¿Estamos cerca de una nueva crisis financiera
mundial?
Forbes- 15 de Febrero de 2016
La disyuntiva es si este convulso
año es el origen de una nueva crisis financiera que conducirá a otra recesión
global o si es sólo un tropiezo de los mercados en una tendencia aún alcista.
El petróleo, China y la Reserva Federal son los que pueden convertir el riesgo
en sistémico.
En la edición de junio de 2014,
en una portada de Forbes México titulada El tiempo apremia, se advertía de la
peligrosa conformación de burbujas, la generación de desequilibrios y la
materialización de excesos que en aquel entonces todavía podían sostenerse un
poco más. Aunque, vaticinábamos, podrían empezar a generar problemas en 2016 y
su estallido complicar fatalmente el final de sexenio de Enrique Peña Nieto.
El sentido de urgencia en aquel
texto era por los planes y las reformas de la nueva administración. Mientras
que altos funcionarios del gobierno federal y el Banco de México (Banxico)
auguraban para el final del sexenio una expansión del PIB a tasas cercanas a
5%, gracias a las reformas estructurales, nuestro temor era que se estuvieran
desaprovechando los años más placenteros del sexenio. Y preveíamos que la
segunda mitad podría ser, en lo económico y financiero, muy turbulenta e
incluso provocar una nueva traumática recesión global.
Pues bien, apenas ha empezado el
año y la profecía parece cumplirse. El inicio de este 2016 está resultando
funesto, el peor de la historia, tanto que hasta el gobernador de Banxico,
Agustín Carstens, cuyo ojo siempre ve el futuro con optimismo, nos previene de
que podría estar acechándonos una crisis “potencialmente severa y de
consecuencias violentas”.
La naturaleza de la crisis que se
nos puede venir encima no es muy diferente de las dos anteriores, la del año
2000 (el estallido de la burbuja de las puntocom) y la de la Gran Recesión de
2008-2009 (la explosión de la burbuja inmobiliaria). Ambas estuvieron
precedidas por fases demasiado largas de políticas monetarias acomodaticias,
con tasas de interés muy bajas, que propiciaron una excesiva asunción de riesgos.
Esta vez no es distinto. Es más,
creemos que es lo mismo pero magnificado. Si de la anterior crisis (la de
2008-2009) se responsabilizó en buena medida al jefe de la Fed, Alan Greenspan,
por mantener las tasas de interés demasiado bajas y por demasiado tiempo,
ocasionando excesos y burbujas muy difíciles de gestionar, ¿qué se puede
esperar tras siete años con las tasas de interés en 0% y tres versiones
distintas de programa de compra de activos o QEs?
Esos siete años con tasas en casi
0% han facilitado políticas monetarias expansivas a lo largo y ancho del mundo,
y hoy las burbujas borbotean por doquier. Están en Wall Street, donde las
valuaciones son muy caras. Sus principales índices tocaron máximos históricos
en mayo de 2015, pero desde entonces muestran claros signos de fatiga, sin
fuerzas para rebasarlos y con recurrentes recaídas que les ha llevado, en las
fechas que escribimos esta nota, a territorio de “corrección” (un retroceso de
más de 10% respecto del máximo de mayo).
Están en China, no sólo en el
mercado inmobiliario, también en sus bolsas de valores y en la excesiva deuda
asumida por sus empresas. Y en el mercado corporativo de “bonos basura”, donde
los capitales afluyeron desproporcionadamente, atraídos por sus atractivos
rendimientos en un entorno de bajas tasas de interés y cuyas dificultades
evidenció, al final del año pasado, el descalabro de Third Avenue Management.
También reverberan en los
mercados de deuda soberana, un segmento que en los países desarrollados está
distorsionado por las intervenciones de los bancos centrales y en los
emergentes por el entorno global de tasa cero.
Finalmente, afloraron también
burbujas en el mercado de materias primas. Por tanto, no hay rincón del mercado
financiero donde, gracias a un dinero muy abundante y barato, aunado a la
resistencia de las instituciones financieras a conceder préstamos en un
contexto mundial de crecimiento lento y poco saneado, los capitales hayan
acudido en masa en busca de mejores rendimientos.
Pero así como las burbujas
emergieron y se inflaron, ahora empiezan a estallar. No es casualidad que la
primera en reventar haya sido la de las materias primas: fue también la primera
en formarse y en responder a las políticas de inyección monetaria de los
banqueros centrales. Lo malo es que el estallido de una burbuja provoca
inestabilidad financiera, miedo, confusión, pérdidas; y los inversionistas,
para evitarlas, incurren en ventas rápidas y contagiosas que se propagan por
todos los rincones y terminan por derribar precios de los activos.
La gran cuestión ahora es si en
2016 podría detonar el temido estallido, quién será el causante y cómo se
propagaría al resto de los mercados financieros. Veamos a los principales
sospechosos.
El primero, consideramos, es el
petróleo, que se puede convertir en el equivalente al “subprime” del 2008, por
los efectos colaterales que puede ocasionar. La causa de su declive es fundamental:
el mundo está anegado de petróleo. Hay aceite para dar y repartir, más del que
se puede consumir: por el fracking de Estados Unidos, porque la OPEP se niega a
recortar sus cuotas de producción, porque a Irán le han levantado las sanciones
y porque todo aquel país o empresa a quien le resulte rentable producir a los
actuales precios extraerá y venderá todo lo que pueda para mejorar sus
ingresos y resistir. Ante ello, la demanda en los mercados internacionales se
desvanece porque Estados Unidos se dirige a la autosuficiencia, China y los
países emergentes se expanden a un ritmo más lento, Europa y Japón están cerca
del estancamiento y el invierno ha sido cálido en el hemisferio norte por el
fenómeno de El Niño.
El resultado: los precios del
crudo se derrumbaron, hasta nuevos mínimos en 12 años. Por supuesto que la
caída de los precios de los combustibles es un ahorro para los consumidores,
que disponen de más recursos para gastar en otros bienes, y eso impulsa el
consumo privado y la economía.
Sin embargo, también ha
significado contratiempos que hacen peligrar la estabilidad financiera. En
primer lugar, es un duro golpe para las economías exportadoras de materias
primas, dado que la merma de los ingresos ha supuesto un deterioro de las cuentas
fiscales y externas, sustanciales depreciaciones de las divisas de los países
emergentes, aumentos de las tasas de interés domésticas y economías con ritmos
más lentos de crecimiento (y no en pocos casos, recesión). Esa reacción de las
monedas y las tasas ha acarreado nuevas repercusiones negativas: los países
cuyos agentes económicos habían emitido pasivos en dólares o a tasa variable,
han visto como su deuda se acrecienta implicando riesgos de quiebra y, por
tanto, problemas de financiamiento.
Otro impacto indeseable es sobre
las propias compañías petroleras. Quizás muchas de ellas lograron sobrellevar
el 2015 al contar con coberturas. Pero un 2016 con los precios del crudo aún
más bajos es un reto a su supervivencia. De modo que para este año se espera
una avalancha de petroleras que pueden entrar en insolvencia. Eso ya lo están
pagando en los mercados de valores, lo que en parte explica el batacazo de las
bolsas en este inicio de año.
Además, amenaza con estrangular
el crédito en el sector de deuda corporativa de alto riesgo; esto es, los
llamados “bonos basura”. El efecto ya se deja sentir sobre las empresas
petroleras: nunca antes en la historia los inversionistas habían exigido un
premio tan elevado para detentar deuda de alto riesgo de las compañías de este
sector. Pero el peligro es que el aumento de las quiebras se materialice, los
inversionistas retiren su dinero de forma precipitada y desordenada, fuerce
las ventas en otros sectores y los problemas de liquidez se propaguen a todo el
segmento de “bonos basura”.
¿Será este mercado causa de un
riesgo sistémico? Según Fitch, el porcentaje de la deuda de alto rendimiento
que entró en impago entre las compañías energéticas de Estados Unidos alcanzó
un máximo de 11.3% en diciembre, la cifra más alta desde que empezó a registrar
dicha información en el año 2000.
Otro claro sospechoso es China,
cuya conducta también puede representar un riesgo sistémico. El principal
problema es que su economía se expande al ritmo más lento desde 1990. Eso ya es
un riesgo sistémico en sí: el país asiático ha sido la locomotora de la
economía mundial desde la Gran Recesión de 2008-2009, y el que esta gran
factoría se enfríe explica, en gran medida, el derrumbe de precios de las
materias primas, la crisis que de los países emergentes y los riesgos a la baja
en el crecimiento global.
Las autoridades chinas son
conscientes de que tienen que redefinir su modelo económico hacia uno más
sostenible, basado en el consumo interno. El reto es gestionar esa transición
sin que la economía sufra un descalabro, que pueda arrastrar a la economía
mundial a una recesión, lo que no está resultando fácil.
Hasta hace poco, el principal
instrumento usado por China para suavizar la desaceleración fue la política
monetaria: cada vez que sentía que el crecimiento perdía fuelle muy rápido,
reducía los requerimientos de caja o recortaba las tasas de interés. Pero esa
política monetaria expansiva, ese dinero barato, agudizaba otros
desequilibrios: los inversionistas aprovecharon las tasas de interés bajas
para apalancarse y comprar acciones, creando una burbuja en la bolsa de valores
china.
Al mismo tiempo, el bajo costo de
financiamiento sobrecalentó los sectores de inversión fija y vivienda, ya de
por sí boyantes; y para financiar esas burbujas se generó además una bola de
deuda que, en el caso de las corporaciones, es alarmante. La deuda del sector
privado no financiero chino (familias y corporaciones) y del gobierno se elevó
a 235% del PIB en 2014, es decir, 82% más que a finales de 2007, según el Banco
de Pagos Internacionales (BIS, por sus siglas en inglés).
Pues bien, esa gran masa de deuda
se concentra sobre todo en el sector corporativo no bancario y representa un
157% del PIB, un aumento de 58% versus 2007. Mucho más controlada es la deuda
de las familias (36% del PIB) o la deuda pública (41%).
Ante las limitaciones para seguir
con estas políticas monetarias expansivas, que a su vez presionaban el yuan a
la baja, el gobierno chino decidió recurrir a una devaluación de la moneda en
agosto de 2015, con el fin de abaratar los productos chinos y espolear su
economía a través de las exportaciones. Eso provocó varios descalabros: en
primer lugar, una estampida de capitales de la bolsa al restar atractivo a la
cartera de inversiones en yuanes, que provocó el derrumbe del Shangai Composite
y otros referentes chinos; en segundo lugar, produjo dificultades adicionales
para las empresas chinas endeudadas en dólares, y en tercer lugar, arreció la
“guerra de divisas”, lo que provocó otra oleada de depreciaciones entre las
monedas emergentes, entre ellas al peso mexicano. El yuan provocó nuevas
convulsiones en los mercados al inicio de 2016, al entrar en otra senda de
rápida depreciación.
China tiene muchos frentes
abiertos, cuya verdadera dimensión desconocemos por la falta de transparencia,
y en medio de todo ello trata de conducir un aterrizaje suave de su economía,
en un equilibrio delicado.
El tercer sospechoso que puede
causar un estallido de los mercados es la Reserva Federal de Estados Unidos,
aunque nos tememos que, dada la actual inestabilidad financiera, será muy
complicado que vuelva a subir las tasas en lo que resta de año, pues sería algo
así como echar gasolina a un cerillo ardiendo para terminar de prender la casa.
La casa es esta economía global
que para salir de la Gran Recesión de 2008-2009 puso una burbuja sobre otra
burbuja.
Ahora, después de siete años de
dinero barato, ya estamos en el techo, trepados en un tejado especulativo del
que sólo nos resta por saber si será en lo que resta de este 2016 cuando toda
la techumbre se nos venga abajo.
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