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viernes, 16 de mayo de 2008

Despreciado

Continente despreciado
César Hildebrandt

Comentando el libro de Michael Reid “Forgotten Continent: The Battle for Latin America’s Soul”, Francis Fukuyama admite algunas de las cosas más duras que conservador alguno haya tenido que admitir en relación a esta región:

“…América Latina no merece ningún respeto para Washington. Mencione la región en ­una reunión de letrados en política exterior que no sean especialistas en América Latina, e inmediatamente dejan de prestar atención. Puede haber un rápido debate sobre Hugo Chávez, de Venezuela, pero la atención pronto volverá a Medio Oriente, Rusia o China…”

Si eso les parece fuerte, escuchen a Fukuyama citando el consejo que Richard Nixon le daba, en 1971, al por entonces joven Donald Rumsfeld: “América Latina no importa… Hoy a la gente le importa un comino América Latina”.

¿Ha cambiado la situación en estos últimos años?

¿Somos menos despreciables los latinoamericanos, aunque sólo fuere porque somos una minoría étnica de creciente importancia electoral en territorio de los Estados Unidos?

Que cada uno dé su respuesta. Yo, modestamente, ensayaré la mía.

Creo que nunca como en estos días hemos sido tan mal vistos por Washington los latinoamericanos.

No quiero decir que no nos vean suculentos como inversión, apetecibles como tierra fácil, comprables a granel, teleceables al martillo, dúctiles como Ménem, rentables como García, sociables como ­Uribe. Bueno, la verdad es que, desde Monroe, desde el zarpazo sobre México, desde el invento ocurrente de Panamá, desde la primera invasión de Nicaragua, es decir desde siempre, América Latina ha sido el Oeste del sur y/o el apéndice inflamado del gigante norteamericano.

Lo que quiere decir que, para dolor de nuestros “estadistas” formales, estos paisajes de malaria y grandes mayo­rías preteridas no han sido vistos ni como interlocutores ni, por supuesto, como pares.

El problema es que el desdén académico, que no nos debería importar, tiene un correlato político y, eventualmente, militar. En ­ese sentido, los disciplinarios como Nixon o Reagan –digamos que nombrar al señor Bush en esa lista es insultar la seriedad del imperialismo– siempre estarán dispuestos a “intervenirnos” si nos descarriamos lo suficiente o a “sepultarnos en vida” si no nos pueden intervenir (que lo diga el leprosorio que dirige el doctor Castro en el Caribe).

Y el otro problema es que la globalización de la economía y de las recetas para el desarrollo –tal como las entiende la Casa Blanca desde que las tropas de asalto del Cato Institute abolieron toda disidencia– exige un planeta más terso, regímenes mejor orquestados, consensos más esparcidos.

¿Cómo hacer, entonces, en un continente dividido hasta el desgarro?

El asunto sería muy fácil si estuviésemos hablando de ­países que debaten entre ­iguales. En ese caso, la prudencia y el derecho internacional aconsejarían el trato diferenciado, la persuasión de la diplomacia y la batalla de las ideas.

El asunto es que cuando en América Latina hay síntomas de alguna singularidad irritante –de Sandino a Chávez, de Perón a Evo Morales, de Martí a Arbenz, siempre ha sido lo mismo–, Estados Unidos no procede ni siquiera como una gran potencia sino que actúa como si fuera el sistema inmunológico de la región. Y esos glóbulos blancos baleando a la intrusa rojería bacteriana creen estar actuando en nombre de la salud, los fueros de la vida y los designios de Dios.

Así no se puede hacer nada que no sea responder como Chávez, parapetarse como Castro, quejarse como Evo Morales, amenazar como Correa. Estados Unidos está tan convencido de la minoría de edad de esta región que decide cuándo las elecciones son dignas de acatarse y cuándo son errores en los mecanismos de defensa de nuestros ganglios.

Uribe está bien elegido. Correa, no. García, el recién reclutado, es una buena decisión colectiva. Morales es, en cambio, un impromptu tumultuario. Y ya no hablemos de Chávez, que ha llegado a ser, actualmente, el único mioma más o menos serio que amenaza la cordura de la región.

Si Estados Unidos no cree en la democracia de los otros y está dispuesto a incluir a la CIA en los designios de su política exterior, ¿cómo puede la clase política seria de esta parte del mundo convencer a las masas de que el modo de vivir democrático es un imperativo de la civilización?

¿De qué Estado de Derecho puede hablarse cuando Estados Unidos alienta, con las groseras intervenciones de su embajador, el kosovismo de los ricos en Bolivia y garantiza a un ustachi de corazón como Branko Marinkovic el apoyo militar en caso de que la guerra civil sea inevitable?

¿No sabe el Departamento de Estado, con sus modales de políglota, lo que hace la CIA, liberada de casi toda tutela interna después del 9-11, en Bolivia, lo que quiso hacer en Venezuela y lo que haría, sin duda, en Ecuador si Correa va más allá de las palabras y aspira a reformular el crecimiento económico y la política tributaria de las transnacionales?

¿Sólo se puede ser socio de los Estados Unidos desde la ­alegre servidumbre sureña? ¿Tiene América Latina que ser el sur de los Estados Unidos antes de que Sherman incendiara Atlanta?

La desaparición del bloque soviético y la liberación de las llamadas democracias populares en Europa del este fue un favor que se le hizo al buen gusto. ¿Pero cómo llamamos a la política de asesinar a Bishop e invadir Grenada, matar a cientos de panameños para derrocar a un socio sublevado como Noriega, traficar con droga para armar la contra nicaragüense? ¿Lo llamamos política exterior o nos atrevemos con el idioma y decimos que es gansterismo en fase de metástasis? Y que Ricardo Lagos se volviera un González Videla a la orden de Washington, ¿nos puede hacer olvidar lo que pasó en Chile en 1973? Y que Vietnam sea ahora una esponja para la inversión internacional, ¿nos hará borrar lo que leímos en Los Papeles del Pentágono en 1970?

Estados Unidos, como resume Fukuyama, desprecia a América Latina. Esa es la mala noticia. La buena es que Estados Unidos desprecia a casi todo el mundo. Entre las excepciones están Israel, su socio nuclear en el Medio Oriente, Canadá, que está más arriba de las Dakotas y ayuda con medicamentos menos caros a sus jubilados, e Inglaterra, que es la madre a quien la necesidad condujo a oscuros quehaceres de la casa.
En América Latina, Estados Unidos desprecia a quienes se le enfrentan pero quizás desprecia más a quienes sólo le dicen el amén. Como decía Renard, “acabamos por despreciar a los que están demasiado fácilmente de acuerdo con nosotros”. Mala noticia para el doctor Alan García.

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