El megaFujimori de Indonesia
César Hildebrandt
Cuando se supo que el ciudadano nipón Alberto Fujimori Fujimori iba a ser extraditado desde Chile, a Luis González Posada no se le ocurrió mejor cosa que decir que el citado hampón “sería tratado tal como lo requería su investidura”. Se refería, desde luego, al hecho de que Fujimori hubiese ocupado, primero, y usurpado, después, un cargo que los Echenique y los Leguía ya se habían encargado de manchar antes que él.
Pasar por la presidencia puede proveerte, en países bárbaros como Indonesia o Perú, de un blindaje que sólo cesará con la muerte. Es el caso de Haji Mohammad Suharto, el vastísimo asesino que “limpió” a su país del peligro marxista, en nombre, claro, de los Estados Unidos y con la anuencia europea, especialmente británica.
Nadie se ha puesto de acuerdo con la cantidad de muertes que produjo el genocidio suhartiano. Los cálculos menos catastrofistas se refieren a unas 500,000 víctimas mortales.
Los papeles desclasificados de la Agencia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos demuestran hasta qué punto estuvo la CIA implicada en el ascenso al poder de este general que había estudiado en una escuela militar holandesa y que había sido parte de una milicia de ocupación japonesa durante la segunda guerra mundial.
Se sentía tan seguro de que lo que iba a hacer refundaría a Indonesia sobre un nuevo océano de sangre, que Suharto bautizó a su gobierno como “el del nuevo orden”. Era el año 1965. Lo primero que hizo fue proscribir los sindicatos. El mismo día declaró ilegal al Partido Comunista de Indonesia (PKI), el más importante en la política del archipiélago. Por la noche ya estaba instalada la censura de prensa, purgado el parlamento y empezado a funcionar el aparato de los escuadrones de la muerte. El siguiente gesto del nuevo súbdito de Washington fue romper relaciones con la China de Mao.
El más importante escritor indonesio, Pramoedya Ananta Toer, fue encarcelado en uno de los campos de concentración de la isla de Buru. Treinta años después, Ananta publicaría “El soliloquio del mudo”, un libro autobiográfico sobre lo padecido en Buru y una de las fuentes más socorridas para entender qué pasó en la Indonesia de Suharto.
Desde luego que los economistas ultraliberales estaban felices con la “nueva Indonesia”: los mercados se abrían, el FMI monitoreaba, las inversiones llegaban y la izquierda era masacrada debidamente. El equipo de economistas de Suharto llegó a ser conocido como “los de Berkeley”, por su unánime procedencia universitaria.
Algunos crímenes, sin embargo, no estuvieron en el libreto original de la CIA y el MI6, muy activo también en la política indonesia según las revelaciones que, en 1997, hiciera el diario “The Independent”, de Londres. Cuando Timor Oriental asistió al retiro de las tropas portuguesas que la ocupaban, Suharto no vio una ex colonia sino un manjar de general omnívoro. Así que invadió Timor, impuso un gobierno de paja (como era el suyo en relación a Washington) y mató a unos cien mil militantes del Frente de Liberación de Timor Oriental –un tercio de la población, según estimados de Naciones Unidas–.
Suharto era, como se ve, un asesino de exportación. Y, por supuesto, un ladrón consumado.
Alguna vez la revista “Time”-Asia calculó la fortuna de la familia Suharto en unos quince mil millones de dólares, con 36,000 kilómetros cuadrados de propiedades en Indonesia y Timor. Tras su salida del poder algunos pretendieron someterlo a juicio. Las fuerzas de la corrupción lo protegieron con la excusa de sus achaques seniles. Lo único que se pudo lograr fue una condena de 15 años de cárcel para su hijo, el hediondo Tommy Suharto, por haber ordenado el asesinato de un juez que lo condenó en un caso de fraude de tierras.
Antier Suharto fue enterrado “con honores de jefe de Estado”. Merecidos se los tenía.
César Hildebrandt
Cuando se supo que el ciudadano nipón Alberto Fujimori Fujimori iba a ser extraditado desde Chile, a Luis González Posada no se le ocurrió mejor cosa que decir que el citado hampón “sería tratado tal como lo requería su investidura”. Se refería, desde luego, al hecho de que Fujimori hubiese ocupado, primero, y usurpado, después, un cargo que los Echenique y los Leguía ya se habían encargado de manchar antes que él.
Pasar por la presidencia puede proveerte, en países bárbaros como Indonesia o Perú, de un blindaje que sólo cesará con la muerte. Es el caso de Haji Mohammad Suharto, el vastísimo asesino que “limpió” a su país del peligro marxista, en nombre, claro, de los Estados Unidos y con la anuencia europea, especialmente británica.
Nadie se ha puesto de acuerdo con la cantidad de muertes que produjo el genocidio suhartiano. Los cálculos menos catastrofistas se refieren a unas 500,000 víctimas mortales.
Los papeles desclasificados de la Agencia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos demuestran hasta qué punto estuvo la CIA implicada en el ascenso al poder de este general que había estudiado en una escuela militar holandesa y que había sido parte de una milicia de ocupación japonesa durante la segunda guerra mundial.
Se sentía tan seguro de que lo que iba a hacer refundaría a Indonesia sobre un nuevo océano de sangre, que Suharto bautizó a su gobierno como “el del nuevo orden”. Era el año 1965. Lo primero que hizo fue proscribir los sindicatos. El mismo día declaró ilegal al Partido Comunista de Indonesia (PKI), el más importante en la política del archipiélago. Por la noche ya estaba instalada la censura de prensa, purgado el parlamento y empezado a funcionar el aparato de los escuadrones de la muerte. El siguiente gesto del nuevo súbdito de Washington fue romper relaciones con la China de Mao.
El más importante escritor indonesio, Pramoedya Ananta Toer, fue encarcelado en uno de los campos de concentración de la isla de Buru. Treinta años después, Ananta publicaría “El soliloquio del mudo”, un libro autobiográfico sobre lo padecido en Buru y una de las fuentes más socorridas para entender qué pasó en la Indonesia de Suharto.
Desde luego que los economistas ultraliberales estaban felices con la “nueva Indonesia”: los mercados se abrían, el FMI monitoreaba, las inversiones llegaban y la izquierda era masacrada debidamente. El equipo de economistas de Suharto llegó a ser conocido como “los de Berkeley”, por su unánime procedencia universitaria.
Algunos crímenes, sin embargo, no estuvieron en el libreto original de la CIA y el MI6, muy activo también en la política indonesia según las revelaciones que, en 1997, hiciera el diario “The Independent”, de Londres. Cuando Timor Oriental asistió al retiro de las tropas portuguesas que la ocupaban, Suharto no vio una ex colonia sino un manjar de general omnívoro. Así que invadió Timor, impuso un gobierno de paja (como era el suyo en relación a Washington) y mató a unos cien mil militantes del Frente de Liberación de Timor Oriental –un tercio de la población, según estimados de Naciones Unidas–.
Suharto era, como se ve, un asesino de exportación. Y, por supuesto, un ladrón consumado.
Alguna vez la revista “Time”-Asia calculó la fortuna de la familia Suharto en unos quince mil millones de dólares, con 36,000 kilómetros cuadrados de propiedades en Indonesia y Timor. Tras su salida del poder algunos pretendieron someterlo a juicio. Las fuerzas de la corrupción lo protegieron con la excusa de sus achaques seniles. Lo único que se pudo lograr fue una condena de 15 años de cárcel para su hijo, el hediondo Tommy Suharto, por haber ordenado el asesinato de un juez que lo condenó en un caso de fraude de tierras.
Antier Suharto fue enterrado “con honores de jefe de Estado”. Merecidos se los tenía.
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