El pianista: sobre el oficio de
escribir
Forbes - viernes, 25 de
abril de 2014
“Con estos primitivos ladrillos
he construido una vida y una carrera. Permaneciendo enamorado de estas cosas
asombrosas han surgido todas las cosas asombrosas de mi existencia”.
Existe una analogía recurrente en
el universo de la escritura: se dice con frecuencia que el escritor es una
especie de pianista solitario, alguien que da la espalda al mundo para crear
belleza, una persona que casi por regla se tiene que alejar del mundo para
hablar de él.
Una labor de economía de
recursos. Dicen los que saben que dedicarse a la escritura no es sencillo, que
además de talento y dominio de técnica, se requiere de una disciplina y
paciencia férreas para hacerle frente a todos los embates que el ejercicio serio
y constante conlleva: críticas, vivir económicamente difícil, sufrir
modificaciones de texto, desvelarse, corregir y que nunca quede… En Pregúntale
al viento (1939), el escritor norteamericano John Fante relata cómo mandaba sus
primeros textos a una revista, a cambio de algunos dólares para subsistir y
mantener una incipiente vida de escritor, llena de rechazos sentimentales y
laborales. Un día, el editor de la revista rechaza a Fante uno de sus cuentos,
argumentando que esa historia daba para algo más grande. Una novela, quizás.
Fante, preocupado, contesta la
misiva de su editor describiendo el suplicio que era sentir que no era lo
suficientemente creativo, solvente y versátil como para escribir una novela
completa, ya que para ello necesitaría nutrirse de experiencias de la vida real
(la materia prima del escritor, aunque éste se dedique a la ficción), para no
escribir siempre la misma historia. El editor reviró con una suerte de aliento
extraño pero poderoso, al autor de La cofradía de la uva (1977) diciéndole que,
en efecto (palabras más, palabras menos), la escritura es un oficio milenario
de economía de recursos: el escritor debe aprender a hacer mucho con poco.
No sólo Fante vivió el peso de la
carencia financiera y de “tela de dónde cortar” en la pasión por una profesión
que se figura ingrata y agridulce. Anaïs Nin dijo alguna vez, a propósito de
los cuentos eróticos: “Gran parte de los relatos eróticos han sido escritos con
el estómago vacío. Ahora bien, el hambre es muy buena para estimular la imaginación;
no da potencia sexual y la potencia sexual no engendra aventuras extravagantes.
Cuanta más hambre, más ganas, como les ocurre a los presos, ansiosos y
obsesionados.”
Presos, ansioso y obsesionados.
Mucha gente se casa con la idea de ver al poeta, novelista o escritor
compulsivo de historias (en cualquier género literario o periodístico que se
aprecie bajo el halo de la creatividad), como una persona muy clara de ideas,
con una excelente agudeza para la observación y una memoria notable. La realidad
es que los escritores en muchas ocasiones, suelen ser personas abigarradas,
dispersas y, sí, obsesivas. Freud incluso sostiene que todo creador de arte es
un enfermo en potencia, un neurótico que canaliza su padecimiento.
Tiempo y disciplina, tiempo y disciplina.
¿Cuánto tarda uno en ser un escritor de valía? Hay gente que lo tiene desde muy
temprana edad (Rimbaud), y también escritores que desarrollan un estilo sólido
ya entrados los años (Miguel de Unamuno). Xavier Velasco, escritor polémico y
muchas veces vilipendiado, afirma que la escritura más que un arte es un
oficio, el cual se perfecciona con el ejercicio continuo, de tal manera que
(palabras más o menos, también) “si escribes diario por treinta años
consecutivos, tarde o temprano te saldrá algo que valga la pena”. Claro,
algunos lo desarrollan antes porque tienen una sensibilidad o talento más
despierto. Imprecisa es la suerte del escritor.
Todo esto viene a colación y a
manera de homenaje para todos ellos que tienen el deseo irrefrenable de soltar
la pluma o la tecla, y que continúan escribiendo pese a cualquier desaire. José
Agustín dijo alguna vez en una entrevista para la televisión, que el secreto de
escribir estaba en no dejarlo de hacer: en la servilleta del bar, en una hoja
de libro, en la mano, etcétera.
Gran mayoría de mis colegas de
profesión, periodistas, poetas, artistas y cazadores de historias, entraron al
mundo de la escritura porque nos resulta inspirador ese mundo lleno de puntos,
acentos y comas; párrafos que roban desvelos y líneas difíciles de condensar.
Todo el tiempo se escribe el “gran texto” y nunca se termina de escribir la
idea final. Nos gusta Carver, Borges y Faulkner, la nueva ola japonesa, los
latinoamericanos, los beats, los existencialistas; el realismo sucio, mágico,
bucólico, alcohólico y abstemio. Escribimos porque queremos, lo necesitamos y
de ello vivimos.
Al propósito de los días que
conmemoran al libro, cifras pobres en cuanto a nivel de lectura se refiere, y
tecnologías que presumen atentar contra la tradición decimonónica de la
escritura, sólo resta levantar un guiño para con los miembros de la cofradía
del oficio.
Dice Vargas Llosa, y pese a que
no soy lector asiduo de su obra ni de lejos, creo que dice bien: “Lo seguro es
que la literatura no resuelve problemas
-más bien los crea- y que en vez de felices hace a las gentes más aptas
para la infelicidad. Así y todo, ella es mi manera de vivir y no la cambio por
otra.”
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