Envidiando a Rojas Samanez
César Hildebrandt
Se nos ha muerto Álvaro Rojas Samanez, que hace poco me escribió unas líneas generosísimas respecto de una columna y a quien debí de llamar para agradecérselas. Pero así es la muerte: saca a flote nuestras ingratitudes y omisiones.
Hace tiempo que debí decirle a Rojas Samanez que era un gran tipo, que no había dejado de ser decente en un país perfecto para organizar las olimpiadas de la mugre, que sus libros siempre me habían sido útiles y que los había consultado para algunos textos y que él, en persona, flaco hasta la sospecha de la inexistencia, flaco hasta el rumor de la levitación, se merecía un abrazo del compañero que en “Caretas” pasó con él noches en blanco velando las armas del cierre y esperando el alarido casi celta de Zileri.
Pero así es la muerte: nos recuerda a destiempo los gestos sentimentales que nos negamos porque fuimos avaros no del bolsillo sino de la memoria, mezquinos para la reciprocidad y ciegos para lo que importa, que es, al fin y al cabo, decirle a un amigo que sigue siendo nuestro y preguntarle a un compañero de oficio que qué tal le va en esto de desespinar los días.
Pero en medio de todo creo que Álvaro, que trató siempre de resumir vastedades de historia en pocas páginas, se ha ido dándonos una última lección de brevedad periodística. Lo que quiero decir es que se ha muerto con el estilo conciso de Pedro Planas, otro entrañable comunicador que nos dejó de un sopetón.
Vaya, lo que estoy diciendo es que cuando te da un infarto de miocardio sin recurso de amparo ni segunda instancia, cuando la máquina bomberil se para en seco, te ahorras unas cuantas cosas, a saber: la agonía sin éxtasis, la petidina a la vena, el tudelismo próximo, las revisiones técnicas, el culo acribillado por las inyecciones, la mejoría mentirosa, la recaída veraz, el cuento del nuevo tratamiento, las hierbas milagrosas, el cuento chino tres veces milenario, el seguro que empieza a hacer sus cálculos y a enviar a sus ajustadores funerarios. Y eso es sólo el comienzo.
En fin, te ahorras mucho con eso de tomar el atajo de la necrosis isquémica, que es cuando la instalación cardiaca se queda sin oxígeno y el músculo estriado que nos mantuvo vivos y anhelantes se seca a la velocidad de una punzada (y con el peso de un elefante pectoral). Entonces, la tricúspide deja de parpadear, la mitral de latir, la pulmonar de tener ganas y la aórtica pone candado a la tienda y se va caminando con las medias de invierno caídas, pobre vieja.
Porque todo es así de sencillo y donde supusimos que estaban los misterios de las filias hay nervaduras elásticas, y donde debían de estar los designios del odio encontraron amasijos de grasa y pliegues colágenos y donde tenía que estar la cicatriz de los pesares sólo estaba la chicotería eléctrica que hace posible el tamtam del ciclo cordial, 75 veces por minuto, a 8 décimas de segundo por latido, millones de veces al servicio de Rabindranath Tagore o del austriaco incestuoso que no quiero nombrar –da lo mismo, y supongo que a Dios no le importa a quién sirve la perfección de esa bomba aspirante–.
Así que Álvaro Rojas se ha ido en una sola parrafada, sin prólogos pesados ni colofones interminables. Sin una coma demás, se diría. Se ha largado, más bien, con el aire de despedida intempestiva de las buenas y ahorrativas muertes. La honestidad intelectual ha perdido a uno de sus raleados suscriptores.
César Hildebrandt
Se nos ha muerto Álvaro Rojas Samanez, que hace poco me escribió unas líneas generosísimas respecto de una columna y a quien debí de llamar para agradecérselas. Pero así es la muerte: saca a flote nuestras ingratitudes y omisiones.
Hace tiempo que debí decirle a Rojas Samanez que era un gran tipo, que no había dejado de ser decente en un país perfecto para organizar las olimpiadas de la mugre, que sus libros siempre me habían sido útiles y que los había consultado para algunos textos y que él, en persona, flaco hasta la sospecha de la inexistencia, flaco hasta el rumor de la levitación, se merecía un abrazo del compañero que en “Caretas” pasó con él noches en blanco velando las armas del cierre y esperando el alarido casi celta de Zileri.
Pero así es la muerte: nos recuerda a destiempo los gestos sentimentales que nos negamos porque fuimos avaros no del bolsillo sino de la memoria, mezquinos para la reciprocidad y ciegos para lo que importa, que es, al fin y al cabo, decirle a un amigo que sigue siendo nuestro y preguntarle a un compañero de oficio que qué tal le va en esto de desespinar los días.
Pero en medio de todo creo que Álvaro, que trató siempre de resumir vastedades de historia en pocas páginas, se ha ido dándonos una última lección de brevedad periodística. Lo que quiero decir es que se ha muerto con el estilo conciso de Pedro Planas, otro entrañable comunicador que nos dejó de un sopetón.
Vaya, lo que estoy diciendo es que cuando te da un infarto de miocardio sin recurso de amparo ni segunda instancia, cuando la máquina bomberil se para en seco, te ahorras unas cuantas cosas, a saber: la agonía sin éxtasis, la petidina a la vena, el tudelismo próximo, las revisiones técnicas, el culo acribillado por las inyecciones, la mejoría mentirosa, la recaída veraz, el cuento del nuevo tratamiento, las hierbas milagrosas, el cuento chino tres veces milenario, el seguro que empieza a hacer sus cálculos y a enviar a sus ajustadores funerarios. Y eso es sólo el comienzo.
En fin, te ahorras mucho con eso de tomar el atajo de la necrosis isquémica, que es cuando la instalación cardiaca se queda sin oxígeno y el músculo estriado que nos mantuvo vivos y anhelantes se seca a la velocidad de una punzada (y con el peso de un elefante pectoral). Entonces, la tricúspide deja de parpadear, la mitral de latir, la pulmonar de tener ganas y la aórtica pone candado a la tienda y se va caminando con las medias de invierno caídas, pobre vieja.
Porque todo es así de sencillo y donde supusimos que estaban los misterios de las filias hay nervaduras elásticas, y donde debían de estar los designios del odio encontraron amasijos de grasa y pliegues colágenos y donde tenía que estar la cicatriz de los pesares sólo estaba la chicotería eléctrica que hace posible el tamtam del ciclo cordial, 75 veces por minuto, a 8 décimas de segundo por latido, millones de veces al servicio de Rabindranath Tagore o del austriaco incestuoso que no quiero nombrar –da lo mismo, y supongo que a Dios no le importa a quién sirve la perfección de esa bomba aspirante–.
Así que Álvaro Rojas se ha ido en una sola parrafada, sin prólogos pesados ni colofones interminables. Sin una coma demás, se diría. Se ha largado, más bien, con el aire de despedida intempestiva de las buenas y ahorrativas muertes. La honestidad intelectual ha perdido a uno de sus raleados suscriptores.
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