Propiedad intelectual: ¿Las ideas
tienen dueño?
elconfidencial.com
¿Las ideas tienen dueño? ¿Son
realmente de alguien? Tal vez las malas sí. Pero, ¿y las buenas? Entre las
grandes convenciones jurídicas de nuestra sociedad destaca la de la propiedad
intelectual. Sin embargo, los productos de la inteligencia humana, que de
momento podemos llamar “ideas” para no marear la perdiz, por su propia
naturaleza encajan muy mal con la propiedad privada. Al menos esto se desprende
de 2500 años de reflexión filosófica sobre el tema. Y si solamente fueran estos
2500 años la cosa no sería tan grave. Pero es que además de Wittgenstein,
Husserl, Hegel, Kant, Descartes o Platón está también, ahora, internet; y esta
coincidencia de la fuerza de la tradición con la fuerza de la novedad es algo
ya mucho más serio.
En efecto, tanto la nueva gestión
del conocimiento y de la creación que impone la web como la teoría del
conocimiento tradicional coinciden en que esa inteligencia que cada uno
pensamos tener “en nuestra cabeza” es más bien una franquicia y no una
propiedad exclusiva. Por no ser de nadie, ni siquiera es propiedad de la
especie humana. Una máquina inteligente, un extraterrestre inteligente o un
animal no humano inteligente, si llegaran a existir, serían inteligentes con la
misma inteligencia que nosotros, por distintos que fueran sus estilos
cognitivos.
Si por inteligencia entendemos
aquello que nos permite encontrar la solución correcta a problemas definidos o
definir nuevos problemas socialmente pertinentes, entonces la inteligencia no
es una cualidad de los individuos particulares sino una dimensión objetiva de
nuestras relaciones humanas. Relaciones de las personas entre sí y relaciones
entre las personas y las cosas. Vale decir que lo que hace que una idea sea una
buena idea no es una cualidad de su inventor o su descubridor, sino una
cualidad del mundo, la cualidad que lo hace inteligible y mejorable por nuestra
actividad mental.
La necesidad de reconocer el
problema
Viene esto a cuento por dos
aspectos de nuestras vidas que me parecen cruciales y, sin embargo, muy
desatendidos. El primero es que, probablemente, una de las inercias mentales
más peligrosas e irracionales de nuestra cultura es un desaforado culto al talento
individual que distorsiona lo que la inteligencia y el talento humanos
realmente son y que, de paso, está arruinando la infancia de millones de niños
inmersos en una desaforada y cómica carrera paterna por obtener para su hijo el
título oficial de genio. El segundo es la imparable corrosión de nuestra
argumentación tradicional sobre la propiedad intelectual por parte de las
nuevas tecnologías. Soluciones a estos dos problemas, tan ligados que podrían
ser el mismo, no parece haberlas de momento. En realidad ni siquiera hay
consenso sobre la clase de problema que tenemos entre manos, pero reconocer que
hay un problema donde hay un problema puede ser ya, en ocasiones, un logro
importante del espíritu.
La cuestión es si el teorema de
Pitágoras pertenece a Pitágoras más que al profesor que lo enseña o al
estudiante que lo ha comprendido justamente ayer, acaso con la inestimable
cooperación de algún progenitor recién llegado a casa. Y la respuesta más
consensuada que la filosofía arroja en este punto es clara: no. El teorema no
pertenece a Pitágoras más que al estudiante. Sí pertenece, sin embargo, al
progenitor de nuestro ejemplo el mérito moral de sentarse con su hijo frente a
un libro a las nueve de la noche, pero este mérito no se puede transferir del
padre al hijo como se transfiere la comprensión del teorema de Pitágoras. Y es
que el trabajo o la virtud de las personas son realidades intrínsecamente
privadas pero la inteligencia no. A diferencia de la virtud o el trabajo, la
inteligencia y sus productos se pueden traspasar y, además, no tienen dueño; en
realidad sólo son buenos cuando son de todos.
Una teoría general y nueva de la
inteligencia es, pues, algo que nos está haciendo mucha falta. Pero, mientras
la esperamos, y mirado con serenidad y distancia, no dejamos de encontrar algo
curioso en una civilización que asume que tener un hijo o ver antes que nadie
cómo sube una tarta en un horno no nos convierte en propietarios exclusivos del
niño o de la tarta y, en cambio, tener una idea o verla antes que los demás sí
nos convierte en propietarios exclusivos de esa idea.
La piratería y el nuevo contexto
tecnológico
Platón, en su diálogo Menón, hace
que un esclavo analfabeto deduzca el procedimiento geométrico para duplicar el
área de un cuadrado. Con ello no está haciendo sólo epistemología, está
haciendo también economía y regalándole a ese esclavo una participación
legítima en la propiedad de ese saber que estaba ya dentro de él.
Vincular al talento personal o a
la inteligencia de alguien la defensa de su propiedad intelectual es un grave
error argumental. Lo único que puede fundamentar con rigor la privacidad de lo
que los seres humanos hacemos es la cualidad moral -es decir, el bien- o el
trabajo, que es una forma concreta de bien. Sólo la libertad y la materia
pueden ser individuales, la verdad o la belleza no se dejan poseer por nadie,
tienden por sí mismas a la copia ilegal; ser pirateables y pirateadas forma
parte de su propia definición.
En una de sus últimas visitas a
España, Richard Stallman -paladín del software libre- recordaba ante un público
entusiasta de jóvenes informáticos que los piratas son gente que roba cosas a
otros para quedárselas y que, por tanto, llamar pirata a gente que comparte
desinteresadamente cosas legítimamente suyas es el colmo de la manipulación
mediática. Habría mucho que precisar sobre este contundente razonamiento, pero
parece claro que nuestra lógica tradicional de lo propio y lo común no termina
de encajar en el nuevo contexto tecnológico. Y para muestra véase el berenjenal
que tiene montada la justicia americana con empresas que revenden MP3 o padres
que dejan en herencia contenidos virtuales a sus hijos. No es de extrañar que
el Departamento de Comercio de los Estados Unidos haya tenido que sacar este
verano una encíclica sobre el tema.
La propia distinción entre el
dominio de lo privado y el de lo público resulta hoy inadecuada para dar cuenta
de nuestra interacción social. Nuestra realidad virtual en la web, esa forma de
identidad personal a la que nuestros hijos dedican horas y horas semanales, es
realmente un nuevo tercer dominio de la persona distinto del privado y del
público. Fenómenos muy similares pueden detectarse en el terreno de las nuevas
biotecnologías: ¿es mío mi ADN? Y en este movedizo contexto conceptual viene la
teoría del conocimiento a recordarnos que el concepto de lo propio y lo común
no rige en los objetos mentales como en los objetos físicos.
¿Aún son necesarios los genios?
La idiosincrasia y la convención
legal que nos llevan a convertir a una persona en causa necesaria y universal
de cualquier buena idea es una ficción cultural que puede haber sido útil algún
tiempo pero que ni la historia ni la realidad toleran bien. Hay algo
profundamente irracional en nuestra tendencia a pensar que si Pasteur se
hubiese ahogado de niño hoy no habría vacunas, o que si Newton hubiera sido
cocinero hoy no podríamos calcular la trayectoria de un satélite espacial.
Desde el punto de vista de la
utilidad social suele recordarse que investigar, crear o inventar es arriesgado
y costoso. Las personas y corporaciones que se deciden a ello pueden malgastar
sus vidas y sus bienes sin recompensa alguna. La compensación económica y la
notoriedad o la fama -la figura del genio creador desempeña en nuestra cultura
la misma función de ejemplaridad pública y redención personal que el héroe
desempeñaba en la Antigüedad o el santo en la Edad Media- incentivan la
asunción de esos riesgos que, en definitiva, nos beneficia a todos. Esto es
cierto. Sin embargo, asistimos también a una revolución sin precedentes en este
terreno.
En primer lugar, durante el siglo
XX hemos descubierto que hay muchas creaciones factibles que algunos humanos
preferiríamos que nadie llevara a cabo, con lo que la protección social del no
producir empieza a ser tan importante como la protección social del producir.
En segundo lugar, crear e investigar no es una carga, es una vocación natural
del ser humano y la colectivización imparable de esta actividad va consolidando
un contexto nuevo en lo que se refiere a la gestión social de nuestra
inteligencia. Las licencias del tipo creative commons incrementan
significativamente la capacidad de construcción de conocimiento socialmente
valioso y la Wikipedia demuestra que el altruismo puede asumir en la ciencia y
el arte una función impredecible por la mayor parte de nuestros modelos
económicos.
Es posible, pues, que dentro de
poco ya no necesitemos genios y es posible, también, que liberarnos de la
figura del genio creador y de su mística social tenga en el siglo XXI efectos
tan saludables en el terreno de la creación intelectual como librarse de la
figura del aristócrata lo tuvo en el terreno de la democracia.
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