Calores que matan
César Hildebrandt
Cuatro mil oceanógrafos reunidos en los Estados Unidos han llegado a la conclusión de que, si todo sigue así, el polo norte habrá desaparecido en el año 2015.
El calor amenaza no sólo al planeta que hemos pisoteado. Amenaza a la inteligencia. No tengo la menor duda de que si los trópicos no produjeron filósofos es porque el sopor de la calentura menoscaba las sinapsis, apaga las luces del lóbulo frontal y excita, en cambio, el remanente mamífero del cerebro humano.
Alguna vez en Asunción, a las dos de la tarde, caminé por una ciudad fantasma de la que brotaban humos de asfalto y fumarolas que se elevaban de los charcos. No era la siesta del amor a plena luz sino la estupefacción yacente de los 40 grados centígrados. Era el desmayo generalizado de una ciudad derrotada por los vapores de Satán. Siempre supe, además, que Roa Bastos escribió lo que escribió gracias al aire acondicionado. Y que si no fuera por el gas freón a Castro no se le hubiera ocurrido que podía hacer de Kruschev un cajero automático.
Otra vez, al asomarme a la puerta de un avión que acababa de aterrizar, fui golpeado por un vaho embrutecedor que parecía venir de las calderas de un verano alienígena. Pero no. No era Mercurio. Era San Juan de Puerto Rico, la bella y ensopada ciudad que te puede matar con sus hervores. La ciudad que llama guiso de gandules a uno de sus platos más populares.
Y cómo odiaba Madrid en los veranos de mi autoexilio. Madrid que a las dos de la mañana ardía como si la luna hubiese adquirido los hábitos del sol. Y cómo me vengaba de Madrid pensando que con esas temperaturas España sólo podía aspirar a Ortega Gasset (sucedáneo verboso de un Kierkegaard, un Spinoza o un Kant) o a Gregorio Marañón (una versión de bolsillo de Jung). Y siempre estuve seguro de que en invierno escribieron Hernández, Salinas y Machado. Como que tampoco es casualidad que al canalla de Franco se le ocurriera dar el zarpazo en pleno julio: lagartija gallega.
Una de mis peores pesadillas consiste en que estoy perdido en un pueblo reventado por el calor buscando a alguien que sé que no encontraré. La gente no me habla pero me escucha y al final encuentro la salida. Pero la salida es una puerta ridícula que, una vez abierta, me pone ante la vista de un desierto chamuscado y unos matorrales que ninguna brisa mueve. Porque en el sueño me fijo bien: de pura inmovilidad, todo parece pintado. Entonces me despierto (aunque ha habido veces que el sueño se ha alargado un capítulo y es cuando camino sin rumbo por un camino humeante).
Lo que quiero decir es que amo el frío y sólo tolero el calor cuando el mar está a tiro de piedra. Lo que he querido decir es que en los trópicos no está Henry Miller (los escribió en París) sino el señor notario que suda en un terno gris, el señor Ríos Montt en traje de fajina, el señor Arana goteando esperma en medio de sus indios esclavizados. Asocio el calor gotoso de Lima con todas las derrotas. Para mí el verano es una epidemia de cólera, una federación de mosquitos, los olores que prueban que no somos hijos de Dios.
Y ahora me traen la noticia de que el polo norte desaparecerá en el 2015. Y me dicen que los espejismos del calor se verán en las carreteras donde antes nevaba siete meses al año. Y que habrá peyotes en las cercanías de Anchorage. Y que Marc Anthony cantará en bividí en un Wembley plagado de calatos. Lo único que falta que me digan es que alrededor de ese mismo año Alan García regresará, al calor de las masas y en olor a multitudes, a gobernar el país que tanto lo merece.
César Hildebrandt
Cuatro mil oceanógrafos reunidos en los Estados Unidos han llegado a la conclusión de que, si todo sigue así, el polo norte habrá desaparecido en el año 2015.
El calor amenaza no sólo al planeta que hemos pisoteado. Amenaza a la inteligencia. No tengo la menor duda de que si los trópicos no produjeron filósofos es porque el sopor de la calentura menoscaba las sinapsis, apaga las luces del lóbulo frontal y excita, en cambio, el remanente mamífero del cerebro humano.
Alguna vez en Asunción, a las dos de la tarde, caminé por una ciudad fantasma de la que brotaban humos de asfalto y fumarolas que se elevaban de los charcos. No era la siesta del amor a plena luz sino la estupefacción yacente de los 40 grados centígrados. Era el desmayo generalizado de una ciudad derrotada por los vapores de Satán. Siempre supe, además, que Roa Bastos escribió lo que escribió gracias al aire acondicionado. Y que si no fuera por el gas freón a Castro no se le hubiera ocurrido que podía hacer de Kruschev un cajero automático.
Otra vez, al asomarme a la puerta de un avión que acababa de aterrizar, fui golpeado por un vaho embrutecedor que parecía venir de las calderas de un verano alienígena. Pero no. No era Mercurio. Era San Juan de Puerto Rico, la bella y ensopada ciudad que te puede matar con sus hervores. La ciudad que llama guiso de gandules a uno de sus platos más populares.
Y cómo odiaba Madrid en los veranos de mi autoexilio. Madrid que a las dos de la mañana ardía como si la luna hubiese adquirido los hábitos del sol. Y cómo me vengaba de Madrid pensando que con esas temperaturas España sólo podía aspirar a Ortega Gasset (sucedáneo verboso de un Kierkegaard, un Spinoza o un Kant) o a Gregorio Marañón (una versión de bolsillo de Jung). Y siempre estuve seguro de que en invierno escribieron Hernández, Salinas y Machado. Como que tampoco es casualidad que al canalla de Franco se le ocurriera dar el zarpazo en pleno julio: lagartija gallega.
Una de mis peores pesadillas consiste en que estoy perdido en un pueblo reventado por el calor buscando a alguien que sé que no encontraré. La gente no me habla pero me escucha y al final encuentro la salida. Pero la salida es una puerta ridícula que, una vez abierta, me pone ante la vista de un desierto chamuscado y unos matorrales que ninguna brisa mueve. Porque en el sueño me fijo bien: de pura inmovilidad, todo parece pintado. Entonces me despierto (aunque ha habido veces que el sueño se ha alargado un capítulo y es cuando camino sin rumbo por un camino humeante).
Lo que quiero decir es que amo el frío y sólo tolero el calor cuando el mar está a tiro de piedra. Lo que he querido decir es que en los trópicos no está Henry Miller (los escribió en París) sino el señor notario que suda en un terno gris, el señor Ríos Montt en traje de fajina, el señor Arana goteando esperma en medio de sus indios esclavizados. Asocio el calor gotoso de Lima con todas las derrotas. Para mí el verano es una epidemia de cólera, una federación de mosquitos, los olores que prueban que no somos hijos de Dios.
Y ahora me traen la noticia de que el polo norte desaparecerá en el 2015. Y me dicen que los espejismos del calor se verán en las carreteras donde antes nevaba siete meses al año. Y que habrá peyotes en las cercanías de Anchorage. Y que Marc Anthony cantará en bividí en un Wembley plagado de calatos. Lo único que falta que me digan es que alrededor de ese mismo año Alan García regresará, al calor de las masas y en olor a multitudes, a gobernar el país que tanto lo merece.
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