España 1914: la guerra de las
palabras
Deutsche Welle - abril de
2014
El gobierno promulgó su
neutralidad nada más declararse la Guerra Mundial. El conflicto dividió a los
españoles en ‘aliadófilos’ y ‘germanófilos’. Los periódicos, como hoy internet,
fueron un inesperado campo de batalla.
“Declarada, por desgracia, la
guerra [...] el Gobierno de Su Majestad se cree en el deber de ordenar la más
estricta neutralidad a los súbditos españoles”. Con estas palabras, La Gaceta
de Madrid, por entonces boletín oficial del Estado, proclamaba la neutralidad
española en la Primera Guerra Mundial el 7 de agosto de 1914, solo diez días
después de declararse. Sin embargo, el país no quería ser neutral. De hecho,
iba a ser testigo de una lucha entre los partidarios de uno y otro bando que
tendría como campo de batalla las páginas de los periódicos.
“Podrá La Gaceta proclamar la
neutralidad en esta lucha –decía en su primer editorial la revista Iberia –pero
no puede permanecer en silencio lo que está por encima de La Gaceta: la
inteligencia; el Estado será neutral, nosotros no. En este momento único,
supremo, de la vida se podrá permanecer en silencio en el Tíbet, pero no en
Cataluña”. Fundada en Barcelona al fragor de la contienda, es la misma revista
en la que el escritor Ramón Pérez de Ayala publicaría su ‘Manifiesto de
Adhesión a las Naciones Aliadas', firmado por intelectuales de la talla de José
Ortega y Gasset, Fernando de los Ríos, Valle Inclán, Gregorio Marañón o el
músico Manuel de Falla.
Germanófilos y aliadófilos
Frente a Iberia, surgieron otras,
como la revisata Germania, que defendían la entrada en la guerra en apoyo del
bando alemán. Los grandes periódicos se alinearon a uno u otro lado o, como El
Imparcial, haciendo honor a su nombre, desplegaron una amplia cobertura del
conflicto dando cabida en sus páginas tanto a los llamados ‘germanófilos' como
a los ‘aliadófilos'. “Más bien, habría que decir ‘francófilos' –nos aclara el
catedrático de literatura Jorge Urrutia–, porque Francia significa para la
España de la época la cultura, una cultura liberal, abierta, sin censura... Y
los imperios centrales representaban el orden”.
Por lo tanto, los defensores del
orden se ponen de un lado, el alemán, y los del liberalismo, del otro.
¿Neutrales? Los hubo, como Eugenio d'Ors, para quien la Primera Guerra Mundial
fue una guerra civil entre europeos. Pero fueron una inmensa minoría, y siempre
se les acusó de estar sirviendo encubiertamente a los intereses de Alemania.
Neutralidad forzosa
Según defendió el que
posteriormente sería Presidente de la República durante la Guerra Civil
Española, Manuel Azaña, la neutralidad oficial española fue una “neutralidad
forzosa, impuesta por nuestra indefensión, nuestra carencia absoluta de medios
militares capaces de medirse con los ejércitos europeos”. Lo hizo en un
discurso pronunciado el 25 de mayo de 1917 en el Ateneo de Madrid y, a pesar
del título (‘Los motivos de la germanofilia'), siempre fue un convencido
defensor de los Aliados.
Como nos confirma Felipe Debasa,
profesor de relaciones internacionales especializado en historia militar: “El
ejército estaba anticuado y con muy poco armamento, la armada apenas tenía
efectivos y naves, y el cuadro de oficiales se encontraba ampliamente
sobredimensionado. No obstante la mayoría de la oficialidad se identificaba con
Alemania, al igual que los efectivos más jóvenes, a los que deslumbraba la
marcialidad prusiana”. En la época se decía de Prusia que no era un Estado con
ejército, sino un ejército con Estado.
A pesar de la neutralidad, el
comercio en España creció merced a la guerra. Hubo por vez primera balanzas de
pago positivas y se reunieron importantes reservas de oro. La bonanza
económica, sin embargo, terminó con la guerra. Y no llegó a notarse entre la
población, que vivió grandes alzas de precios. Las industrias textiles y
siderúrgicas de Cataluña y del País Vasco, por ejemplo, sí vivieron un fuerte
impulso. Y, como nos aclara el profesor Debasa, “también la industria de
armamento, principalmente el ligero, con la fabricación de pistolas y fusiles
que fueron a parar especialmente al bando aliado”. España se convirtió en un
nido de espías, en parte para neutralizar ese comercio.
Intelectuales en armas
Todos los grandes autores
españoles participaron en la guerra de propaganda. Algunos, por mera
casualidad. Por ejemplo, Agustí Calvet Pascual «Gaziel», uno de los periodistas
españoles más destacados de todo el siglo veinte. El inicio de la guerra lo
sorprendió completando sus estudios en París. El inmediato éxito editorial de
sus diarios, publicados tras su vuelta a Barcelona en el periódico La
Vanguardia (que todavía existe y del que se acabaría convirtiendo en director),
le hizo abandonar un prometedor futuro como filósofo para dedicarse a una no menos
prometedora carrera periodística.
Una de las cosas que más
impresionó a Gaziel en sus días de París al inicio de la guerra fue que
intelectuales como Edmond Rostand (autor de la novela ‘Cyrano de Bergerac'),
Maurice Bàrres y Pierre Loti se implicaran en la lucha o, directamente,
corrieran a alistarse. En el bando alemán, aunque él no podía saberlo, también.
Y no solo, como los del famoso Manifiesto de los 93 (impulsado por todo un mito
para la izquierda europea como Gerhart Hauptmann), firmando adhesiones. También
empuñando las armas. Por ejemplo Ludwig Wittgenstein, el filósofo más
determinante del siglo veinte. O su hermano Paul, pianista, héroe condecorado
que perdió un brazo en el frente. A pesar de eso siguió tocando tras la guerra,
con una sola mano, como concertista profesional de éxito.
Mujeres en el frente
También quiso la casualidad que
Carmen de Burgos, la que fuera la primera mujer en España en publicar de forma
esporádica crónicas de guerra, la de Marruecos, bajo el seudónimo Colombine,
estuviera de viaje por el norte de Alemania cuando estalló la contienda. Así,
pudo también enviar algunos artículos al hoy desaparecido Diario Universal. O
que la ya entonces relativamente conocida autora Sofía Casanova, casada con un
diplomático polaco, estuviera en Varsovia y se convirtiera en la primera
corresponsal de guerra española al ser contratada por el diario ABC (que
todavía es el principal periódico monárquico del país).
Sin embargo, en la mayoría de los
casos no fue por casualidad: los periódicos españoles, de uno y otro bando,
reclutaron a los mejores escritores de la época para que cubrieran la Gran
Guerra. Todos se adscribieron a uno u otro bando y los defendieron o atacaron
desde sus escritos. “Pero no nos olvidemos: van a escribir sobre la guerra,
entre otras cosas, porque los servicios de propaganda de uno y otro lado del
frente, los invitan”, recalca Urrutia. Quien nos recuerda que “la Primera
Guerra Mundial fue una guerra antigua hecha con armamento moderno”… también en
el plano propagandístico.
La historia en el espejo
Como dijo muy gráficamente
Marshall McLuhan, miramos el pasado a través del espejo retrovisor. Hoy parece
que los principales intelectuales españoles apoyaron la causa aliada, pero esa
percepción no refleja la realidad. El Nobel de Literatura de 1922, Jacinto
Benavente, fue profundamente germanófilo, lo que se puede ver en su manifiesto
‘Amistad Hispano-Germana' publicado en el periódico La Tribuna. Vázquez de
Mella y Pío Baroja, que rehusó la invitación alemana a visitar el frente por
sus compromisos literarios, son otros ejemplos.
O el casi olvidado Ricardo León,
autor del libro “Europa trágica” y ya entonces un ilustre académico, que cubrió
desde el frente alemán la guerra para el diario El Imparcial. “Pero a Ricardo
León se lo olvida no por ser germanófilo –protesta Urrutia–, sino porque es un
postsimbolista que plantea el retorno del Imperio Español, reivindicando la
dinastía de los Austrias (la Casa de Habsburgo, emperadores de España y de
Alemania durante los siglos XVI y XVII] frente a los Borbones [la dinastía
actual, de origen francés)… y lo hace incluso desde un punto de vista
estilístico; los lectores le rechazan no por sus opiniones políticas, sino
porque es una antigualla”.
Ricardo León, a la sombra de las
águilas
Parece que en él estaba pensando
Azaña cuando hablaba, en el ya citado discurso, “de esos despiadados
germanizantes que pretenden no solo explicar, sino justificar el hecho de la
guerra en nombre de no sé qué pretendidas leyes del proceso histórico”. No es
de extrañar el calificativo de “despiadados”, teniendo en cuenta que León había
escrito, cosas como esta: “Quizás una sangría era remedio necesario a tan
terrible congestión, tal vez para que el mundo no se asfixie en un ambiente de
industrialismo y de prosa viene la bárbara poesía de la guerra a confundir
estas ambiciosas torres de Babel, a imponer a los hombres un sentido más claro
y recto de la vida, una cultura más humana, más generosa y espiritual”
(artículo ‘A la sombra de las águilas', El Imparcial, 18 de agosto de 1916).
Sin embargo, Ricardo León, que
cubría la guerra desde Berlín, fue al frente en busca de esos héroes “cuyas
hazañas están pidiendo un Homero que las cante” y volvió de las trincheras
cambiado. No encontró épica, sino, según publicó menos de un mes después, “un
indefinible estupor, una cansada tristeza, bien diferentes del ardor épico y
sublime que de tan fiero espectáculo se aguarda”. La guerra era muy diferente
cuando se la miraba de cerca, sobre el terreno, en vez de sobre el papel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario