer toda la vida pero quiero decirle algo: hay dos cosas que un hombre
nunca debe aceptar, sobornar o dejarse sobornar, después de lo que usted me
dijo mi obligación es ir a Chile, buenas tardes”, y cuelga el teléfono.
Entonces yo le pregunté: “¿Está seguro de que no quiere pensarlo?”, y él me
pregunta a mí si yo haría eso. Cuando le respondo que no, me vuelve a
preguntar: “¿Y por qué quiere que lo haga yo?”. Si algo me faltaba para
enamorarme de él, que nada me faltaba, era eso. Que no se vendiera, que
mantuviera su idea contra viento y marea me pareció algo admirable.
Aquel viaje a Chile al que alude
Kodama fue, precisamente, el segundo hecho que irritó a la Academia Sueca y
que, según lo contado por Kodama, no pudo evitar con el llamado telefónico.
Ocurrió, en efecto, del otro lado de la cordillera el 21 de septiembre de 1976,
el mismo día que asesinaron al ex canciller chileno Orlando Letelier en la
ciudad de Washington.
Augusto Pinochet –que tenía una
enorme biblioteca, se veía a sí mismo como escritor pero no leía, sin embargo,
libros de ficción– recibió una visita muy esperada. Con el propósito de recibir
de manos del general un título honoris causa y la Gran Cruz de la Orden al
Mérito Bernardo O’Higgins, a cambio de una muy breve conferencia en apoyo a la
dictadura, Borges viajó a Santiago de Chile en una época en que las denuncias
por violaciones de derechos humanos llovían sobre el régimen. Más allá de que,
desde el mismo momento del golpe, la figura de Pinochet provocaba un unánime
rechazo de la intelectualidad, tanto en Europa como en América latina.
Durante ese viaje relámpago
Borges pronunció un discurso muy cuestionado en la ceremonia de gala que tuvo
lugar en la Universidad de Chile. Si bien años después se arrepintió
públicamente de haber dicho esas palabras que varios diarios chilenos
reprodujeron, el discurso terminó de dar por tierra cualquier posibilidad de
ganar el premio.
Hay un hecho que debe
conformarnos a todos, a todo el continente, y acaso a todo el mundo. En esta
época de anarquía sé que hay aquí, entre la cordillera y el mar, una patria
fuerte. Lugones predicó la patria fuerte cuando habló de la hora de la espada.
Yo declaro preferir la espada, la clara espada, a la furtiva dinamita. Y lo
digo sabiendo muy claramente, muy precisamente, lo que digo. Pues bien, mi país
está emergiendo de la ciénaga, creo, con felicidad. Creo que merecemos salir de
la ciénaga en que estuvimos. Ya estamos saliendo, por obra de las espadas,
precisamente. Y aquí ya han emergido de esa ciénaga. Y aquí tenemos: Chile, esa
región, esa patria, que es a la vez una larga patria y una honrosa espada.
Si no fuera por la enfática
aclaración “Y lo digo sabiendo muy claramente, muy precisamente, lo que digo”,
quedarían dudas acerca de si Borges, con eso de la “furtiva dinamita”, se
estaba refiriendo al más célebre invento de Alfred Nobel. Lo cierto es que,
como si hiciera falta algún tipo de aclaración más, tras el encuentro (del que
circula para la posteridad una foto en la que Augusto y Jorge Luis se dan la
mano), Borges no dudó en ensalzar al dictador ante diarios chilenos como La
Tercera, y lo hizo en términos más afectuosos que los usados para referirse a
Videla: “El es una excelente persona, por su cordialidad, su bondad... Estoy
muy satisfecho”.
El cóctel de los dos encuentros
resultó explosivo para la Academia Sueca. Y a pesar de que todavía faltan
muchos años para poder leer el expediente Borges –sin lugar a dudas de los más
esperados en la historia del premio– lo cierto es que no queda demasiado por
dilucidar. Siete años antes de la muerte del escritor, el 20 de diciembre de
1979, el propio Lundkvist reveló al diario sueco Svenska Dagbladet algunas
apreciaciones acerca de su “querido poeta Borges”, a quien “se le ha dado una
relevancia exagerada, más allá de que sus impulsivos actos en dirección
fascista lo vuelven inapropiado para el premio por razones éticas y humanas”.
De la misma forma que, en
general, se ignora aquella primera candidatura de 1967, muy pocos tienen en
cuenta el único motivo que eclipsó seriamente la elección de Gabriel García
Márquez en 1982. Suele pensarse que el de Gabo es uno de esos premios
indiscutibles teniendo en cuenta el prestigio y masividad del escritor,
indispensable figura del boom latinoamericano con la que, finalmente, la
Academia empezaba a redimir su estrechez de horizontes literarios. Sin embargo,
muchos integrantes del Comité Nobel protestaron con vehemencia por considerar
que el escritor colombiano (que había escrito ya más de la mitad de su obra y
la novela por la que, en verdad, gana el premio, Cien años de soledad) era
todavía demasiado joven para recibirlo, por lo que dejaba sin posibilidades a
otros valiosos representantes de lengua española que podían morir sin el
galardón.
El nombre que, por supuesto, se
reprodujo en las muchas cartas enviadas entre los distintos miembros fue, otra
vez más, el de Jorge Luis Borges, “el verdadero líder, el artista seminal, el
gran pensador y teórico sin el que ni García Márquez ni Cortázar tienen mucho
sentido".
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