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viernes, 18 de abril de 2008

Oficio

Aconsejando al doctor García
César Hildebrandt

El doctor Alan García desayuna con sus consejeros. Un consejero es el que le dice lo que al doctor García ya se le había ocurrido. Por eso es que ser consejero del doctor García es un asunto delicado. Sólo los zalameros más adivinos y los adivinos más convenidos han sobrevivido al rudo oficio.

A media mañana, después de un tentempié que consiste, por lo general, en 600 gramos de embutidos, el doctor García se reúne con los ministros que están en el centro de la atención pública. Un ministro, como se sabe, es el que hace lo que el doctor García habría hecho en menos tiempo, el que dice lo que el doctor García dirá mejor y el que jamás ­inaugurará las obras que a su sector competen porque para eso está el doctor García. Cuando el doctor García grita frente a una de esas entidades de índole ministerial, las ondas sonoras de su última frase rebotan y se amplían en los pliegues cavernosos de su interlocutor. Un ministro es una gruta que te remeda, el cañón profundo que te repite (pite, pite, pite), la voz a ti debida pero sin Salinas.

Cuando llega la hora de preparar el almuerzo, don Julio Favre, disfrazado de Gastón Acurio, se presenta en Palacio y acude a la cocina real para empavonar los pollos que ha colocado en el rubro “Despacho Presidencial”. Pero él es sólo una de las variables gastronómicas en las vastedades que se presentan a la elección del señor Presidente. Ricardo Vega Llona, en plan de una Teresa Ocampo luciendo el logotipo de Saga, se encarga de las piezas de caza, las favoritas del doctor. Y muchos juran haber visto al sombreado doctor Luis Nava en plan de Isabel Álvarez hacer, con manos tesoreras, el mejor cebiche de mango y langostinos. Las carnes rojas de las grandes matanzas están a cargo, como siempre, de Agustín Mantilla y postres como el semifredo de aguaimanto sólo los puede recrear el congresista Zumaeta encarnado en bruja de Cachiche.

Durante episodio tan frugal el doctor García sigue oyendo, con la paciencia de la sabiduría, las consejerías de quienes lo calcan y las advertencias de los prosternados y hasta las críticas expresadas en el lenguaje de las señas que el doctor García desconoce (mayormente). Por último, autocrítico hasta la mortificación, llama, sucesivamente, a Mauricio Múlder y a Mirko Lauer, les pregunta qué les parece todo y cuelga el teléfono antes de recibir una respuesta.

–No me parece –dice, después de colgar–. En todo caso, lo pensaré.

Así, fortalecido por opiniones tan diversas, sale el doctor García a recorrer el país y a imponer la serena majestad que alguna vez conmovió por la espalda al señor Jesús Lora durante aquel mitin de la CGTP, cuando el Apra alentaba al Sutep a hacerle huelgas a Toledo y la socialdemocracia hervía en la sangre del caudillo. Eso fue tres años antes de que la famosa transfusión de orchata, tras el secuestro tramado por los Agois, convirtiera al doctor García en una copia intelectual de Manuel Prado.

Después de inaugurar colegios donde no hay profesores que poner, regalar laptops a maestros que el fundador de la dinastía Chang ha condenado, enfrentarse al friaje haciendo calistenia para su próximo reporte en RPP –en reemplazo del reportero Villarreal–, el doctor García regresa a Palacio y, según todos los testimonios recogidos, cena a solas.

Es en ese momento de solitud cuando el doctor García recibe las mejores muestras de amistad y los más agudos pareceres para aligerar su gestión y enfrentar el deterioro que –Carlos Germán Belli dixit– en cada linaje ejerce su dominio. Es el mejor momento del día. Sometida a tan precisa consultoría, la jornada se aclara, los enemigos ­aparecen con claridad, las ­alianzas más endiabladas se tornan verosímiles y, en suma, la política vuelve a ser ­ese ajedrez que sólo los genios solitarios pueden entender a cabalidad. No hay García más presto a una exhortación que el García solo cenando en Palacio. No hay García mejor enseñado que el doctor García dando cuenta de una pequeña res en el deshabitado comedor de Palacio. Es en ese momento que los Gar­cías varios cuidan a su mentor presidencial dándole la asistencia debida.

Al día siguiente, pletórico de buenas guías, saldrá el doctor García y dirá:

–Mi instrucción es sacar a patadas a todos estos y, si son apristas, de dos patadas… ¡Imbéciles!

Dicho lo cual llamó al señor Vargas y le preguntó qué le había parecido esa dosis de energía casi borbónica. Pero en el momento en que el señor Vargas empezaba su discurso aprobatorio, el doctor García colgó el teléfono móvil y se lo entregó a su edecán más próximo.

–Ya lo sabía –dijo-.

Todavía no entiendo por qué nadie le preguntó qué tipo de patadas estaba concibiendo. ¿Por detrás y en el culo? ¿De frente, a la altura de todas las batallas? ¿De costado, en la cabeza del fémur? Y si son mujeres, ¿por detrás o por delante, ya que sería penoso de costado? ¿Contaremos con ese detalle?

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