¿Dónde empieza un negocio?
FORBES- 21 de septiembre de 2016
Nos han hecho creer que el inicio
de un negocio viene con una idea, pero resulta que 70% de los emprendimientos
no sobreviven ni un año, y no es por falta de ideas, sino porque no satisfacen
una necesidad
La teoría y el sentido común nos
dicen que un negocio empieza a partir de una buena idea. La lógica pareciera
indicar que el primer paso para iniciar un proyecto se da cuando se enciende el
foco y un pensamiento se abre camino para convertirse en realidad. Así, un
emprendedor se entusiasma, se ilusiona, empieza a prever, a planear, a
presupuestar, integra un equipo de trabajo, invierte tiempo, talento, recursos
y, en el mejor de los casos, realiza una buena idea que le gusta a todo el
mundo y por la que nadie está dispuesto a pagar. ¿Qué salió mal?
Hay escuelas de pensamiento administrativo,
como las tradicionales, que creen que el proceso de emprendimiento debe llevar
los mismos pasos del proceso administrativo. Es decir, se debe de llevar a cabo
una planeación exhaustiva y minuciosa para entregarle al mercado un producto o
servicio lo más pulido y bien determinado.
Así lo plantean desde Elton Mayo
hasta Michael Porter: el trabajo se hace en la intimidad de una oficina, un
laboratorio o un espacio que permita probar el producto antes de que llegue a
las manos del cliente.
Por otro lado, las teorías
modernas de este mileno, como Lean Startup de Eric Ries, creen que hay que
hacer un prototipo lo más austero posible, lanzarlo al mercado y permitir que
el consumidor interactúe y ejerza un papel cocreador para darle lo que necesita,
en la forma que necesita, sin desperdiciar tiempo ni dinero en estudios
tardados y caros que tal vez no sirvan para nada.
El péndulo de estas teorías
oscila en extremos lejanos y divergentes. Es cierto que la clave del éxito no
se encuentra necesariamente detrás de una lista de estudios, y también es
verdad que buscar retroalimentación del consumidor final no es tan fácil ni tan
barato ni tan inmediato. Es asombroso cómo algunos negocios por los que nadie
se atrevería a apostar ni cinco centavos se convierten en triunfos contundentes
y es verdad que ideas a las que se les veía gran potencial terminan siendo
fracasos rotundos. ¿Por qué?
Parece un misterio ver cómo
proyectos con imágenes magníficas, infraestructura especializada, estudios de
mercado que acreditan las posibilidades, se deshacen como pastillitas
efervescentes, y algunos negocios que fueron lanzados a base de intuición y sin
tanta reflexión se cubren de gloria generando muchas ventas y magníficas
utilidades. ¿Cómo es esto posible?
Pienso que todo está en la forma
en que se inician los negocios. No hay duda de que la creatividad y la
innovación son elementos indispensables en la creación de negocios; sin
embargo, la observación me ha llevado a concluir que no son fundacionales. El
primer paso para iniciar un negocio no es una idea, es una necesidad. Que me
perdonen todos los críticos y expertos de los foros universitarios y todos los
académicos que desde los libros nos impulsan a buscar una idea por cielo, mar y
tierra. No es por ahí. Es detectando las necesidades que tiene el mercado que
podemos iniciar un negocio con éxito.
Un emprendedor típico se enamora
tanto de su idea, a la que ha prefigurado y cuidado a lo largo del tiempo, que
generalmente no acepta que nadie la modifique ni la ponga en un lugar diferente
al que él, de antemano, se le ocurrió. En esa ilusión de emprendimiento quedan
atrapadas ideas que, siendo buenas, no son exitosas. El Código Romanoff
—independientemente de su valor historiográfico— nos cuenta la historia de un
Leonardo da Vinci que no quiso ser científico ni artista, sino que su verdadera
vocación era ser cocinero.
En el camino que le llevó a
perseguir su camino al caldero y la estufa sufrió varios descalabros. Primero,
se asoció con Sandro Botticelli para poner una taberna en la que servían a los
comensales zanahorias hechas esculturas y papas transformadas en obras de arte.
Salieron corriendo de Florencia perseguidos por comensales a los que les
interesaba comer bien, no comer bonito. Leonardo y Botticelli tenían estupendas
ideas de presentación de platillos, pero sus clientes no tenían necesidad de
satisfacer su gusto estético, querían saciar su hambre.
Las ideas culinarias de Leonardo,
la servilleta individual, el destapacorchos, el molinito de pimienta, son
inventos que actualmente se usan en la cotidianidad de las cocinas y las mesas
del mundo. Sin embargo, en aquel tiempo fueron desestimados. ¿Por qué? Porque
no estaban atendiendo ninguna necesidad específica. Cuando alguien descubrió su
utilidad y pudo encontrar un beneficio lógico para estos artefactos, pudo
comercializarlos y hacer negocio. Antes, no.
Por lo tanto, no creo que el
inicio de un negocio venga con las ideas. Desde luego, tenerlas es siempre
útil. La creatividad y la innovación serán siempre aliados de oro para todos
aquellos que quieran incursionar en el mundo del emprendimiento. Pero, cuidado,
no son suficientes. Nos han hecho creer que a partir de una idea podemos
generar planes que nos lleven a alcanzar una meta. Y, por ello, más del 70% de
los proyectos de emprendimiento fallan y no alcanzan a sobrevivir un año de
operaciones. No están satisfaciendo una necesidad.
Es posible que alguna de estas
ideas entre en el impulso de los clientes y alce una moda pasajera. Pero si lo
que queremos es que los clientes hagan sonar la caja registradora y hagan girar
la rueda de productividad, entonces tenemos que estar claros de cuál es la
necesidad que estamos cubriendo, cuál es la insatisfacción que estamos
atendiendo, cuál es el dolor que estamos aliviando. Mientras más primitiva sea,
mayores posibilidades de éxito; mientras más sofisticada, mayores elementos de
diferenciación debemos de tener.
La labor de convencimiento se
vuelve casi nimia desde el momento en que es el propio cliente el que descubre
que ahí hay algo que le interesa porque le va a estar resolviendo algún problema.
El primer paso para iniciar un negocio no es abrir el oído para escuchar el
canto de las musas, es abrir los ojos y poner atención en aquello que le hace
falta a nuestros clientes, sea un bien o un servicio, y entonces entrar en la
disposición de ponérselo a su alcance. Sin duda, es un cambio de paradigma al
que debemos atender. Los emprendedores necesitamos entender.
Cecilia Durán Mena- le gusta contar. Poner en secuencia números y
narrar historias. Es consultora, conferencista, capacitadora y catedrática en
temas de Alta Dirección. También es escritora.
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