La razón de mi vida
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Ensayo. En “Filosofía natural”,
Paul Feyerabend cuestiona la racionalidad y el cientificismo radical para abrir
las posibilidades a otras tradiciones del pensar.
En una época en que en ciertas
partes del mundo se busca adjudicar casi todos los trastornos mentales a la
bioquímica, con el fin de identificarlos y clasificarlos para el buen
aprovechamiento de laboratorios voraces, Filosofía natural de Paul Feyerabend es
un recordatorio de los límites de la ciencia y de la urgencia de no desdeñar
otras tradiciones. El filósofo austríaco ya había anticipado que sus obras
Contra el método y La ciencia en una sociedad libre tenían un objetivo: “borrar
los obstáculos que intelectuales y especialistas crean para tradiciones
distintas a las suyas”, y demostrar que “la racionalidad es una tradición entre
muchas, más que un estándar que las tradiciones deben conformar”. Daba como
ejemplo el hecho de que “algunas formas de medicina tribal pueden tener mejores
modos de diagnosticar y tratar enfermedades que la medicina científica de
hoy... Otorgarle igualdad a las tradiciones es, por ende, no sólo correcto sino
de lo más práctico”.
En Filosofía natural Feyerabend
también regresa al mito como alternativa ante la prepotencia de la teoría
científica: “La oposición entre pueblos naturales y pueblos culturales se basa
en no escasa medida en una sobrevaloración de la escritura. La escritura se
asocia a menudo al progreso (o a una mayor inteligencia). Las lenguas de las
tribus sin escritura a menudo sobrepasan en complejidad a las lenguas
culturales que conocemos. De ahí que a veces los occidentales adultos no
consigan aprenderlas (acaso los niños tengan algo más de talento).” El alcance del
territorio explorado en filosofía –o para el caso, en literatura– no es
determinante; sí lo es la profundidad de la exploración.
Filosofía natural constituye una
investigación considerable, ofrece retazos de información preciosa y lidia en
la frontera con lo incógnito: “Lo inconmensurable es un problema para
filósofos, no para científicos, aunque estos últimos pueden tornarse
psicológicamente confundidos por cosas inusuales”. El estilo de Feyerabend
revalida que lo que inventan muchos filósofos es una forma de investigar, que a
menudo conduce a una manera de decir: “La existencia de niveles inferiores
junto a niveles superiores muestra lo difícil que resulta ser civilizado (tanto
en la conducta como en el pensamiento).” Hay momentos, incluso, en que con Feyerabend
lo que se dice –el tema, la opinión– no interesa tanto como su técnica para
pensar, la ejecución mental, como si el lector aprendiera con él ejercicios de
digitación. Feyerabend obliga a releer, pero a releer de inmediato, tal es la
fuerza hipnótica de razonamientos bien formulados que sin embargo sólo se
captan a la tercera o cuarta vuelta. Es que el autor de Adiós a la razón abogó
“por una ciencia con estilo y una poesía con contenido factual. El estilo en
ciencia no es una floritura externa que impide el trabajo serio; tiene su
influencia en la manera de conducir la investigación y de entender los
resultados de la investigación”.
Nacido para debatir y refutar con
gracia, los dardos reciben la bendición de una lengua afilada: “Podríamos decir
que la incompetencia, ya estandarizada, se ha convertido ahora en una parte
esencial de la excelencia profesional. Ya no tenemos profesionales
incompetentes, tenemos incompetencia profesionalizada”. Sus ideas más sólidas
están dichas como al pasar y tienen aplicaciones diversas: “Era casi como si
los racionalistas consideraran la argumentación como un ritual sagrado que
pierde su poder cuando lo utiliza un no creyente”.
En una autobiografía hipnótica –
Matar el tiempo – Feyerabend cuenta que tomaba apuntes muy rápido y que era un
lector devoto de Conan Doyle, Verne y Von Kleist. Los llevaba en sus caminatas
por los bosques y colinas cerca de Viena. Platón y Descartes lo hicieron caer
en la cuenta “de las posibilidades teatrales del razonamiento”. En un momento
creyó que podría convertirse en dramaturgo. Más tarde, como profesor
aprovecharía sus dotes de actor. Fanático de la ópera, Feyerabend estudió
canto: “un genio matemático puede empezar de inmediato con los problemas más
complejos. Un cantante debe esperar. A los veinte años uno no puede cantar algo
que exige diez años de preparación física, musical y espiritual. La razón es
que el canto involucra a todo el cuerpo”. Otra de sus devociones fue la
naturaleza: “Adoraba las noches oscuras en el campo; sin nada para ver, pero
con ruidos misteriosos por todas partes. Adoraba las tormentas; cuando sentía
que se acercaban, salía corriendo a los prados y le gritaba al cielo.”
Filosofía natural es la secuela de diversas pasiones: la naturaleza vista desde
la filosofía a lo largo de la historia. Richard Rorty decía que Feyerabend era
el Norman Mailer de la filosofía. Como suele pasar, el símil no es claro pero
resulta sugerente. El convencimiento acerca de lo que se está ideando es un
punto crucial en la filosofía de Feyerabend; así como otros filósofos requieren
de la vacilación para pensar y persuadir.
Una palabra puede definir a un
filósofo y esa es la palabra que en un principio salió a buscar (“devenir” para
Deleuze, “deconstrucción” para Derrida) y la que tuvo que izar para volver más
visible su filosofía; con frecuencia es justamente una palabra que decidió
atacar. Es el caso de Feyerabend con la palabra “razón”, y no hay una sola
arremetida suya en la que haya perdido el humor. La clave de un filósofo a
veces lo da el modo en que se ríe. Algunos filósofos franceses –Foucault,
Deleuze, Derrida– reían muy bien, aunque no tanto de sí mismos. Hay algo que la
literatura puede aprender de Paul Feyerabend: que puede estar cerca de ser,
como la filosofía para los griegos, una forma de vida.
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