La desmesurada historia de un asesino a sueldo
Kienyke - lunes, 22 de febrero de 2016
Estaba a punto de tirar el gatillo una vez más, pero en esa
oportunidad la bala de su pistola 9 milímetros no iba contra quienes en ese
momento eran sus enemigos, se dirigía a su propio cerebro.
Con el dedo tembloroso en el arma se despidió en silencio de
sus seres queridos. Le pidió perdón a Dios por las cosas malas que había hecho
y se santiguó.
Lea también: Confesiones de un asesino de las ‘casas de
pique’ de Buenaventura.
Santiago* era un mercenario. Prestó sus servicios a empresas
privadas que trabajan para gobiernos de las fuerzas aliadas que combaten el
terrorismo en Oriente Medio. Esa tarde se iba a matar con la única bala que
desde hacía unos tres minutos le quedaba en su poder. Estaba herido.
Decenas de talibanes estaban del otro lado y aún tenían
munición. Santiago, un colombiano de 32 años, lo único que tenía al lado eran
armas vacías y cadáveres de compañeros. “Ese día nos mataron cuatro americanos
y un británico”, recuerda. “Lo único que sabía con certeza era que no me iba a
dejar agarrar vivo”.
“Usted se vuelve adicto al trabajo y a la plata.”
Santiago fue retirado del Ejército Nacional con el grado de
capitán hace varios años. Él mismo describe su oficio: “Mercenario es básicamente
ser un asesino a sueldo al servicio de otros gobiernos”.
Además: Así se realizan las peleas clandestinas en Bogotá.
Hace años tenía un trabajo aburrido, de escritorio, era jefe
de seguridad de una empresa en Bogotá, recibió una llamada del capitán Guevara,
hermano del coronel Julián Guevara, asesinado en cautiverio por las Farc en
2006.
Guevara y un americano, representante de una empresa
norteamericana llamada Blackwater, le ofrecieron trabajo: entrenar soldados
retirados que se irían para Oriente Medio como personal de vigilancia y
seguridad de entidades y personalidades de Estados Unidos y de otros países que
hacían parte de la coalición que ocupó Irak tras la caída de Saddam Hussein.
Lea aquí: Este es el plato típico del Bronx de Bogotá.
Le ofrecieron entrenar soldados retirados en una guarnición
militar del ejército en el norte de Bogotá; con armas, municiones y equipos
arrendados por el Estado colombiano. El sueldo que le ofrecieron era superior
al que se ganaba como militar y como jefe de seguridad. No lo pensó dos veces y
en un par de meses despachó el primer contingente; meses después el segundo.
Cuando despidió la tercera tropa ya había pasado casi un
año. Aunque ganaba bien, los soldados que se iban le superaban el sueldo en
casi tres millones de pesos. “Se ganaban 3.500 dólares y lo mejor de todo es
que ese dinero les quedaba prácticamente libre porque allá les daban
alimentación y dormida gratis”.
Además: Así se hacen las operaciones infiltradas en
Colombia.
Convenció al capitán Guevara para que le diera uno de los
cupos. En el cuarto grupo de militares que iba hacia Bagdad, Santiago se fue
como jefe de unidad. Firmó un contrato con Blackwater por 4500 dólares a un año
que mensualmente le consignaban a una cuenta en el banco Banismo de Panamá, en
el que les pagaban a todos los militares extranjeros.
El contrato estaba dividido en dos periodos de seis meses
cada uno, separados por un tiempo de vacaciones de un mes, pero estas eran
canjeables por un bono de 5000 dólares (cambiazo que aceptaba la mayoría).
Santiago permaneció en Oriente Medio por cuatro años
consecutivos. Estuvo en Kirkut, Al Hillah y Bagdad. Su labor era coordinar
parte de los militares colombianos. “Casi todos los días había algo de
actividad. Los carros que salían o entraban a la zona que teníamos controlada y
resguardada eran atacados por los seguidores de Saddam. Respondíamos con la
misma fuerza o a veces con exceso de ella.
“Por una serie de matanzas que no tenían mucha justificación
Blackwater fue investigada por violación a los derechos humanos y la vetaron
para trabajar en seguridad. La empresa terminaron cerrándola”, dice Santiago.
El peligro de morir era constante, pero según Santiago, el
trabajo no era tan complicado. “Había que vigilar y cuidar la llamada Green
Zone (un territorio que la coalición tomó durante la ocupación donde quedaban
los hoteles más lujosos, los palacios de Saddam Hussein, distintas embajadas y
donde se establecieron las legiones) y sobre todo, no dejarse matar. El
exterior, la zona de candela (Red Zone), era controlado por soldados de la
coalición o grupos especiales”.
Después de cuatro temporadas en el desierto y de una cuenta
bancaria bastante amplia, Santiago volvió a Colombia. En su país lo esperaban
tres personas: su mamá, su hermano y su hijo, con quienes pasó seis meses antes
de volverse a ir. “Usted se vuelve adicto al trabajo y a la plata. Además a uno
ya le hace falta la adrenalina que genera este trabajo”.
Volvió a Bagdad y estuvo seis meses más trabajando en
vigilancia hasta que un alto militar británico le ofreció un salario de 12 mil
dólares al mes a cambio de una labor más especializada: hacer parte de un grupo
de verdaderos milicianos.
Tocaba rifar quién cortaba la mano para identificar un
cadáver
“Nuestra tarea era llevar a cabo varias misiones de alto
impacto y con resultados rápidos y positivos. El grupo iba a atacar a los
talibanes en Afganistán. Nos infiltrábamos en casas de barrios corrientes y
bien ubicadas desde donde teníamos buena visibilidad y con capacidad de rápida
reacción en caso de ataques si se percataban de nuestra presencia”.
Antes de iniciar Santiago fue trasladado a Estados Unidos,
donde se entrenó y perfeccionó durante un par de meses. Allá firmó el
millonario contrato. “Ese sí fue un trabajo de vida o muerte”.
Santiago hacía parte de un grupo integrado por cuatro
británicos, cuatro americanos, un mexicano y tres colombianos. Se dejaban
crecer el pelo y la barba para intentar pasar un poco más desapercibidos.
Vestían de civil y cuando salían al exterior de la casa se cubrían el rostro
con turbantes.
La primera misión que Santiago y su grupo recibieron fue
‘despejar’ un caserío de talibanes al servicio de Al-Qaeda, donde funcionaba un
almacenamiento de armas de corto y largo alcance. A la zona, identificada por
inteligencia militar con antelación, llegaron armados hasta los dientes. La
misión era “destruir todo y también lo que se pusiera en medio”.
Los doce hombres llegaron en horas de la noche y con ayuda
de un dron armado con un rocket destruyeron la primera y más grande
edificación. La misión la completaron en menos de una hora. El resultado: no
quedó nada ni nadie en pie. Entraron doce y salieron doce. “Todo un éxito”.
Estando en el ejército colombiano combatió a la guerrilla en
varias zonas del territorio nacional. Con disparos a distancia está seguro de
haber dado de baja a varios milicianos, era su trabajo; pero nunca había
asesinado a sangre fría y de frente a alguien.
La primera vez que tuvo que matar a una persona a escasos
metros de distancia fue durante una operación cuyo objetivo era sacar con o sin
vida a un líder de Al-Qaeda de una zona específica.
Después de haber bombardeado el lugar ingresaron por el
objetivo. Al inspeccionar una de las casas destruidas, un terrorista esperaba
agazapado a Santiago, pero el colombiano fue más veloz en oprimir el gatillo y
la cabeza del miliciano estalló.
“Muchas de las misiones consistían en capturar líderes
terroristas que se escondían en barrios tradicionales y en sectores
residenciales. Otras misiones eran ‘despejar’ una zona. Despejar era
básicamente acabar con todo y todos los que había en un lugar.
El entrar y dar de baja al objetivo muchas veces no era
suficiente para demostrar que la misión estaba cumplida. En algunos casos, para
que los gobiernos mostraran a la opinión pública la contundencia del golpe o
simplemente para corroborar científicamente que el abatido sí era el que
buscaban, había que mostrar el cadáver o cortarle una mano o al menos un dedo.
Una tarea desagradable que se rifaban entre el equipo.
A uno le pagan específicamente para matar gente. A veces, no
muchas, caían niños, mujeres y ancianos. Pero esos casos se daban
principalmente por el cruce de disparos. Estaban en el lugar equivocado y a la
hora equivocada. Otras veces esos niños y mujeres eran combatientes y si no los
matábamos pues nos mataban a nosotros.
O es usted o son ellos…y prefiero ser yo. Uno entra en
conflicto y encontrones consigo mismo. Uno a veces ve cosas o hace cosas que
preferiría nunca recordar, ahí es cuando uno se da cuenta que la está cagando.
Me he dado golpes de pecho, pero ese era mi trabajo y es un trabajo como
cualquier otro.”
El hombre de ojos pequeños, estatura promedio y ancho de
espalda y brazos porque es aficionado a levantar pesas, dice: “Los muertos no
son solo del otro bando. Muchos militares extranjeros mueren en esa tierra.
Aunque la consigna es que nadie se queda atrás, vivo o muerto, tiene que
regresar a casa, a muchos los hemos visto desintegrarse por una bomba, un misil
o un suicida.
Una bala para su propio cerebro
“Ver un muerto que usted estime duele mucho”, dice y bebe un
trago de gaseosa para tomar aliento y contar que a uno de sus mejores amigos lo
mataron las esquirlas de un rocket mientras que el hombre hablaba con su esposa
por video llamada.
Cierto día en Bagdad los rebeldes iraquíes atacaron la Green
Zone. Cuenta Santiago que desde trincheras se podía ver a los milicianos armar
y disparar rockets. La alarma del radar de misiles indicó que era hora de usar
los bunkers. Casi todos se resguardaron pero varios no alcanzaron a protegerse
“Ese día hubo algunas bajas, la mayoría eran soldados filipinos que estaban a
cargo de las cocinas y el aseo”, recuerda el colombiano.
Cuando los bombardeos cesaron, los militares recorrieron la
zona para evaluar víctimas y daños. Santiago caminó hacia los contenedores
habitacionales y uno de ellos, donde dormía uno de sus mejores amigos, estaba
medio destrozado.
El colombiano entró y vio a su amigo sentado de espaldas y
con la cabeza ensangrentada sobre la mesa del computador. La pantalla del
aparato estaba quebrada, pero aún en ella se podía ver y escuchar los gritos de
la esposa del muerto. La mujer, radicada en Estados Unidos, a miles de
kilómetros, lo vio morir por las esquirlas de un rocket que se incrustaron en
su cabeza.
“Fue la primera y penúltima vez que lloré y la primera vez
que renegué el estar ahí”, narra Santiago.
Suspira hondo y sigue su relato. “El trabajo como mercenario
me dio la oportunidad de tener el dinero que no me hubiese dado el seguir como
militar. Al llegar a Colombia compré dos apartamentos, uno se lo regalé a mi
mamá, allá viven mi hermano y mi hijo”. El otro apartamiento lo compró para él
en la ciudad de Colombia donde actualmente está radicado y donde se llevó a
cabo esta entrevista.
Santiago lleva más de un año en Colombia. Está disfrutando
parte de lo que ganó en Oriente Medio. También está evaluando una propuesta que
le llegó hace pocos meses: la empresa británica que lo contrató como mercenario
lo volvió a contactar y le ofreció 15 mil dólares para que vuelva a ser parte
de sus filas. Pero él está pidiendo 19 mil para irse y un seguro de vida de 100
mil dólares.
Si a Santiago no lo hubieran sacado del ejército nunca se
hubiera ido como mercenario y hoy en día sería un alto oficial y muy
seguramente, dice él, sería uno de los buenos militares del país. “Yo hacía
parte de las fuerzas especiales y mi ejército era lo que más quería”.
“Actualmente están contratando mercenarios para llevarlos a
Siria y Yemen para acabar los reductos fuertes del Estado Islámico. Hace tres
meses un comando de mercenarios fue emboscado y ahí murieron siete colombianos,
han sido los únicos colombianos que han muerto en Oriente Medio, todos eran
amigos míos.
Santiago vuelve a recordar ese día en el que tuvo que montar
su última bala en la pistola.
“Íbamos de regreso para la embajada británica. Éramos una
caravana de unos siete carros. En la mitad de la nada nos volaron el carro de
adelante y el carro de atrás. Los vehículos se detuvieron y nos bajamos a
responder el ataque y a resguardar a los compañeros heridos”.
Santiago llevaba 16 proveedores de fusil con 30 disparos
cada uno. Tenía también 12 proveedores de pistola con 10 disparos cada uno y
seis granadas. Todo lo agotó.
Nunca supo cuántos talibanes los estaban atacando, pero por
la cantidad de disparos sabía que los superaban en número. Ellos eran 17 y les
mataron cinco.
Santiago le quitó el fusil, la pistola y las granadas al
cadáver de un compañero que yacía junto a él. También se le acabó esa munición.
Lo hirieron. Estaba desarmado y sabía que venían por él y por sus compañeros,
quienes también habían agotado sus municiones.
Fue en ese momento en el que sacó del bolsillo de la
chaqueta la bala que nunca había pensado usar. Agarró su pistola Glock y con
dos lágrimas rodando por su rostro montó el proyectil en la recámara del arma.
Tomó aire. Lo expulsó con fuerza. Iba a disparar contra sí
mismo cuando el sonar de un helicóptero le hizo separar el cañón del arma que
ya estaba bajo el mentón.
Al comprobar que se trataba del apoyo aéreo que creyeron no
alcanzaría a llegar, Santiago se escondió detrás del carro y esperó que los
hombres que iban en el aparato repelieran el ataque y acabaran con el grupo de
talibanes que ya les habían ganado esa inesperada batalla.
“Uno nunca se puede dejar agarrar con vida. Es preferible
morir en combate o pegarse un tiro antes de que se lo lleven. Para eso muchos
de nosotros tenemos muy bien guardada, en algún bolsillo, una bala. Esa bala
solo se monta en el arma cuando ya no hay nada que hacer, cuando sabes que tu
vida está más allá que acá”.
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