No sé qué se celebra hoy
César Hildebrandt
Hoy es el día del trabajador, esa incomodidad que los empresarios todavía necesitan pero que parece condenada a la extinción cuando las máquinas lleguen a ser el sueño que la Toshiba tiene en mente.
No sé qué diablos se celebra un día como hoy. El trabajador es la quinta rueda del coche en un sistema que premia la avaricia y perpetúa los abismos y que, contra lo que pregonan sus relacionistas, necesita mano de obra cada día más barata para competir con China, donde el día del trabajo tiene que ser una ironía.
A diez dólares (o menos) por día, el trabajador chino es un esclavo al que le han dicho que quienes gobiernan lo representan. Lo mismo le dijeron cuando Mao babeaba la almohada y dejaba que Chian Ching hiciera de las suyas. Pero lo cierto es que el capitalismo de China es el modelo de la Confiep: control político y salarios en el suelo, una creciente productividad que más le debe a las patadas que a la tecnificación.
Parte de esa trocha hacia la política de castas vitalicias la abrió entre nosotros el ciudadano japonés Alberto Fujimori. Nunca los sindicatos fueron peor tratados en el Perú. Se diría que los dirigentes de la CGTP fueron los verdaderos mártires de Chicago (me refiero a la escuela económica de Milton Friedman). Y nunca como en esos tiempos de compras y reventas de conciencias se vio más claro qué fácil es hacerle creer a la clase trabajadora que no vale un comino, que es prescindible, descartable y enfermizamente conflictiva. Además, las colas del desempleo y la ubicuidad sudorosa de los subempleados con subempleos múltiples eran argumentos de peso para decirle a la cajera de Wong o al obrero de Alicorp que detrás de su hambre en calma había una legión de hambres invictos esperando su puesto.
Y la clase trabajadora se creyó todas las infamias de los teóricos del abuso y los doctrineros de la burundanga explotadora. Y agachó la cabeza más que nunca y dijo gracias cuando le congelaron el sueldo (para conservar la plaza, ¿me explico?) y gracias cuando le quitaron derechos sindicales y muchas gracias cuando vino el service y muy agradecido cuando los contratos se acortaron de seis a tres meses y gracias otra vez cuando las indemnizaciones se jibarizaron mientras las utilidades florecían.
¿Cuándo fue que los trabajadores perdieron la autoestima y se creyeron el cuento de que el sistema les hacía un favor empleándolos? Sería bueno saber dónde empezó esa desgracia y cómo fue que la sumisión se hizo virtud.
Sin ensayar una respuesta cabal, diremos que esa derrota del honor proletario pareció volverse ola mundial con las “desregulaciones” de Ronald Reagan y el desmontaje paulatino del Estado del bienestar en Europa. Y cuando “el país de los trabajadores” –o sea la Unión Soviética– se desplomó ahogado en mentiras y vodka y a Ceaucescu lo anticucharon en Bucarest, entonces vino lo peor. Si la guerra fría y el miedo a la expansión comunista habían obligado a concesiones, el suicidio del bloque soviético produjo la contrarreforma y la revancha de los conservadores. Y empezó lo peor.
Y estamos en lo peor. Si la posguerra y las democracias populares del Este produjeron a Adenauer o al influyente Togliatti, el éxito mundial del capitalismo rastrilló a Berlusconi y a Chirac. Y cuando China demostró que el capitalismo más pujante podía hacerse con la disciplina del siglo XIX –y para eso estaba Tien Anmen y su recuerdo–, la cosa empeoró más todavía.
Hoy el empleo basura pasa por “imprescindible para la competitividad” y la negación de derechos laborales es “un sacrificio que las condiciones del comercio mundial hacen necesario”. Entre la precariedad del puesto de trabajo, los salarios reducidos y la incitación al consumo satisfecha con compras a plazos que se pagan con intereses de juzgado de guardia, los trabajadores han vuelto a ser, en muchos sentidos, los parias del sistema y los ningunos del éxito global.
Y si salen a la calle a protestar, son anacrónicos. Y si declaran la huelga, son chavistas. Y si exigen, comunistas. Y si se jubilan, bueno, en esa condición dejarán pronto de chillar. Pero lo que no se dice en la prensa que los desprecia pero que muchos de ellos compran es que el mayor anacronismo es este capitalismo refaccionado que recuerda a las hilanderías inglesas que ofendieron a Rosa Luxemburgo, las plantaciones de bananos desde donde se derrocaban o ponían presidentes en los manglares centroamericanos, y los viejos campamentos mineros de la Cerro de Pasco Corporation.
Por eso decía que no sé qué diablos celebran hoy los trabajadores. Los que deberían celebrar son los que ganaron la partida. Es decir, Reagan, Chirac, la señora Thatcher (pionera). Y Hobbes y Locke, cómo no. ¿También Alan García? Sí. Pero antes, Pinochet, profeta armado.
César Hildebrandt
Hoy es el día del trabajador, esa incomodidad que los empresarios todavía necesitan pero que parece condenada a la extinción cuando las máquinas lleguen a ser el sueño que la Toshiba tiene en mente.
No sé qué diablos se celebra un día como hoy. El trabajador es la quinta rueda del coche en un sistema que premia la avaricia y perpetúa los abismos y que, contra lo que pregonan sus relacionistas, necesita mano de obra cada día más barata para competir con China, donde el día del trabajo tiene que ser una ironía.
A diez dólares (o menos) por día, el trabajador chino es un esclavo al que le han dicho que quienes gobiernan lo representan. Lo mismo le dijeron cuando Mao babeaba la almohada y dejaba que Chian Ching hiciera de las suyas. Pero lo cierto es que el capitalismo de China es el modelo de la Confiep: control político y salarios en el suelo, una creciente productividad que más le debe a las patadas que a la tecnificación.
Parte de esa trocha hacia la política de castas vitalicias la abrió entre nosotros el ciudadano japonés Alberto Fujimori. Nunca los sindicatos fueron peor tratados en el Perú. Se diría que los dirigentes de la CGTP fueron los verdaderos mártires de Chicago (me refiero a la escuela económica de Milton Friedman). Y nunca como en esos tiempos de compras y reventas de conciencias se vio más claro qué fácil es hacerle creer a la clase trabajadora que no vale un comino, que es prescindible, descartable y enfermizamente conflictiva. Además, las colas del desempleo y la ubicuidad sudorosa de los subempleados con subempleos múltiples eran argumentos de peso para decirle a la cajera de Wong o al obrero de Alicorp que detrás de su hambre en calma había una legión de hambres invictos esperando su puesto.
Y la clase trabajadora se creyó todas las infamias de los teóricos del abuso y los doctrineros de la burundanga explotadora. Y agachó la cabeza más que nunca y dijo gracias cuando le congelaron el sueldo (para conservar la plaza, ¿me explico?) y gracias cuando le quitaron derechos sindicales y muchas gracias cuando vino el service y muy agradecido cuando los contratos se acortaron de seis a tres meses y gracias otra vez cuando las indemnizaciones se jibarizaron mientras las utilidades florecían.
¿Cuándo fue que los trabajadores perdieron la autoestima y se creyeron el cuento de que el sistema les hacía un favor empleándolos? Sería bueno saber dónde empezó esa desgracia y cómo fue que la sumisión se hizo virtud.
Sin ensayar una respuesta cabal, diremos que esa derrota del honor proletario pareció volverse ola mundial con las “desregulaciones” de Ronald Reagan y el desmontaje paulatino del Estado del bienestar en Europa. Y cuando “el país de los trabajadores” –o sea la Unión Soviética– se desplomó ahogado en mentiras y vodka y a Ceaucescu lo anticucharon en Bucarest, entonces vino lo peor. Si la guerra fría y el miedo a la expansión comunista habían obligado a concesiones, el suicidio del bloque soviético produjo la contrarreforma y la revancha de los conservadores. Y empezó lo peor.
Y estamos en lo peor. Si la posguerra y las democracias populares del Este produjeron a Adenauer o al influyente Togliatti, el éxito mundial del capitalismo rastrilló a Berlusconi y a Chirac. Y cuando China demostró que el capitalismo más pujante podía hacerse con la disciplina del siglo XIX –y para eso estaba Tien Anmen y su recuerdo–, la cosa empeoró más todavía.
Hoy el empleo basura pasa por “imprescindible para la competitividad” y la negación de derechos laborales es “un sacrificio que las condiciones del comercio mundial hacen necesario”. Entre la precariedad del puesto de trabajo, los salarios reducidos y la incitación al consumo satisfecha con compras a plazos que se pagan con intereses de juzgado de guardia, los trabajadores han vuelto a ser, en muchos sentidos, los parias del sistema y los ningunos del éxito global.
Y si salen a la calle a protestar, son anacrónicos. Y si declaran la huelga, son chavistas. Y si exigen, comunistas. Y si se jubilan, bueno, en esa condición dejarán pronto de chillar. Pero lo que no se dice en la prensa que los desprecia pero que muchos de ellos compran es que el mayor anacronismo es este capitalismo refaccionado que recuerda a las hilanderías inglesas que ofendieron a Rosa Luxemburgo, las plantaciones de bananos desde donde se derrocaban o ponían presidentes en los manglares centroamericanos, y los viejos campamentos mineros de la Cerro de Pasco Corporation.
Por eso decía que no sé qué diablos celebran hoy los trabajadores. Los que deberían celebrar son los que ganaron la partida. Es decir, Reagan, Chirac, la señora Thatcher (pionera). Y Hobbes y Locke, cómo no. ¿También Alan García? Sí. Pero antes, Pinochet, profeta armado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario