Viaje a la cárcel del infierno
El Mundo - martes, 3 de marzo de 2015
EL MUNDO entra de incógnito en la prisión
peruana de Ancón II, la cárcel donde viven 200 de los 327 reclusos españoles.
Como el Billy Hayes de El Expreso de
medianoche, un día el canario Clemente estalló, se puso a arrancar furiosamente
una tubería, terminó en la celda de castigo y allí se prendió fuego vivo.
Debido a su enfermedad, el andaluz Borja
necesitaba insulina. La pidió por activa y por pasiva. Nadie se la
suministraba. Una mañana amaneció muerto en la celda compartida.
El anciano Marcelino tenía un cáncer de
garganta, creciente y feo, como todas estas manchas que estamos viendo en el
techo. Cuando quisieron preguntarle, ya no abrió más la boca.
Y luego está el caso inenarrable de Jonathan
Pérez, la historia demencial de un chico alicantino de 35 años que -unos días
antes de salir- recibió un fuerte impacto en la cabeza y murió desnucado.
Falleció el 28 de noviembre de 2014. Llevaba
casi tres meses enterrado cuando, el 16 de febrero, las autoridades peruanas
pusieron el broche surrealista de aprobar su extradición para que por fin
viniera a España.
-Oye, ¿podemos hablar contigo un momento? -le
preguntamos a un preso español extremadamente delgado que está tirado sobre el
cemento.
-Vale. Así no me drogo durante este rato.
ELMUNDO ha entrado de incógnito a la prisión de
Ancón II no sólo para contar cómo mueren los presos españoles en Lima. Sino
fundamentalmente para contar cómo viven.
Los entrecomillados de esta crónica están
escritos tirando de memoria, con una caligrafía de urgencia. Porque, después de
llevar un par de horas trabajando dentro, varios funcionarios de prisiones
fueron alertados por otros reclusos extranjeros y nos instaron -amablemente- a
arrancarle varias hojas al cuaderno.
En las líneas que siguen no aparecerá ningún
nombre propio, ningún detalle que comprometa a los entrevistados. La última vez
que esto ocurrió (en el extraordinario programa Encarcelados de La Sexta),
Jesús García -alias Pollito, 22 años- acabó siendo castigado severamente y
trató de quitarse la vida.
En mitad del desierto
En medio de un paisaje lunar, erigiéndose como
un fortín de hormigón y coronando una loma donde un cartel te golpea como un gong
("Prohibida venta ambulatoria. Orden de disparo"), se levanta
siniestra la prisión de Ancón II como un ojo de Sauron.
De los 327 españoles que hay presos en Perú,
unos 200 lo están entre estos muros en condiciones infrahumanas, la inmensa
mayoría por hacer de mulas de la droga huyendo de la crisis económica.
Hemos elegido entrar en el módulo 4, pabellón
3A, donde hay una treintena de nuestros ciudadanos. Para acceder es obligatorio
quitarse los cordones de los zapatos y el cinturón. Dejar el pasaporte. No se
puede llevar una prenda de vestir de color negro: los carceleros temen que
pueda ser utilizada para una fuga nocturna.
En este desierto también es domingo, día de
visita de familiares y amigos. Hay un ambiente festivo a la entrada. Lo que no
obsta para que olvidemos lo que este lugar representa. Cuando entramos, todos
están hablando de ello en el patio: ayer sábado, el mexicano Carlos Eduardo
Pildrán se suicidó en el pabellón 2B. Rebanándose su propio cuello.
Descalzos
Los pasillos con seis celdas cada uno. Hasta
ocho presos por celda, algunos sin colchón. Un patio del tamaño de un pequeño
campo de fútbol sala. Una mesa de ping pong. Un aparato para hacer pesas. Una
hilera de rejas. Y todo el tiempo del mundo para escarbar en uno mismo.
Una vez dentro, lo primero que llama la
atención son cuatro cosas: el deambular de hombres famélicos, las miradas
furtivas, las condiciones higiénicas y, por supuesto, los pies.
Nos lo cuenta un español descalzo al que le
queda mucha condena sobre un charco amarillo: "En invierno dormía con las
zapatillas puestas por dos razones: porque tenía frío y para que no me las
robaran. Ahora ya ni tengo".
Todo se paga y todo se vende. Todo se negocia y
todo se arriesga. Todo se anuda con maromas y todo pende de un hilo: alguien
tira de más un día y caes, como cuando le cortan las cuerdas a un pierrot.
Si quieres un tupper para comer, lo compras. Si
quieres una celda, debes aflojar. Si quieres seguir vivo, pagas. Los intereses
son del 500%. Si te dejan un sol, tienes que devolver cinco. Si no lo haces...
Si no lo haces, ya sabes lo que sucede.
-¿Y qué haces para aguantar?
-Rezo.
'Crack' por 30 céntimos
La escena es tan sórdida como conmovedora: un
recluso mayor -o que parece mayor- reparte diminutas rocas de crack entre los
presos. Al modo en que un granjero echa de comer pienso a las gallinas. De forma
animal. Indiscriminadamente. Como el que siembra.
Y de hecho es lo que hace: sembrar.
"Los españoles somos presa fácil. En
cuanto nos llega el dinero que nos da el consulado al mes [antes eran 120 euros
y ahora son 60], te lo arrancan. Las mafias de dentro quieren que el español se
enganche para chuparle la plata. Y así pasa: se enganchan. Hay chicos que
acaban vendiendo su comida a cambio de más droga. Yo soy de los que lo hago al
revés".
Cuando llega la paila (el rancho de comida),
los presos primero se arraciman en torno a la inmensa marmita y luego hacen una
ordenada hilera. En realidad la paila es un caldo donde flotan papas, zanahoria
y guisantes. Con más agua que otra cosa.
El funcionario está a una distancia de no más
de 10 metros al otro lado de la reja -sentado en una silla-, pero el interno
puede acceder al hipermercado más variado y salvaje.
Por cinco soles (un euro y medio), te puedes
hacer con un gramo de nieve. Por un sol (30 céntimos), te puedes meter una
piedra de crack. Marihuana. Ketes de pasta base de cocaína. Y un buen montón de
sustancias de las que tomamos nota y cuyo nombre se quedó allí dentro, anotado
en unas hojas de cuadros de la marca Lyreco.
Hay una de las celdas a las que no nos está
permitido entrar. La puerta está cerrada. En la puerta hay un preso de guardia.
-Ahí no podéis entrar.
En prisión hay cosas que es mejor no preguntar.
Luego sabremos el porqué: un grupo de internos está cocinando droga en una
olla. Sobre la mesa hay un kilo de cocaína. A diferencia de otras puertas, la
de esa celda permanece llamativamente cerrada.
-No, no, no. Ahí no debéis entrar.
Sin luz ni agua caliente
En este mundo a oscuras no hay luz: el cableado
de cobre ha sido arrancado de las paredes.
En este agujero frío no hay agua caliente: los
internos hacen sus necesidades en cuclillas, en algunas celdas a la vista de
todos.
En esta galería insalubre, no todo es sucio.
Nos gustaría dar su identidad y cintar la
verdad. Escribir un puñado de líneas diciéndole a su familia que está muy bien,
que no prueba droga alguna, que tiene una sonrisa destartalada de ayeres, que
aún da la mano bien fuerte, que este reportaje también fuera una buena noticia.
Pero dar su nombre no sería sensato.
"Dentro de lo que cabe estoy bien. Procuro
estar solo y no meterme con nadie. Echo en falta la soledad. Cada vez queda
menos para que salga de aquí. Los míos tienen que saber que lo vamos a celebrar
comiéndonos una vaca entera. Una cosa he aprendido que antes no sabía: la
mierda que es la droga y lo que provoca en la gente".
-¿Qué día es hoy, tíos? -nos interrumpe otro
interno.
-Domingo.
-Ah. Gracias.
Andan descalzos. En círculo. Algunos como si
estuvieran atados por lazos invisibles a un tiovivo. A veces alguien echa a
correr y de repente frena. Un hombre grita.
Hay un español al que llaman el Ovni. Es
inevitable preguntar mirando al contaminado cielo de Lima.
-¿Y eso?
-Cada vez que consume dice que ve platillos
volantes.
El convenio
A diferencia de lo que pasa con los países
anglosajones -que tratan de sacar cuanto antes a sus compatriotas que caen
presos en Perú-, los reclusos españoles que dan con sus huesos aquí ven cómo se
acaban pudriendo entre rejas.
Y ello fundamentalmente por varios motivos: la
deficiente asistencia consular y el incumplimiento del tratado de extradición
de 1987.
Este periódico contactó en persona con el
embajador español en Perú, pero no obtuvo respuesta.
Aquí dentro sí.
Le preguntamos a un interno que si hace muchas
pesas.
Nos responde que una vez levantó una para
perseguir a otro tipo.
"Y le di dos ferrazos bien dados. Me
quería acojonar. Y aquí, si te dejas acojonar, estás muerto".
La madre
Lo que no sabe el hijo -preso en Ancón II- es
que hemos hablado con su madre, Encarna.
Y que esa madre nos manda fotos de Facebook y
nos dice que está muy muy muy delgado.
Y que esa misma madre lleva ya gastado en su
caso el triple de lo que le iban a dar a él por sacar droga del país.
"Sé que el niño toma drogas, pero qué
puedo hacer. El niño me dice que no, pero yo sé que sí".
Según la ley aprobada en noviembre de 2014 -que
regula el beneficio especial de salida para los presos con condenas de menos de
siete años-, su hijo debería estar ya fuera de prisión.
Pero sigue dentro. Si contásemos algunos
detalles sabrían de quién se trata.
-Le metieron en el hueco. ¿Sabes lo que es el
hueco?
-Sí.
-El hueco es un agujero donde les meten y por
el que salen ratas.
Lo que no sabe el niño es que su padre tiene un
tumor enrevesado. Y que a éste le urge darle un beso. Como los de antes. Por
última vez.
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