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viernes, 20 de marzo de 2015

la mente

¿Se puede curar con la mente? 


El País - ‎viernes‎, ‎20‎ de ‎marzo‎ de ‎2015
Dolor de cabeza. Al paciente le administran una pastilla sin ningún principio activo. Es solo una bola de sacarina, pero es muy probable que la molestia remita. Y lo hará de forma distinta si la pastilla es de un color o de otro, si se presenta en una caja de una prestigiosa marca farmacéutica o en otra de una desconocida, si el médico le cuenta por qué le va a curar ese producto o simplemente se lo prescribe sin mayor explicación. Seguramente le haría más efecto si en lugar de tomar una pastilla fueran dos, o una píldora, cuya percepción subjetiva suele ser de más potencia. O todavía mucho más si se tratase de una inyección, aunque la sustancia de la jeringuilla tampoco tuviese ninguna propiedad terapéutica. La mejora, obviamente, no está en la pastilla, la píldora o la inyección. Reside en el cerebro, que actúa de forma sorprendente a la hora de curar, mediante el efecto placebo, o enfermar, por lo que se conoce como efecto nocebo.

“Doctor, no hay morfina”

Estos fenómenos no son un remedio alternativo a los fármacos, que para ser aprobados tienen que demostrar precisamente que son más eficaces que el placebo. Tampoco se trata de milagros. La mente tiene sus límites a la hora de mejorar o empeorar la salud. Todavía quedan algunos misterios en cuanto a la influencia del pensamiento en la salud del resto del cuerpo, pero su existencia es un hecho científicamente comprobado por múltiples experimentos de todo tipo que se han realizado en el último medio siglo. Algunos son muy recientes, como uno de la Universidad de Cincinnati publicado el pasado enero en la revista American Academy of Neurology, que venía a abundar en una línea que ya se conocía: los enfermos de párkinson obtenían mejores resultados con un fármaco si pagaban más por él, aun siendo idéntico al más barato. Otro, que vio la luz en noviembre en la revista Medicine & Science in Sports & Exercise, hizo la prueba de inyectar una solución salina inocua a atletas haciéndoles creer que se trataba de EPO (hormona que potencia el rendimiento aeróbico). Subjetivamente, manifestaron menor sensación de esfuerzo, aumento de la motivación y mejora de la recuperación. Objetivamente, su rendimiento se elevó en un 1,2%.

La expectativa que tiene un paciente de ser curado suele influir en la sanación

Los estudios sobre el poder de la mente en el cuerpo y el efecto placebo se remontan muy atrás en el tiempo. Ya los griegos hace 2.500 años advertían que la relación del médico con el paciente podía tener ciertos efectos. Lo llamaban el arte de las palabras. Pero no fue hasta la Segunda Guerra Mundial cuando se comenzó a experimentar aplicando el método científico. Sucedió casi por casualidad. El anestesista Henry Beecher iba a operar a un soldado, pero se había acabado la morfina. A una enfermera se le ocurrió inyectarle una solución salina haciéndole creer que se trataba de un calmante. El paciente se tranquilizó, soportó la operación y no se produjo un shock cardiovascular, algo que podría haber ocurrido dado el tremendo dolor que suponía la intervención. A partir de ese momento comenzaron los experimentos con sustancias terapéuticamente inanes.

Y los hay de todo tipo. Existen incluso placebos más eficaces que otros. Se puede decir que cuanto más impresionante es el tratamiento, aunque en definitiva no sea más que agua o azúcar, mejor funciona. Porque las expectativas que tiene un paciente de ser curado suelen influir en la sanación.

"Si podéis curar, curad; si no podéis curar, calmad; si no podéis calmar, consolad" (Augusto Murri, médico italiano)

Mejor píldoras que pastillas

Así, en la línea del ejemplo inicial, se ha comprobado que un placebo en forma de pastilla cura menos que una píldora, que a su vez es menos efectiva que una inyección. También que en función de la cultura del lugar donde se suministre, el color del medicamento falso influye en su porcentaje de éxito. Y que dos comprimidos de placebo cada ocho horas sanan más que uno, y una píldora grande más que una pequeña. Esto puede explicar en parte por qué hay personas que reaccionan de forma distinta ante medicamentos reales aunque tengan el mismo principio activo. Porque, sí: incluso en los tratamientos científicamente probados hay una parte de placebo. Hasta qué punto nos curamos por la acción del fármaco y hasta cuál por el efecto subjetivo que hace en nosotros no siempre está claro. Un estudio publicado en 1998 por la American Psychological Association sobre el tratamiento a personas con depresión mostró que alrededor de un 25% del progreso de quienes tomaban antidepresivos se debió a la remisión espontánea, el 50% al efecto placebo y solo un 25% al medicamento. Existen también estudios que muestran un porcentaje mayor de éxito entre un tratamiento real a un grupo de pacientes que han sido cuidadosamente informados de en qué consistía que a otro al que el doctor les despachaba el medicamento sin darles explicación. Se han hecho incluso operaciones placebo, que consisten en una sedación al paciente para hacerle pequeños cortes superficiales que simulan una intervención real. Con problemas de rodilla se han demostrado bastante efectivas, incluso hay estudios que revelan alivios en angina de pecho. Muchos tienen que ver con el dolor: uno, por ejemplo, muestra que el suplicio que los pacientes percibían en el dentista era menor si le aplicaban una máquina de ultrasonidos, aunque estuviera apagada. Luis Caballero Martínez, jefe del Servicio de Psiquiatría y Psicología Clínica del Grupo HM Hospitales, explica: “La relación entre factores psicológicos y enfermedades es bien conocida. Desde hace mucho existen subespecialidades médicas centradas en esta relación: las denominadas medicina psicosomática y psiquiatría de consulta y enlace. Virtualmente, todas las enfermedades tienen componentes psicosomáticos (es decir, factores psicológicos o de conducta que condicionan su aparición, curso o respuesta al tratamiento) y también componentes somatopsíquicos (esto es, la presencia de enfermedades condiciona también distintos aspectos del estado mental del paciente). Algunas —sobre todo cardiovaculares, respiratorias, gastrointestinales, endocrinas y metabólicas (incluida la obesidad), musculoesqueléticas, oncológicas y de la piel— presentan ambos aspectos”.

El efecto analgésico del placebo puede ser parecido al que los opiáceos ejercen en el cerebro

Sugestión y analgesia

Dando por sentado que la mente puede influir en las enfermedades del cuerpo, ¿se sabe realmente cómo lo hace y por qué? En ciencia, se hallan hechos que se admiten como reales por la evidencia empírica cuyos mecanismos son desconocidos. Esto le ha sucedido al placebo durante mucho tiempo. Todavía hoy restan lagunas, pero ya hay despejadas muchas incógnitas. Uno de los más amplios estudios que aborda el funcionamiento del placebo se publicó en la revista The Lancet en 2011. Concluye que no hay un solo efecto placebo, sino muchos que actúan de diferentes formas. Explica que por un lado están los psicológicos, entre los que existe una “multitud de mecanismos” que contribuyen a esta curación por medio del cerebro. Hay dos especialmente bien documentados. Uno es el relativo a las expectativas, la sugestión: el hecho de creer que algo nos puede curar tiene efectos analgésicos. El otro es el condicionamiento clásico. Igual que el perro de Pávlov segregaba jugos gástricos al oír una campanita porque la asociaba con comida, si vinculamos un estímulo neutral con un medicamento puede llegar a suceder que adquiera algunas de las propiedades de la droga. Con esta técnica se ha demostrado cómo el cuerpo puede segregar determinadas hormonas y respuestas inmunes ante sustancias sin efecto real. Estas dos facetas interactúan juntas. El estudio de The Lancet asegura: “Cuanto más alta es la expectativa, más alto es el efecto placebo y, potencialmente, tendrá más consecuencias con futuras tomas de medicamento”.


No compre desesperanza


El psiquiatra Luis Caballero explica que hoy hay mucha evidencia científica de que los factores psicológicos son capaces de “alterar la susceptibilidad, la progresión o la respuesta terapéutica de enfermedades autoinmunes, enfermedades infecciosas y algunos tipos de cáncer”. Dylan Evans, en su libro sobre el placebo, afirma: “El sistema inmunitario puede contribuir a impedir que ciertos cánceres se desarrollen, así que no sería de extrañar que las personas que padecen depresión, que está relacionada con un mal funcionamiento del sistema inmunitario, corran mayor peligro de padecer la enfermedad”. Sin embargo, esto no es más que una hipótesis. Como recuerda el Instituto Nacional del Cáncer de Estados Unidos, si bien el estrés puede provocar una serie de problemas de salud física, la evidencia de que pueda causar el funesto trastorno es débil. “Las pruebas experimentales sí indican que el estrés psicológico puede afectar la capacidad que tiene un tumor para crecer y diseminarse”, precisa el organismo. Un famoso estudio de la Universidad de Stanford dividió en dos grupos a 86 mujeres con metástasis avanzada de pecho. A uno le aplicaron una terapia de grupo, mientras que el otro no recibió ningún apoyo psicológico extra. El primero experimentó menos dolor y vivió un promedio de 18 meses más. Una hipótesis del director del estudio, David Spiegel, es que el cortisol y las hormonas del estrés perjudicasen el sistema inmunoprotector del cuerpo. Pero reconoce que es probable que el hecho de apoyarse entre ellas cuando surgían problemas fomentase un mayor esfuerzo por curarse y seguir las recomendaciones médicas. “Son mecanismos de comportamiento muy valiosos, pero tienen poco que ver con el efecto de la mente en la sanación. Cuando han crecido lo suficiente para que puedan ser detectados, la mayoría de los tumores están tan arraigados que las células que defienden de forma natural al organismo ya no pueden eliminarlos. En el caso de algunas enfermedades que, como el cáncer, no son susceptibles al efecto placebo, una actitud positiva puede servir para combatirlas indirectamente, porque gracias a ella es más probable que los pacientes tomen todas las medidas oportunas para intentar sanarse”, relata Evans. Así, Puig anima a que la gente cuide su estado de ánimo. “Que no compren así como así la desesperanza, la tristeza y la ira. El esfuerzo merece la pena”, asegura.

Por otro lado, están los mecanismos neurobiológicos. Muchos estudios se han centrado en el efecto analgésico del placebo. Para ello se ha demostrado que este puede ser total o parcialmente revertido con naxolona, que es el antagonista de los opiáceos, de lo que se desprende que el placebo puede ejercer una función parecida a esta droga. “Estos resultados han sido confirmados con captaciones de imágenes del cerebro como la tomografía por emisión de positrones y las resonancias magnéticas. Se ha demostrado que los cambios inducidos en el cerebro por el placebo son similares a los que se ven con la administración de una droga opiácea”, subraya la investigación de The Lancet. Explica, asimismo, que aunque se ha probado el efecto placebo en otras enfermedades más allá de dolor y analgesia, existen menos conocimientos acerca de cómo actúa. Se ha comprobado, por ejemplo, que hay secreción de dopamina —que produce beneficios motores— en pacientes de párkinson con tratamientos placebo; es precisamente lo que sucede en el experimento en el que los medicamentos más caros son más efectivos. También se han observado cambios en la actividad metabólica en el cerebro de pacientes con depresión.

Pensamientos que dañan la salud

Mario Alonso Puig, cirujano y miembro de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia, ilustra cómo influye el cerebro en el sistema inmune: “Existen conexiones con los ganglios linfáticos, donde se generan linfocitos que luchan contra agresiones, infecciones, tumores. Se sabe que los estados emocionales producen la activación de núcleos en el cerebro que hacen que ciertas hormonas se liberen en la sangre, como la adrenalina o el cortisol. Esto afecta a las células de defensa del cuerpo y a las fibras nerviosas. Por ejemplo, cuando una persona está en un estado mental de desesperanza durante un tiempo, frustración, resentimiento, hay una liberación de cortisol por las glándulas suprarrenales. Esta sustancia, liberada de forma anómala, daña las células. Favorece una pérdida de masa muscular y ósea, la hipertensión y deteriora el sistema inmune, así como todos los órganos del cuerpo”.

La mente, de esta forma, no solo puede curar o mejorar la salud de una persona, sino que también la puede empeorar. Existen ciertos estímulos neutros que son interpretados por el individuo como perniciosos y pueden llegar a causar malestar: se conoce como efecto nocebo. Es lo que parece ocurrir con algunas enfermedades psicosomáticas, como la llamada sensibilidad química o la sensibilidad electromagnética múltiple. Quienes las sufren padecen dolores, malestar, incluso irritaciones de la piel por la supuesta interacción de ciertos productos sintéticos, en el primer caso, o por ondas como las del wifi o el teléfono móvil, en el segundo. Lo cierto es que todos los experimentos rigurosos que se han hecho muestran que es la creencia de estar en contacto con estos agentes lo que les hace sentirse mal, ya que, salvo alguna alergia concreta a un producto, ni los químicos que conviven con las personas ni las ondas electromagnéticas que nos llegan por múltiples vías constantemente son, por lo que se sabe, capaces de alterar el estado de salud de los seres humanos. Se han realizado múltiples experimentos haciendo creer a estos afectados que, por ejemplo, estaban junto a un router encendido, y han presentado los síntomas de malestar que asocian a las ondas wifi, aunque el aparato en realidad no estuviera emitiendo nada. Más antiguas son las pruebas en las que se hace pensar a sujetos con los ojos vendados que se les está tocando con una hoja de hiedra o roble venenoso y generan una dermatitis roja. Quienes padecen estos trastornos sufren verdaderamente, no fingen, pero el dolor no es causado por lo que ellos piensan. Es su mente la que, en última instancia, parece estar generándoles ese malestar.

Aquí no hay magia

El poder del cerebro para sanar es considerable. Estas capacidades sirven a muchas pseudociencias o terapias alternativas para presumir de beneficios que no tienen nada que ver con la terapia en sí, sino con el efecto placebo que generan por la creencia del paciente en que se curará. También es campo de cultivo para la charlatanería y para quienes afirman que el cerebro lo es todo en la salud y que prácticamente la voluntad puede mantenerle a uno sin enfermedades. Pues bien, no es así. Pongamos un ejemplo extremo con uno de los virus más letales que existen, el de la rabia: si alguien que se contagia empieza a manifestar síntomas y no es tratado con medicamentos reales, morirá. Da igual lo que crea o el estado de ánimo con el que afronte la enfermedad. Dylan Evans, autor de Placebo, el triunfo de la mente sobre la materia en la medicina moderna, lo resume así en su libro: “La respuesta placebo no es más que un rápido reajuste de los propios mecanismos de curación del cuerpo ante un asomo de esperanza y [...] tienen límites por mucho que un optimismo de ímpetu industrial los refuerce. La respuesta placebo no es mágica”.


El efecto placebo: ¿solución o problema?



Desde algún punto de vista, el placebo podría considerarse la medicina ideal: invita al propio cuerpo a curarse y, en principio, no presenta efectos secundarios. Sin ningún conocimiento sobre sus mecanismos y su efecto real, fue usado ampliamente a lo largo de la historia; no hay que remontarse siglos atrás para encontrar a doctores que administraban pastillas de azúcar a los enfermos con el objetivo de hacerles sentir mejor sin decirles que se trataba de un simple dulce. Esto va hoy contra los códigos deontológicos de la práctica médica, que no permite a los profesionales de la salud administrar sustancias terapéuticamente inanes ni engañar a sus pacientes. Los medicamentos deben superar ensayos clínicos que prueben que son más efectivos que el placebo para poder comercializarse, y quienes participan en ellos deben estar informados de que pueden pertenecer a un grupo de control con placebo si no se conoce remedio o con el medicamento más efectivo que exista hasta la fecha para su dolencia –esto es algo que tendrá una excepción en España con la aprobación por parte del Ministerio de Sanidad de un reglamento que cataloga a los productos homeopáticos como medicamentos. En este caso no cuentan con tal exigencia, puesto que no existen evidencias de que sean más que placebo–. Existen estudios que, curiosamente, muestran mejorías de los pacientes con la administración de placebo aún habiéndoles advertido de que lo era. Esto puede tener su explicación en que muchos de ellos no se creían que el médico pudiese estar recetándoles una pastilla de azúcar, según declaraban en encuestas posteriores a algunas de estas pruebas. En su libro Placebo el triunfo de la mente sobre la materia en la medicina moderna, Dylan Evans teoriza sobre la posibilidad de, solo en algunos casos poco graves y susceptibles de responder al efecto placebo, administrar productos inanes a los pacientes haciéndoles la advertencia de que lo son. Plantea explicarles algo así como: “Esta sustancia no tiene efecto terapéutico real, pero en algunas ocasiones, si cree que le puede curar, funciona”. Sería una forma en la que quizás se podrían poner en marcha los mecanismos de curación del cerebro sin engañar al paciente. Desde otro punto de vista, más que una medicina ideal, el placebo es un lastre para la investigación clínica y el avance de la medicina, ya que en muchas ocasiones no queda claro si los medicamentos son realmente efectivos o las mejorías se han debido a la sugestión y los mecanismos analgésicos y de activación del sistema

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