Tras las huellas de los exploradores
INFOnews - viernes, 12 de diciembre de
2014
1. El Mar Muerto
Comenzá tu viaje en el punto más bajo del
mundo: el Mar Muerto. Después de enlodarte y flotar en las aguas saladas del
mar, disfrutá de un baño caliente en las montañas.
Maram Baz cubre con barro la última parte de su
cuerpo sin embadurnar y se para, con los pies separados, en la playa rocosa. Y
allí se queda, inmóvil durante diez minutos, asándose al sol, a 40 °C de
temperatura. Una vez cocida, se mete al mar junto a sus primos, quienes ya se
quitaron el barro del cuerpo y ahora ríen y disfrutan mientras flotan en el
agua salada.
Maram, una diseñadora de
interiores de Amán, se hace una
escapada al Mar Muerto todos los años. Se dice
que la gran cantidad de minerales que contienen las aguas de uno de los lagos
más salados del mundo es muy beneficiosa para la salud y que alivia desde el
eczema más difícil hasta la artritis más dolorosa. Maran grita desde el agua:
“No importa si en realidad no sirve de mucho, ya con estar acá me siento mejor.
El agua me relaja enseguida. Y este barro –dice, señalando su brazo lodoso– es
como ponerse una crema de lujo, pero gratis”.
Son muchos los que comparten su opinión. En los
centros turísticos que se multiplican a lo largo de la costa, la escena se
repite mientras los visitantes disfrutan a sus anchas: rusos ataviados con
sombreros enormes y vestidos sueltos retozan entre un tratamiento de spa y
otro; madres sauditas en burkinis persiguen a sus hijos alrededor de las
piletas, a fin de ponerles los flotadores; y europeos del norte, de piel blanca
y hombros colorados por el sol, entran cautelosos al mar y se olvidan de las
quemaduras apenas comienzan a flotar, como si estuviesen sobre una colchoneta
inflable.
Sin embargo, a menos que se haga algo, y
pronto, estas escenas no se repetirán por mucho tiempo. Las líneas horizontales
que se ven por encima de los cristales de sal en las rocas que bordean al lago
revelan que el nivel del agua ha bajado a razón de un metro por año durante
décadas. Al tener pocos afluentes, el Mar Muerto está, de hecho, muriendo. Se
hicieron planes para salvarlo antes de que sea demasiado tarde: la idea es
construir un canal que traiga agua desde el sur del país para que los niveles
del mar vuelvan a subir.
Los acantilados que rodean el valle ya muestran
señales de una gran presencia de agua. De las grietas profundas en la roca
nacen palmeras datileras, higos silvestres, adelfas y helechos. A 20 minutos en
auto por una ruta sinuosa, se encuentran las termas de Ma’in, donde el agua de
las cascadas forma estanques de agua de un azul lechoso. Las golondrinas, los
camachuelos trompeteros, las mariposas blancas como el mármol y las libélulas
rojas revolotean y disfrutan de las termas tanto como los niños que se lanzan
al agua dando gritos. Hay unas sesenta fuentes termales en la zona, cuyas aguas
promedian entre los 40 y los 60 °C. Nadar en ellas es como tomar el baño más
caliente que se pueda imaginar en medio de una ola de calor. Jordania no conoce
intermedios cuando se trata de agua.
Visto desde lo alto, el Mar Muerto, unos 400
metros abajo, parece un vasto espejo de agua azul fuera de lugar en medio de
este paisaje casi lunar. A medida que el Sol se oculta tras las colinas de
Israel, al oeste, las familias se reúnen para sacarse fotos y fumar en sus
narguiles. El bullicio del día se aquieta a medida que las aguas del Mar Muerto
se tiñen de violeta y después de gris hasta reflejar las luces que llegan desde
Jerusalén.
2. Petra
Pocos lugares conjugan el romance con la aventura
como Petra, la ciudad rosada entre las montañas, guardiana de los secretos de
sus antiguos habitantes.
Johann Burchardt siempre se había sentido un
explorador. Su sueño era descubrir la fuente del río Níger. Así que este joven
suizo partió de Inglaterra hacia Siria en 1809 decidido a cumplir su misión.
Sin embargo, el descubrimiento que le dio fama fue accidental. Cuando oyó
hablar de una ciudad desconocida por los occidentales y escondida entre las
montañas del sur de Jordania, decidió desviarse de su camino hacia Egipto y
posponer el comienzo de la expedición. Tres años más tarde, dejó su club en
Londres disfrazado de árabe para evitar levantar sospechas entre los beduinos,
quienes desconfiaban de los cazadores de tesoros, y atravesó un pasaje cubierto
de plantas de laurel y sujeto a inundaciones. La ciudad que lo esperaba a la
salida no había sido mencionada en los mapas por más de 500 años. El
redescubrimiento de Petra puso el nombre de Burckhardt en los libros de
historia.
Ahora es mucho más fácil llegar, pero la
emoción es la misma. El camino principal es a través de una grieta de más de
1,5 km de largo, llamada el Desfiladero o el Siq. Los nabateos, que
construyeron Petra en la época de Jesús, sabían cómo lograr efectos dramáticos.
Sus fortunas provenían de los impuestos que cobraban en rutas comerciales que
atravesaban el Medio Oriente y su reino era cuatro veces más grande que la
superficie de la actual Jordania. Durante el apogeo de la ciudad, los viajeros
cansados que se adentraban en el desfiladero se encontraban con un Siq lleno
del eco de las voces de comerciantes. Hoy, varias noches a la semana les
revelan a los visitantes los patrones rosados de las paredes de piedra. Sin
anuncio previo, el templo del Tesoro se erige por entre una raja en la roca, el
desfiladero termina y, de repente, todo es bullicio y movimiento. Los guías
beduinos ofrecen paseos en burro; los niños venden postales; y los camellos
braman su descontento. Sobre ellos, el Tesoro de 43 metros de alto, tallado en
la roca y cerrado a las visitas, continúa guardando sus secretos.
Petra se nos revela poco a poco. Los cañones
dan paso a calles de tumbas elaboradas talladas en las colinas; luego aparece
un anfiteatro construido por los nabateos y, más adelante, una calle rodeada de
columnas nos conduce a los baños y al mercado. En el puesto de joyas de su
primo, Abdullah Al Faquir sirve té a los viajeros que subieron los 800
escalones gastados para llegar hasta el Monasterio, la segunda tumba más
legendaria de Petra. “Esta es mi universidad”, dice Abdullah.
3. Wadi Rum
Llegó la hora de practicar tus dotes de
explorador. Seguí al desierto para pasear en camello y acampar bajo el cielo
estrellado.
Mahmud Zaweideh conduce su jeep por una duna
roja. “Manejo desde que tenía siete años”, grita, riéndose por sobre el sonido
de la radio de música pop árabe, mientras sus pasajeros rebotan en el asiento
de atrás. “Mi primer vehículo fue un camello, cuando tenía cinco años”.
Mahmud nació y se crió en Wadi Rum, y trabaja
como guía de quienes llegan al desierto para sentirse Lawrence de Arabia por un
rato. “Conozco cada uno de los 430 km cuadrados de la zona”, dice, mientras
deja que el jeep escale el arco de arenisca de Jebel Kharaz, y su pañuelo rojo
y blanco flota en el viento. Ante él, las montañas escarpadas emergen del suelo
cubierto de arbustos, formas extrañas se divisan en la roca gastada: el perfil
de un rostro, un monstruo agachado, un elefante. En la distancia, la arena del
desierto se enrosca.
Mahmud pertenece a la tribu beduina
al-Howaitat, que, se cree, desciende de los nabateos que cruzaron el desierto a
camello hace más de 2.000 años, trayendo consigo especias, marfil, incienso y
mirra. También dejaron a sus descendientes muchos recuerdos de su paso por el
lugar: por todo Wadi Rum hay camellos, avestruces e íbices tallados en la roca
e indicando la dirección hacia la que se dirigían los comerciantes y la calidad
de la caza. En el barranco de Barrah Siq se encuentra uno de los petroglifos
más recientes: la cabeza tallada de Lawrence de Arabia, cuyas excursiones por
el desierto se narran en el libro Los siete pilares de la sabiduría. El aire
romántico de las caravanas ancestrales, con sus bestias de carga abriéndose paso
por las dunas, cargadas de de mercancías exóticas, inspira a muchos a hacer una
excursión en camello. Poniéndose de pie con un vaivén, los camellos emprenden
su camino. Pero el espejismo desaparece al atardecer, cuando pequeños grupos de
viajeros se reúnen en las montañas para ver cómo el desierto se tiñe de rojo.
Un cernícalo planea por los aires, ajeno a los gritos de la muchedumbre. Mahmud
se reclina contra una roca mientras observa un jeep atravesar el valle, seguido
de una estela de polvo. “Nunca me voy a ir de acá”, dice, mientras la Luna
llena asciende desde el horizonte.
4. Arnan
La hospitalidad jordana se expresa por la
comida: visitá los mercados, asistí a una cata de vinos o tomá clases de cocina
en la capital para probar lo mejor.
En una tienda en una calle polvorienta en el
centro de Amán, Khaled Zumot abre otra botella del vino Saint George que su
familia produce desde 1954. En las sesiones de cata ofrecidas en la vinoteca de
Zumot, la mayoría de los visitantes se sorprende al oír que se produce vino en
Jordania, y de tan buena calidad. Lo cierto es que la tradición vitivinícola de
la zona se remonta a tiempos bíblicos. Los estantes están repletos de toda
variedad: merlot, shiraz, pinot noir, chenin blanc, sauvignon gris, tocai, la
mayoría ganadores de premios internacionales, y todos de producción local. Las
colinas al norte de la ciudad están repletas de viñedos, y en todos los puestos
callejeros venden uvas en cajas de poliestireno. Unos camiones desvencijados
llevan las uvas a los mercados de Amán, donde las venden junto con sandías,
granadas, ciruelas y tomates.
Es casi la hora del almuerzo en el mercado de
verduras y los pasillos rebozan de clientes que pellizcan las peras y se
detienen a oler los manojos de eneldo, albahaca y perejil frescos. Los
jovencitos se abren camino por entre la multitud cargando bandejas con té de
menta sobre la cabeza, y los puesteros pesan higos azules, duraznos y
berenjenas gordas y brillantes, u ofrecen consejos sobre cómo cocinar sus
productos, sin quitarse nunca el cigarrillo de la boca (“Testículos de cordero:
ideales para hacer a la parrilla con un poco de aceite”). Un par de calles
abajo, después de los puestos de hibiscos secos, menta, mejorana y canela, se
encuentra el mercado de dulces, donde venden las avellanas y los pistachos que
se usan en la pastelería tradicional árabe, tan dulce que hace doler los
dientes.
Con tanta abundancia a su alrededor y a mitad
de camino entre la India y Occidente, en Jordania la gastronomía es un asunto
serio. Al mediodía, en todos los restaurantes del país, la gente se reúne
alrededor de un plato de mezze, sirviéndose tahini y hummus con pan caliente;
el primer plato de una comida que suele durar horas.
“En Jordania, la cultura gira alrededor de la
comida porque, para nosotros, la hora de comer es el momento de compartir con
la familia”, dice Maria Haddad, mientras pica perejil en la terraza sombreada
de su casa en Jabal al-Weibdeh, uno de los barrios más antiguos de Amán. “La
forma preferida de las madres jordanas para mostrar su amor es a través de la
comida”. La misión personal de Maria es compartir ese amor con quienes visitan
su país a través de las clases de cocina que dicta en Beit Sitti (“La casa de
mi Abuela”), donde, además de enseñar cómo hacer pan árabe, limonada fresca y
tabule, transmite las tradiciones jordanas.
Al son del llamado a rezar de la mezquita que
se alza por sobre los tejados, Maria pone la mesa entre las higueras y los
árboles de mandarina, y sirve fattet magdoos, una especie de lasaña árabe hecha
con berenjenas, nueces, tomate y yogur. La acompaña Um Reen, una señora iraquí
que vino a Beit Sitti, paró un día para charlar sobre comida y nunca más se
fue. “Cuando era joven, solía venir a cocinar acá con mi abuela”, dice Maria.
“Queríamos mantener la casa abierta cuando muriese y enseñar a los huéspedes
los platos que solía prepararnos. En nuestra cultura, la hospitalidad es muy
importante. Eso es lo que tratamos de transmitir”. Así, brinda por los nuevos
amigos y se sienta a comer.
5. Jerash
El último tramo de nuestro viaje nos lleva a
Jerash, la ciudad romana mejor preservada de la región, llena de monumentos
antiguos y varias sorpresas.
Es el mediodía en Jerash y hace rato que la
mayoría de las personas se resguardó del sol. Descansan en la sombra, con tazas
de café espeso, y apenas tienen energía para charlar. Un hombre se protege bajo
un paraguas y trata de vender sombreros, repitiendo su argumento en un tono
monótono. El aire trae un sonido familiar pero marcadamente extraño: una gaita
toca la canción tradicional escocesa Auld Lang Syne.
Hapis-Ali-Hamdan solía trabajar en el
departamento de música del Ejército Jordano. Ahora jubilado, toca la gaita para
demostrar la excelente acústica del Teatro del Sur de Jerash. Este pueblo
milenario es uno de los sitios romanos más importantes y mejor preservados de
Medio Oriente. Aún conserva las calles rodeadas de columnas, los altos templos
y el hipódromo donde en la actualidad corren carreras de cuadrigas. Hapis
saluda a un viejo amigo suyo, el guía e historiador Hani Heyasat, con algunas
notas de Scotland the Brave. “¿Sabía que las gaitas son originarias de la
Mesopotamia?”, pregunta Hani con picardía. “Cuando vuelva a casa, dígales a sus
amigos escoceses que tocan un instrumento iraquí”.
Que Jerash aún esté en pie es un milagro
arqueológico. Fue sepultada por terremotos y redescubierta en 1806. Las
excavaciones continúan, y algunas partes del pueblo parecen un depósito de
chatarra romano. Las partes superiores de las columnas se asomaban por el suelo
señalando los tesoros ocultos bajo la tierra. Sin embargo, es muy fácil
imaginar cómo se vio el pueblo en su apogeo. Las ruedas de las cuadrigas
dejaron huellas en el Cardo Maximus, la calle principal, donde los habitantes
de Jerash se reunían para charlar y hacer compras; en la plaza principal se
distingue el petroglifo de una vaca, indicando dónde quedaba la carnicería; y
el foro, donde los niños venden agua, está casi igual que cuando los romanos se
reunían a escuchar las novedades de la capital imperial. Hani se sienta en uno
de los bancos del hipódromo y recuerda los días en que unas 14.000 personas
venían a ver las competencias. “Ahora tenemos estadios de fútbol para mantener
a las personas entretenidas”, dice. “Las cosas no han cambiado tanto en 2000
años”.
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