Un regalo único para sus hijos:
leerles en voz alta
The Wall Street Journal. - febrero de 2016
La primera vez que le leí en voz
alta a uno de mis hijos, la experiencia terminó en llanto. Era una tarde de
julio muy calurosa hace 21 años, y mi esposo y yo acabábamos, increíblemente,
de obtener permiso para marcharnos de un hospital en Tokio con nuestro primer
bebé, una hija.
Inmediatamente después de entrar
a nuestro apartamento, confundidos y abrumados, llevé a la pequeña a la pequeña
habitación que habíamos preparado para ella, nos sentamos en la silla mecedora
que había pintado antes de su llegada, y comencé a leer en voz alta de un libro
de cuentos de hadas.
“Hace mucho tiempo, había un
viudo que tenía una hija”, le informé a la pequeña en mis brazos. “Como segunda
esposa, eligió una viuda que tenía dos hijas. Las tres eran muy celosas”.
El caluroso sol de verano pasaba
por las ventanas. Mi voz sonaba quejosa y extraña. La bebé no tenía idea.
¿Estaba siquiera escuchando? ¿Se suponía que debía mostrarle las ilustraciones?
Con un repentino sentido de lo absurdo que era, comencé a llorar. Las cosas
mejoraron rápidamente, pero honestamente, ¿qué clase de maníaca le lee
“Cenicienta” a un recién nacido?
Leer en voz alta probablemente
siempre sería importante en nuestra vida familiar, pero quizás nunca habría
adquirido su tinte de extremismo benigno sin la influencia de mi amiga Lisa
Wolfinger, quien había comenzado a tener bebés unos años antes que yo.
Ella fue la que me mostró por
primera vez la dichosa primacía que podía tener leer en voz alta, aún en un
hogar ajetreado. Le leía a sus cuatro niños todas las noches, por un rato largo
y casi sin excepciones. Recuerdo estar en una cena en su casa en Maine cuando
sus hijos eran bastante pequeños. Durante cócteles, se disculpó y subió al segundo
piso. Se ausentó por tanto tiempo que eventualmente alguien le preguntó a su
esposo si había algún problema. “Oh, no”, decía. “Les está leyendo a los
niños”. Cualquier frustración que podríamos haber sentido por ser abandonados
por nuestra anfitriona fue reemplazada por admiración y sorpresa, y para mí la
determinación de hacer lo mismo con mis hijos, cuando los tuviera.
Y los tuve, cinco, y desde ese
primer episodio histérico en Japón les he leído en voz alta a todos o algunos
virtualmente todos los días. Ha sido una de las grandes dichas de nuestra vida
familiar. También es cada vez más un tormento, porque a medida que los niños
crecen el día se vuelve más ocupado; porque es cada vez más difícil meter los
clásicos literarios en la cabeza a los niños antes de que vean las versiones de
Hollywood; porque la niñez misma está desapareciendo en la tecnología.
Sentarse con los niños y leerles
un buen libro es desde hace tiempo una de las grandes prácticas civilizadoras
de la vida doméstica, una forma casi mágica de cultivar sentimientos de
compañerismo, chistes compartidos y un entendimiento cultural común.
Sin dudas en la era moderna hay
algo atractivamente anticuado en que un adulto y un niño o dos estén sentados
en medio de un silencio sólo roto por el sonido de una sola voz humana. Sin
embargo, ¡cuán acogedor y adorable es! A diferencia de los aparatos
tecnológicos, que atomizan a la familia al absorber a cada miembro a su propia
realidad virtual, las grandes historias acercan a las personas de diferentes
edades, emocional y físicamente. Cuando mis hijos eran pequeños, a menudo leía
con mi hija mayor a mi lado, el niño retorcido como una pantera alrededor de
mis hombros con la otra mitad del otro lado del sofá, una pequeña hija en cada
rodilla, y el bebé en mi regazo. A veces mi esposo también se sumaba, tirado en
el piso con su traje y corbata.
El placer evidente de leer una
historia en voz alta no se limita a los jóvenes. Aún los adolescentes (y
esposos) escucharán si está bien escrito. Así que parece una pena que, en
muchos hogares, los padres les lean a los niños sólo hasta que tienen la edad suficiente
para leer solos. Hace una década, eso podía establecer un patrón de por vida
para desarrollar un gusto por la literatura. Se entendía que un niño que
aprendía a amar historias al escucharlas sería un niño que tendría la voluntad
de leer literatura más sofisticada por su cuenta.
Lamentablemente, asumir eso ya no
es tan fácil. En una época en la que las pantallas de cualquier tipo se han
vuelto omnipresentes, es más vital que nunca leer en voz alta a menudo, y por
un buen rato, mientras los niños escuchen. Sin un esfuerzo sostenido de los
adultos, muchos niños no se molestarán en atravesar ese umbral. En nuestra
familia, el intento de usurpación por parte del entretenimiento electrónico ha
alcanzado a cada hijo progresivamente a una edad más temprana, porque es la
dirección que está tomando la cultura.
Para muchos niños, si la elección
es entre un libro e Internet, gana Internet. Estudios de consumo de medios lo
muestran. Pero si la opción es entre deambular por mundos prefabricados en
línea y recibir la atención de un adulto devoto, seguramente la lectura de
cuentos humanos se impondrá.
Mi modelo a seguir, Lisa, la
anfitriona que desaparecía —que es productora de cine— señala: “Crear ese mundo
en tu cabeza es un músculo que debe ejercitarse. A los niños ahora les dan
servidas historias visuales, así que no tienen motivo para cerrar los ojos e
imaginar un mundo, imaginar cómo podrían lucir esas personas, la ropa y los
aromas y el paisaje”.
Por eso intenté furiosamente,
cuando mis hijos eran pequeños, adelantarme a Disney y otras versiones
cinematográficas de la literatura infantil. No es que las adaptaciones en la
pantalla grande sean necesariamente malas, pero tienden a colonizar la mente.
Quería que mis hijos conjuraran en su propias mentes historias tan particulares
como “Alicia en el país de las maravillas” o “Peter Pan”, antes de internalizar
las versiones animadas. Es cada vez más difícil.
Si bien los iPads y los audio
libros tienen sus virtudes, no tienen brazos cálidos, no pueden compartir un
chiste, y no saben nada sobre un niño en particular ni sus intereses. En el
caso de las historias grabadas, no pueden contestar preguntas ni observar el
asombro de un niño, ni saber cuándo detenerse y explicar algo.
Tanto adultos como niños se
pierden de algo cuando no hay lectura en voz alta. Los niños no verán fabulosas
ilustraciones ni escucharán vocabulario esotérico. Pero los adultos también
pierden: dejan pasar un valioso momento de conexión sostenida y mucha
diversión, así como la oportunidad de iniciar a sus hijos en sus favoritos
literarios y regresar a historias que de otra forma quedarían atrás.
Durante 45 minutos o una hora los
adultos les pueden dar a los niños —y a ellos mismos— un regalo irremplazable,
una base cultural, un gusto por el lenguaje, una participación en la rica
historia de contar historias. Sin dudas no es tanto tiempo. Habrá tiempo
suficiente más adelante para que todos vuelvan a Internet.
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