Mandatarias latinoamericanas
revelan sus diferencias en la elección de su vestimenta
El Cronista - jueves, 27 de
marzo de 2014
Por la obsesiva atención que
recibe la vestimenta de Michelle Obama o Samantha Cameron, me sorprendió que
cuando Michelle Bachelet juró como presidenta de Chile este mes nadie mencionó
cómo estaba vestida: un saco largo y pollera azul marino con una banda
presidencial roja, blanca y azul.
Aún más notable, en una foto
tomada ese mismo día, Bachelet quedó ubicada entre la primera mandataria de
Brasil Dilma Rousseff, que vestía una falda recta negra y un saco sin cuello a
cuadros blanco y negro con un aplique de encaje negro, y la presidenta
argentina Cristina Fernández de Kirchner, en un vestido blanco de encaje bajo
un abrigo blanco y zapatos del mismo color. Y nadie dijo nada de ellas tampoco.
Durante su última carrera
presidencial y conciente de todo lo que se hablaba sobre las prendas que
vestía, Hillary Clinton afirmó que si ella fuera hombre, a nadie le importaría
su ropa.
Me parece que hay dos posibles
razones por las que no se puso atención a cómo estaban vestidas: o estas
mandatarias son la excepción que confirma la regla a la que aludió Clinton; o
son una clara señal de que es tiempo de que rija una regla nueva.
Fernández era famosa, en un
primer momento, por sus vestidos floreados y su estilo híper femenino. Después
pasó a vestir sólo de negro –pero todos los días un conjunto diferente– tras la
muerte de su esposo y ex presidente argentino Néstor Kirchner en 2010. Luego,
en enero, tras una operación por un coágulo de sangre en su cerebro, empezó a
mostrarse en público principalmente de blanco, todo lo cual habla de un
evidente simbolismo (luto, renacimiento, pureza) que me resulta difícil
imaginar que los expertos en semiótica estén dejando pasar.
Sin embargo, si bien se la
critica menos por la cantidad de dinero que deben haber costado sus tantos
conjuntos y carteras Birkin, no provocaron el nivel de resentimiento que
elecciones similares hubiesen creado en otros lugares. Por supuesto, como
señala un amigo de Sudamérica, eso podría responder a que hay otras cosas que
hace Fernández y que ofenden más. Pero aún así ¿es una coincidencia que Laura
Chinchilla, presidenta de Costa Rica, haya sido incluida en la lista de Vanity
Fair de políticas mejor vestidas de 2013, mientras que en su país su forma de
vestir pase prácticamente inadvertida? Lo dudo.
¿Es un tema cultural? ¿Es un
ejemplo de elitismo geopolítico, que todos los países obsesionados por la moda
simplemente no prestan mucha atención a líderes del Sur? ¿O es una señal de que
tras décadas de desigualdad en cuanta cómo hablamos y juzgamos a mujeres y
hombres políticos, el campo de juego empieza a nivelarse?
En cierta medida, la respuesta es
todo lo anterior; un amigo que es especialista en América latina señala dos
corrientes de esteriotipos cuando se habla de mujeres latinoamericanas y su
forma de vestir. Una es que se arreglan bien y se muestran de cierta manera. La
otra se basa en la idea revolucionaria guevarista/castrista de que la ropa es
utilitaria.
Pero también hay un factor en
juego que es más estratégico y universal. Mientras Fernández usa su vestuario
como un medio de comunicación pública, Bachelet y Rousseff parecen haber
elegido un estilo parecido al de Angela Merkel: adoptar un uniforme.
Vestirse de esta manera tiene
otra ventaja estratégica: una vez que la gente se da cuenta del uniforme, no
hay mucho más para decir.
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