La economía va hacia el colapso
Forbes - lunes, 20 de abril de 2015
El ahorro, piedra angular del desarrollo
económico, es ninguneado y aniquilado mientras se siguen deprimiendo por
decreto las tasas de interés.
Toda persona a igualdad de circunstancias
prefiere lograr sus metas lo más pronto posible. Dicho de otro modo, valora más
el presente que el incierto futuro. Sin embargo, no todos pensamos ni sentimos
igual, por lo que hay una diferencia de intensidad en la ansiedad por lograr
esos objetivos que nos trazamos. A eso le llamamos diferencias en la
preferencia temporal que, al existir, abren un abanico de oportunidades de
intercambio mutuamente benéfico de bienes presentes por bienes futuros.
Aquellos con mayor preferencia temporal, están
deseosos de ofertar una cantidad más elevada de bienes futuros a cambio de un
bien presente del que puedan gozar hoy. Del otro lado, quienes valoran más los
bienes futuros estarán dispuestos a adelantarles a los primeros los bienes que
desean ante el compromiso de recibir más después. La preferencia temporal de
estos últimos es menos alta, y por renunciar a su consumo actual les llamamos
ahorradores o capitalistas. Desde la óptica de la teoría económica un
capitalista no es entonces el acaudalado empresario que conocemos, sino cada
uno de los millones de personas que por renunciar a parte de su consumo
presente aportan de forma variable a la acumulación de ahorro y, por tanto, a
la formación de capital. El ahorro es por ello la piedra angular del
crecimiento y desarrollo económico sostenidos.
Entre quienes demandan bienes presentes están
por ejemplo, los trabajadores y aquellos empresarios que necesitan adelantar el
pago a sus factores productivos hoy, y que debido al largo proceso de maduración
de sus mercancías necesitan disponer de recursos de forma inmediata.
Estos intercambios que aludimos dan origen al
“mercado de tiempo” –uno de los más importantes en economía– y a la llamada
tasa o tipo de interés. Podemos definirla como el precio de mercado de los
bienes presentes en función de los bienes futuros, que por lo general se
expresa en términos porcentuales.
Como podrá entenderse, al ser un precio fruto
del intercambio en el mercado, éste debe estar libre de intervenciones para no
mandar señales tergiversadas a los agentes económicos. A mayor oferta de ahorro
el interés ofertado será menor y, ante su escasez, para atraer ahorradores la
tasa de interés tendrá que elevarse. Este proceso se da gracias a la
interacción de millones de oferentes y demandantes en ese libre mercado de
tiempo… cuando lo es.
En el mundo que vivimos eso no ocurre. Tenemos
comités de “notables” en los bancos centrales que, en los hechos, deciden de
acuerdo con su criterio –que se supone informado– el “mejor” nivel para el tipo
de interés. El problema es que su actuar no es inocuo, sino que genera
distorsiones y una serie de consecuencias insospechadas muy destructivas.
Siempre que se fije un precio por arriba o por debajo de lo que el mercado en
libertad establecería, los resultados son muy negativos.
Los banqueros centrales basan sus decisiones en
información, estadísticas, gráficas y análisis macroeconómicos que desdeñan el
papel del individuo actuante. Esta visión mecanicista de la economía es
peligrosa, porque sus practicantes se creen capaces de comprender y abarcar de
manera agregada los millones de grados de preferencias temporales que tienen
cada una de las personas. Así, terminan decidiendo qué es lo más “conveniente”,
según su juicio de valor particular.
El problema es que si una mente es compleja,
millones son una aglomeración de complejos infinitos que ningún grupo de
notables sería capaz siquiera de concebir. De este modo, los tomadores de
decisiones saben la acción que ellos emprenderán, pero no tienen control alguno
sobre la reacción de los demás. Cada uno puede tener diversas reacciones al
mismo fenómeno, como responder distinto ante estímulos idénticos en diferentes
momentos.
Como tal, la acción humana implica que la rigen
leyes distintas a, por ejemplo, las leyes físicas, donde su constancia nos
permite predecir que los resultados de determinados experimentos podrán ser los
mismos siempre, o al menos en nuestro horizonte temporal.
De modo que la información de la que disponen
los banqueros centrales será, en realidad, ínfima dentro del complejo universo
del actuar de las personas.
Con lo anterior se puede entender que una señal
como la de abundancia de ahorro, que provocaría la reducción de la tasa de
interés, no es igual a la decisión de recortar esos tipos por voluntad oficial.
Para poder hacerlo, los banqueros del orbe se
han comprometido en la actualidad a inyectar cantidades sin precedentes de
liquidez mediante compras de activos que elevan sus precios, a estimular el
crédito y la expansión de la deuda bajo la creencia errónea de que “hace falta
demanda”, no ahorro. Grave error. La única vía para tener más consumo mañana,
es manteniendo siempre un nivel de sacrificio hoy –manifestado por el ahorro,
pues al transformarse en capital eleva la productividad y la abundancia de
bienes y servicios, que en consecuencia, tenderán a bajar de precio y a
volverse más accesibles. Habrá más consumo si primero hay ahorro.
La función empresarial, en este sentido, juega
un papel eminente. El descubrimiento de oportunidades de ganancia y la garantía
de que se respetará la propiedad privada de lo ganado, es el único incentivo
auténtico para la creación de más riqueza. Desde luego, el financiamiento de
esos empresarios debe provenir de ahorro real.
Pero en el mundo en que vivimos la abundancia
de ahorro es inexistente. Pese a ello, los mercados están reaccionando como si
lo hubiera. No hay ahorro suficiente para reponer el capital desgastado y
acumular más, sino creación desenfrenada de dinero –como consecuencia del
abandono del patrón oro– y crédito, magnificados además por el sistema bancario
de reserva fraccionaria.
Los empresarios responden a ese falseado
mensaje de que “hay mucho ahorro” –que en realidad es crédito generado del aire
por los bancos centrales– con diferentes decisiones de inversión. Tienen en
mente la creencia de que sus proyectos –dado el bajo nivel de tasas de interés,
son viables. Por ser ahora rentables, se embarcan en aventuras especulativas en
activos financieros –como el mercado de bonos y bursátiles– y en los de
producción de bienes de capital, alejados del proceso de consumo final. Lo
anterior debido a que con los tipos de interés bajos, el valor presente de esos
bienes de capital se eleva, se vuelve más atractivo producirlos. En
consecuencia, el flujo de fondos hacia la producción de bienes de consumo,
menos rentables, se va secando.
El resultado no puede ser otro que el desastre.
La razón es que mientras se puede acumular capital de forma permanente, no se
puede hacer lo mismo con la deuda, que es justo lo que se hace al expandir el
consumo por medio del crédito. El momento de pagar cuentas siempre llega.
Tarde o temprano el mercado descubre que, ni había
ahorro para sustentar tal creación de bienes de capital, ni se debió desviar
recursos de las áreas de producción de consumo final. Al haberlo hecho, la
inicial baja de precios de este tipo de bienes básicos (recuerden lo que tanto
nos dicen: “no hay inflación”) se revierte y, debido a la escasez que generó el
producirlos menos, se predispone que al final sus precios se disparen y
millones de personas tengan que padecer por ello. Aún no llegamos a esta etapa,
pero lo haremos.
Dicho de otra forma, la forma de combatir la
“deflación” que siguen intentando los bancos centrales, solo eleva el valor los
bienes de los ya de por sí ricos, mientras empobrece más al resto de la
población. Al querer combatir un incendio con gasolina, esa baja de precios que
se busca revertir con más crédito e impresión monetaria, condiciona que los
precios de bienes de consumo sigan cayendo, y que llegue una crisis peor.
La trama no termina ahí, pues al inflar los
precios de los bienes de capital por la especulación generada, se condiciona un
nuevo proceso agravado de deflación auténtica (definida como contracción del
crédito) cuando el mercado es incapaz de absorber tal cantidad de bienes de
capital producidos. De manera que gran parte de los nuevos proyectos de plantas
industriales, maquinaria, proyectos inmobiliarios, etc., terminarán desiertos.
Del otro lado, los mercados de consumo estarán devastados y los gobiernos en
quiebra. Un desastre que se pudo evitar.
La economía global está enferma por los
repetidos ciclos de auge y recesión que cada vez se agudizan más. La causa se
encuentra en la “mano negra” de autoridades políticas y monetarias que, guiadas
por teorías equivocadas, pretenden sacarla adelante con dosis cada vez más
grandes de lo que la enfermó: creación monetaria, crédito y consumo. El ahorro,
piedra angular del desarrollo económico, es ninguneado y aniquilado mientras se
siguen deprimiendo por decreto las tasas de interés.
La peor parte de esta historia es que esas
burbujas en activos que crean, revientan, vuelven a inflar y a estallar de
nuevo en otros sectores, alcanzan en punto de quiebre tras el cual ya no es
posible continuar el proceso y la depresión se vuelve casi permanente. Hay
signos de que nos acercamos a ese punto y maneras de resolverlo, pero los abordaremos
en la siguiente entrega.
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