¿Quién quiere agricultura
transgénica?
América Economía - martes, 18 de
agosto de 2015
Rara vez los políticos sorprenden
y se salen de su libreto. Ese momento ocurrió el 20 de abril en Santa Cruz de
la Sierra. “Si vamos a implementar el uso de semillas transgénicas en la
producción de alimentos, entonces tenemos que empezar a definir en qué
productos se aplicarán y el tiempo que se utilizarán”, señaló el presidente Evo
Morales durante la inauguración de un encuentro del sector agrícola boliviano.
Sucede que la inestabilidad en el
precio del petróleo ha empujado al gobierno de Morales a buscar en el sector
agropecuario el contrapeso que permita continuar con la bonanza económica.
Nemesia Achacoll, ministra de Desarrollo Rural y Tierras, anunció que el
gobierno dejará el debate sobre la utilización de transgénicos en manos de los
productores, y señaló la posibilidad de establecer una mesa de diálogo.
Hay otra razón: comparado con los
países de la región, Bolivia tiene un bajo rendimiento agrícola, lo que le
obliga a importar alimentos para satisfacer la demanda interna. Los últimos
datos muestran que ocupa el último lugar en la producción de papa, el penúltimo
en arroz y maíz, y sólo supera a Ecuador y Venezuela en la cosecha de trigo,
según señala René Gonzalo Orellana, ministro de Planificación, en la cumbre
Sembrando Bolivia. De ahí el cambio de tono y la apertura a una introducción
zonificada de biotecnología. Edilberto Osinaga, gerente general de la Cámara
Agropecuaria del Oriente (CAO), grupo que lidera la demanda de un cambio a
favor de la biotecnología, se muestra optimista en este sentido.
Resultados
Se puede decir que hasta ahora el
sector agropecuario ocupa el vagón de cola del tren económico boliviano. El PIB
sectorial pasó de US$3.700 millones en 2005, a US$4.800 en 2014, en
circunstancias que la economía en su conjunto se multiplicó por un factor de
3,5 en el mismo lapso.
El objetivo del gobierno de
Morales es alcanzar un PIB agropecuario y agroindustrial de US$10.000 millones
para el año 2020 y ampliar la frontera agrícola a razón de un millón de
hectáreas por año, lo que implicaría pasar de los 3,7 millones de hectáreas
actuales hasta alcanzar los 9 millones.
Con el objetivo de mejorar la
producción, los representantes
agroindustriales del Oriente boliviano plantearon cuatro pilares a ser
considerados por el gobierno: seguridad jurídica, infraestructuras, libertad de
exportación y biotecnología. En la cumbre hubo consenso en los tres primeros
temas, pero el debate de los transgénicos quedó en suspenso. La postura de la
CAO es que si el Gobierno exige más producción, ésta tiene que venir acompañada
por la regulación de los transgénicos, para así poder asegurar buenos
rendimientos y proveer al mercado interno. Países como Brasil, Uruguay y
Paraguay producen 13 veces más por hectárea, fumigando mucho menos. Mientras
tanto, Bolivia muestra signos de desabastecimiento, lo que la obliga a importar
alimentos que a la postre, en muchos casos, resultan ser transgénicos.
La productividad del maíz apenas
ha variado en 50 años, y se sitúa en 2,5 toneladas por hectárea, mientras que
los países vecinos llegan a producir siete toneladas. Incluso con maíz híbrido,
los rendimientos han ido disminuyendo en los últimos años, lo que ha provocado
un desabastecimiento en la industria avícola, que ha incidido en los precios de
la carne de pollo.
Otro caso destacado es el del
algodón. Hace cinco años había 30.000 hectáreas dedicadas al algodón, pero por
una cuestión de competitividad esta cantidad se ha visto reducida a su mínima
expresión, y actualmente apenas se cultivan 3.000 hectáreas.
Además, la industria textil prefiere
importar algodón de Paraguay o Colombia, que resulta ser de mejor calidad. Eso,
teniendo en cuenta que la industria demanda lo que equivaldría a unas 20.000
hectáreas, supone una gran pérdida de divisas para el país.
El debate
Pocos temas generan tanta pasión
como los organismos genéticamente modificados. En el imaginario de muchos
latinoamericanos se les asocia con el gas mostaza y las prácticas contractuales
draconianas de la estadounidense Monsanto. En Chile, país donde la
multinacional produce semillas modificadas para el mercado de exportación, el
debate sobre la adopción de un nuevo marco normativo no prosperó.
Se trataba de la Ley de
Obtentores Vegetales, basada en la normativa internacional UPOV91, que da
protección legal a las modificaciones de cualquier especie que se introduzcan
en una semilla. Las organizaciones ambientalistas logaron con éxito que el
proyecto fuera conocido como “Ley Monsanto”, pese a que poco tenía que ver con
la empresa y con los OGM.
El proyecto de ley había sido
aprobado por una comisión del Senado, pero las presiones sobre el gobierno de
Michelle Bachelet se acumularon, llevando al Ejecutivo a postergar
indefinidamente el debate.
Según Osinaga, representante de
los agricultores bolivianos, los detractores de los transgénicos tienen pocos
argumentos que alegar contra el algodón genéticamente modificado, ya que éste
no es para el consumo humano, y la biotecnología dispararía la producción y
generaría, al mismo tiempo, importantes incentivos para la industria nacional.
Los detractores afirman que los
transgénicos contaminan la tierra, pueden ser perjudiciales para el ser humano,
o que harán desaparecer a las especies autóctonas. Justino Loayza, presidente
del Comité Integrador de Organizaciones Económicas Campesinas de Bolivia
(CIOEC), alega que “allí donde se siembra soya no queda ni una mosca viva y la
producción depende de los químicos”.
Exagera, pero algo de razón tiene.
Argentina es un caso claro de uso y abuso de glifosato, el herbicida asociado
al paquete tecnológico de Monsanto, que sí ha provocado externalidades
negativas en personas y especies vivas.
Osinaga insiste en que “la
agricultura orgánica y la transgénica son perfectamente compatibles”, y de
hecho, destaca el caso de la propia Argentina, que es el segundo productor de
alimentos orgánicos, detrás de Australia. También señala que, gracias a los
cambios genéticos, estas plantas requieren mucho menos herbicidas e
insecticidas que los cultivos orgánicos. “El problema es la falta de
información sobre el tema”, sentencia.
Exagera también, pues existe
evidencia empírica y documentada en
medios y journals académicos de EE.UU. y otros países del surgimiento de plagas
resistentes al glifosato. En vez de usar menos productos químicos, se utilizan
más.
Lo curioso es que los
transgénicos llevan muchos años en Bolivia. De hecho, al menos durante una
década se han utilizado semillas de soya genéticamente modificadas y resistentes
al glisofato. Estas semillas suponen alrededor del 95% de los cultivos de soya
del país, en más de un millón de hectáreas.
La propuesta de los grandes
agricultores del Oriente boliviano es permitir que los transgénicos entren en
el país gradualmente, en zonas definidas, investigando paralelamente qué
variedades son las que mejores resultados dan, tanto en el caso del maíz, la soya
y el algodón, como así en otros productos que ya se están investigando.
En cualquier caso, y en aras de
un debate más serio, atrás quedaron las estrambóticas palabras del presidente
boliviano, que en abril de 2010 afirmó que la comida transgénica es la
responsable de las “desviaciones” de los hombres hacia la homosexualidad y de
la calvicie en Europa. Eran otros tiempos.
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