Buenaventura, la nueva capital
del horror en Colombia
LaNacion - lunes, 24 de
marzo de 2014
"Es como si toda la maldad
de Colombia se hubiera concentrado en Buenaventura".
Monseñor Hernán Epalza habla con
voz suave, pero lo que tiene para contar hiela la sangre.
Después de todo, Buenaventura se
ha convertido en la nueva capital colombiana del horror y él es el obispo de
este puerto del Pacífico colombiano.
Esta es la ciudad de "las
casas de pique", donde bandas criminales de origen paramilitar, dedicadas
a la extorsión y el narcotráfico, descuartizan vivas a muchas de sus víctimas
antes de arrojar los pedazos al agua.
La ciudad donde el silencio de la
noche lo rompen los gritos de auxilio de aquellos que están siendo
desmembrados.
La ciudad de los desaparecidos:
al menos 150 entre enero de 2010 y diciembre del año pasado, según cifras
oficiales. Más del doble que cualquier otro municipio colombiano.
Y, como apunta un reciente
informe de Human Rigths Watch que da cuenta de estas atrocidades, lo más seguro
es que la cifra real sea mucho mayor, pues el miedo hace que muchas
desapariciones y otros crímenes no sean denunciados.
"La situación en
Buenaventura es una de la más alarmantes que hemos observado en muchos años de
trabajo en Colombia y en la región", dice su director ejecutivo para
América Latina, José Miguel Vivanco.
Y conversando con monseñor Epalza
uno entiende por qué.
"Nada más hace dos días
picaron a una pareja de personas, hombre y mujer", le cuenta a BBC Mundo.
"Es lo peor: desmembrar a
las personas. Y eso no es imaginación, eso es una vergüenza. Esa es la barbarie
de hasta donde ha llegado la violencia en Buenaventura", afirma,
indignado.
Cuando conversamos todavía faltan
algunos días para que el gobierno anuncie la completa militarización de
Buenaventura y lleguen los primeros 700 efectivos militares adicionales de los
2.400 llamados a devolver algo de tranquilidad a la ciudad puerto.
Pero el obispo anticipa la medida
y me dice que no cree que ese tipo de decisiones baste para resolver el
problema.
"Por un lado está la
violencia de los grupos, pero también está la violencia
institucionalizada", explica refiriéndose al olvido estatal evidente en
los elevados niveles de pobreza de la ciudad, que en su opinión ayudan a
perpetuar el problema.
"La militarización no es la
solución. Buenaventura lo que necesita es inversión social", afirma.
"Cordial saludo de la
organización La Empresa".
Así empieza el más reciente
panfleto de la más antigua de las bandas criminales que operan en Buenaventura,
fechado el 12 de febrero y regado en las calles de Buenaventura, metido bajo la
puerta de las casas.
Según el comandante de policía
local, coronel José Correa, La Empresa controlaba las rutas para el tráfico de
drogas y la extorsión en Buenaventura hasta la llegada de una organización
rival, Los Urabeños, hace poco menos de dos años.
El oficial explicó a BBC Mundo la
reciente ola de violencia y los brutales actos de crueldad como un resultado
del enfrentamiento entre ambos grupos, agravado por la muerte o captura de
muchos de sus principales integrantes.
Y el panfleto no tiene empacho en
confirmarlo, en un surreal lenguaje burocrático.
"Por medio de la presente
nos dirigimos a la población bonaverense para informarles lo siguiente: los
hechos de terror y violencia que se han venido presentando en la ciudad no sólo
son de parte de La Empresa, sino también de parte de la organización Los
Urabeños", se lee en el comunicado.
"(Si) hay tantos homicidios
y desapariciones es porque nos estamos defendiendo", agrega la banda, para
luego despedirse con un "Atentamente".
Eso parece confirmar la hipótesis
del coronel Correa, quien sostiene que muchas muertes y descuartizamientos no
son sino pasadas de cuenta o movidas de aquellos que quieren hacerse con los
liderazgos vacantes, aderezados con un poco de superstición local.
Aunque el miedo generado por la
violencia salvaje también es una efectiva forma de control social.
Y los descuartizamientos hacen
evidente el parentesco de las bandas criminales con los viejos grupos
paramilitares, que durante años despojaron a miles de campesinos de sus tierras
armados de motosierras.
Monseñor Epalza cree que los
vínculos con el narcoparamilitarismo no bastan para explicar lo que está
pasando en Buenaventura.
Está convencido de que la
explicación de tanta violencia tiene que ver tanto con el futuro, como con el
pasado.
"Buenaventura es el corredor
estratégico para la salida de la droga. Eso es una verdad de puño como se
dice", reconoce el prelado.
"Pero no es solo la droga.
Hay muchos otros intereses", le dice a BBC Mundo.
Al sacerdote no se le escapa que
Buenaventura ya es el puerto que mueve mayor volumen de carga en Colombia y
está llamado a ganar cada vez más importancia en la medida que el país busca
nuevos mercados en Asia y consolidar la llamada "Alianza del Pacífico"
con México, Perú y Chile.
Y la violencia, hace notar, ha
terminado arrinconando a los más pobres "obligándolos a vender lo poquito
que tienen a un precio irrisorio".
"Los megaproyectos también
han azuzado la violencia", denuncia monseñor Epalza.
Y tal vez por eso es que el caso
de Buenaventura se ha convertido en emblemático: porque aquí, más que en
ninguna otra parte, la promesa de una "nueva Colombia" choca con
prácticas y horrores que parecían cosa del pasado.
Es por eso, dicen sus habitantes,
que cuando a Colombia le tocó organizar la VIII Cumbre de la Alianza del
Pacífico, hace unos meses, lo hizo en la ciudad caribeña de Cartagena y no en
la que muchos consideran su capital natural.
"Ahora usted no puede
salirse de un barrio a otro barrio", me explica la mujer cuando le
pregunto cómo es vivir en los barrios de Buenaventura controlados por las
bandas criminales.
"Si yo me voy de aquí, allá
donde está la pesquera los de allá no aceptan que yo me vaya, me hacen algo.
Por maldad. Porque creen que los voy a denunciar, o creen que los voy a aventar
(delatar) por otras cosas. Entonces por eso me dan duro, o me desaparecen, o me
matan", cuenta esta mujer, negra, que se gana la vida "con lo que
salga".
Estamos en San José, mejor
conocido como Sanyú, el barrio más antiguo de la ciudad, construido sobre
terrenos ganados al mar hace ya 473 años.
Es un barrio eminentemente
afrocolombiano de viviendas palafíticas, es decir, de casas de madera
construidas sobre pilares.
Y aunque está ubicado a corta
distancia de un puerto que genera cerca de US$2.000 millones al año en
impuestos de aduana, no tiene agua potable ni alcantarillado.
Conversamos cerca del mar, una
vez que estamos seguros que no nos está escuchando ningún extraño.
"Es que hasta los peladitos
de diez años, de ochos años se meten a eso. Uno está creyendo que no son malos
y son malos", cuenta.
"Con nadie se puede hablar
de las cosas malas, porque uno ya no sabe con quien está hablando, está
hablando con el mismo enemigo. Ese va y le dice a otro y ese se encarga de
venir a hacerla algo a uno".
Las potenciales consecuencias
son, de hecho, razón suficiente para proteger su anonimato.
"A la gente la desaparecen,
la cogen (agarran), la llevan en carro, la pican, la echan en costales, y la
van a botar al fondo del mar", explica.
"En veces se topan el brazo,
en veces se topan el cuerpo, en veces la cabeza", dice de los vecinos de
Sanyú y otros barrios de bajamar que se dedican a la pesca y, cuando baja la
marea, a buscar el molusco que en esta zona de Colombia llaman piangua.
Los barrios de bajamar son los
escenarios habituales de los horrores de Buenaventura.
Tal vez es porque, como explica
monseñor Epalza, la falta de oportunidades hace de estos barrios pobres y
abandonados por el Estado terreno fértil para el reclutamiento de las bandas
criminales.
O porque, como explicó a BBC
Mundo el coronel Correa, su cercanía al mar los convierte en sitios
estratégicos para sacar la droga o ingresar armas.
Todos tienen además otro elemento
en común: se alzan en terrenos que adquirirán un gran valor si la ciudad crece
hacia el mar, como esperan las autoridades.
Y cualquiera que sea la causa de
la violencia, lo que señala monseñor Epalza es evidente: está obligando a la
gente a abandonar sus casas.
"Todos esos palos que usté
ve p'allá abajo, son gente que había y que ya se fueron. Se han ido p'arriba,
pa la carretera", me dice la mujer de Sanyú mientras conversamos junto al
agua.
"Porque no quieren vivir
acá, por la violencia", explica.
Y la verdad es que las cifras del
desplazamiento forzado son alarmantes: durante los últimos tres años
Buenaventura ha sido el municipio de Colombia con más desplazados. Fueron
19.000 sólo el año pasado.
A la mayoría de la casas de
Ciudadela San Antonio les falta color.
Pero no es eso lo que le preocupa
a la mujer que me recibe en esta nueva urbanización, ubicada en la vía al
aeropuerto, en la parte continental de Buenaventura, a kilómetros del puerto.
El proyecto habitacional fue
financiado con dinero incautado a un narcotraficante apodado
"Chupeta" y las viviendas buscan beneficiar a los habitantes de
Buenaventura que residen en zonas de alto riesgo.
Originalmente eso quería decir en
riesgo por inundaciones, deslaves o un tsunami.
Pero lo que ha terminado de
empujar a muchos de los habitantes de los barrios de bajamar hasta aquí es la
violencia.
"Primero se vinieron mis
hijos, porque por allá se formó el pin, pin, pin", me dice la mujer.
"Luego me vine yo, hace tres
meses. Porque eso allá está hecho una pólvora", cuenta a BBC Mundo.
Pero si pudiera, afirma, se
regresaría a su barrio. A su casa de madera a la orilla del mar; vieja, sí,
pero mucho más espaciosa que la vivienda de dos habitaciones que le dio el
gobierno.
Afirma que la mayor parte de la
gente que se mudó a San Antonio son pescadores que ahora están lejos del mar,
de sus tradiciones y sus fuentes de sustento.
"Todo es malo acá, no tengo
empleo", se queja.
Allá en la isla, como se conoce a
la zona del puerto, ella trabajaba lavando ajeno y ganaba unos 100.000 pesos al
mes, unos US$50.
Pero a 1.200 pesos el viaje en
carpati -como llaman aquí a los viejos jeep Willys que sirven de taxis
colectivos- un mes de transporte hasta el centro le consumiría el 72% de sus
ingresos.
Y tan lejos del agua, la pesca, y
las pianguas, ya no pueden garantizar el alimento.
La urbanización, sin embargo, es
nueva: las primeras 568 casas apenas fueron entregadas en febrero pasado y
muchas de las instalaciones de la ciudadela aún están pendientes.
Y cuando le pregunto si cree que,
en otras circunstancias, podría ser feliz aquí, la mujer responde que sí, si es
que pudiera garantizarse un ingreso.
El desplazamiento de los barrios
de bajamar, sin embargo, terminaría por acabar con toda una forma de vida, con
la cultura vinculada a las casas de palafitos que, para algunos, sólo afean el
puerto.
Me voy de ciudadela San Antonio
pensando que eso también está en juego en la cruenta guerra que vive
Buenaventura.
No son sólo los más pobres de
Buenaventura los que sufren por la presencia de La Empresa y Los Urabeños.
"Los comerciantes son
víctimas de extorsión. Tienen niveles de extorsión superiores al 40 o 60% de la
inversión en sus negocios", explica Ana Milena Alzate, directora de
estudios económicos de la Cámara de Comercio de Buenaventura.
El aire acondicionado de las
instalaciones, el mobiliario moderno y las reproducciones de cuadros de Botero
me hacen sentir en un planeta diferente a Sanyú, a pesar de que estamos a unos
pocos centenares de metros.
Pero Alzate afirma que todos
están en el mismo barco cuando se trata de violencia.
"La mayor parte de lo
comerciantes de Buenaventura, de nuestros afiliados, son pequeños
comerciantes", le dice a BBC Mundo.
"Y ya hay lugares en los que
los clientes no les llegan. La queja es que a veces sobre un sector determinado
ya hay un inri de que es peligroso y el mismo cliente ya no va hacia
allá", cuenta.
Mientras en la propia terminal
portuaria, ese oasis de seguridad en medio de la violencia, el gerente de la
Sociedad Portuaria Regional de Buenaventura, Domingo Chinea, reconoce que en el
largo plazo la misma viabilidad del puerto no puede separarse de la de la
ciudad que lo alberga.
"Lamentablemente en los
últimos años el desarrollo portuario ha sido mucho más dinámico que el
desarrollo de la ciudad. La ciudad se ha quedado postrada", reconoce
Chinea.
"Consideramos que sin la
estabilidad económica y social de Buenaventura es casi imposible tener un
puerto exitoso", afirma.
De regreso en Bogotá, el alto
consejero presidencial para las regiones, David Luna, asegura que eso también
lo tiene claro el gobierno.
A inicios de marzo el presidente
Juan Manuel Santos visitó Buenaventura y prometió mayor presencia policial y militar
además de una mayor y más efectiva inversión social en la ciudad-puerto.
Una de las primeras medidas
ordenadas por el gobierno luego de ese viaje será la casi completa
militarización de la ciudad "por el tiempo que haga falta".
Pronto se anunciará además que
están práctiamente listos proyectos de inversión para Buenaventura y la región
del Pacífico por el orden de los US$600 millones.
Según Luna, quien tendrá a su
cargo la recién creada Gerencia Social encargada de garantizar la buena marcha
de esos proyectos, los años de trabajo detrás de los mismos son prueba de que
el gobierno no está actuando empujado por la coyuntura o los reportajes sobre
las "casas de pique" que han abundado recientemente.
Hay además otras cosas que
también están cambiando en Buenaventura: a inicios de marzo decenas de miles de
personas salieron a las calles junto al Obispo Epalza a exigir el fin de la
violencia y poco después los comerciantes también organizaron su propia
protesta.
Y, por primera vez en mucho
tiempo, la esperanza de que algo cambie parece al menos igual de fuerte que el
miedo.
Aunque para José Miguel Vivanco,
de Human Rights Watch, igual de importante que actuar en Buenaventura es
reconocer que el problema no es exclusivo del puerto.
"Cuando el gobierno
desmovilizó a los paramilitares en Buenaventura, hace una década, prometió
seguridad, respeto a los derechos humanos, el cumplimiento de la ley. Pero en
realidad los paramilitares no se desmovilizaron y nuevos grupos armados siguen
usando sus mismas tácticas brutales para aterrorizar a la población", le
dijo a BBC Mundo.
"Y Buenaventura es sólo un
ejemplo extremo de una realidad que afecta a varias regiones de Colombia, donde
poderosas organizaciones criminales que descienden de los grupos paramilitares
de extrema derecha continúan cometiendo serios abusos en contra de la
población, incluyendo asesinatos, desapariciones y desmembramientos",
recordó Vivanco.
La moraleja, afirma, es que no
basta con firmar un acuerdo de paz para garantizar el respeto a los derechos
humanos de los habitantes de las zonas de conflicto.
Y esta es, señala, una lección
fundamental de cara a las actuales conversaciones del gobierno con la guerrilla
de las FARC.
Porque muchísimos paramilitares
nunca dejaron las armas, solo cambiaron de nombre, pero conservaron negocios y
prácticas.
Y permitir que eso vuelva a pasar
sería la mejor manera de garantizar que la violencia del pasado termine
convirtiendo a los sueños del futuro en material de pesadilla, como está
pasando ahorita en Buenaventura, en el Pacífico colombiano.
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