¿Obama o McCain? ¡Me da lo mismo!
César Hildebrandt
Mientras escribo estas líneas el mapa electoral del New York Times empieza a colorearse de azul y celeste por el noreste y de rojo y rosado por el centro, dando un indicio de que la pelea será más recia de lo previsto aunque el triunfo de Barack Obama parece estar más cerca por los votos electorales que lleva de ventaja (81 contra 8 a las 9:30 hora estándar del este). Que McCain no es un cadáver lo demuestra Fox News, que insiste en crear el clima que en las elecciones pasadas le permitió al aparato corporativo-militar organizar el robo de las elecciones en favor de George Bush.
Supongo que algo de justicia y un poco de ciudadanía queda en el voto popular de los Estados Unidos, un país que ha convertido la democracia en un juego de dos partidos muy parecidos, la libertad de expresión en un negocio para los Rupert Murdoch y el capitalismo –ayer creativo y pujante- en un lío entre bandas bancarias.
A mí me gusta Norteamérica. Me eduqué leyendo a sus novelistas, me emocionaron sus películas y admiré siempre su papel decisivamente antifascista en la segunda guerra mundial.
Tenía quince años y estaba interno en el colegio militar cuando nos llegó la noticia del asesinato de John Kennedy.
No lo podíamos creer. ¿Kennedy muerto por un pobre diablo que le disparó con un rifle de 70 dólares desde lo alto de un almacén de libros? Era una de esas noticias que vienen con un misterio infame incorporado.
Las discusiones de los muchachos de esa época se basaban en el duelo fenomenal que la historia nos había impuesto como espectáculo: en la Cuba donde antes Frank Sinatra iba a cantar y a drogarse un grupo de barbudos liderado por un titán de la dignidad latinoamericana estaba haciendo lo que nadie se había atrevido a hacer; en los Estados Unidos que por mil razones no podíamos odiar, un presidente joven y por primera vez católico estaba tratando de establecer lazos distintos con países como el nuestro y para eso había creado la Alianza para el Progreso, el primer marco continental de una relación comercial más fluida y menos asimétrica.
El año anterior, sin embargo, habíamos estado al borde de la desaparición. En octubre de ese 1962 aterrador, Estados Unidos había estado a punto de bombardear atómicamente a Cuba, la isla de los barbudos numantinos. La serenidad de la dirigencia comunista de la Unión Soviética –hay que decirlo- nos había salvado de un holocausto planetario.
Y todo eso era consecuencia de la invasión que en 1961 Washington había organizado desde Guatemala en contra de Cuba. Fue a partir del desastre de Bahía de Cochinos que Fidel Castro convenció a Nikita Kruschev de que montara misiles nucleares de alcance medio en el centro de la isla y apuntando a blancos norteamericanos.
Discutíamos mucho sobre esos asuntos. Y muchos pensábamos que a Kennedy los halcones le habían doblado la voluntad y la CIA lo había mentalmente secuestrado y las provocaciones de Castro lo habían puesto contra la pared.
Pero también pensábamos que el intento de invadir Cuba había sido algo muy sucio y que Fidel Castro había sido conducido al padrinazgo de los rusos por la incomprensión de la administración Kennedy y el sabotaje a tiendas, almacenes, fábricas y cosechas que la CIA había financiado con la ayuda de los cubanos disidentes que todavía estaban en Cuba.
En medio de nuestra ingenuidad de mozalbetes nos preguntábamos: ¿Cómo puede haber cubanos que se opongan a la gesta independentista de Castro?
Ignorábamos, por supuesto, qué estaba construyendo el líder cubano. Al principio pensamos que eso era el socialismo que anunció en el discurso de 1961, un marxismo matancero y alegre, libertario y nuevo.
Pero al poco tiempo encerraron a Hubert Matos, el jefe de los barbudos en Camagüey. Y poco después vino la guerrilla del Escambray, al mando de otro revolucionario del Movimiento 26 de Julio –Eloy Gutiérrez Menoyo-. Y después llegó el aplauso de Castro a la invasión soviética de Checoslovaquia. Y al mismo tiempo la campaña y reclusión de los homosexuales que afeaban tan viril proceso. Y para remate llegó el asqueroso caso de Heberto Padilla, el mejor poeta de su generación obligado por el propio Castro a decir en público que era un agente de la CIA, que su contacto era un periodista canadiense que se había fugado de la isla y que solicitaba el perdón de sus compatriotas para sus vastos crímenes.
Allí nos dimos cuenta –pero ya teníamos 23 años y éramos unos viejos y hubiese sido el colmo que no nos hubiésemos dado cuenta de lo evidente- de que Castro había suprimido toda libertad en nombre del futuro, toda crítica en homenaje a la paz marxista y cualquier asomo de dignidad individual en nombre de las multitudes que cada vez lo amaban menos y le temían más.
Y en cuanto a Kennedy, ese fue otro mito que el tiempo derribó. Y no es que nos enteráramos solamente de sus vicios privados y sus hipocresías al escoger. Es que tuvimos que llegar a la conclusión de que el presidente que iba a cambiarlo todo no había cambiado nada. En lo que se había esmerado, más bien, era en concederle más territorio del que ya tenía al aparato industrial-militar. Y tampoco era cierto que al momento de ser asesinado tenía planes para retirarse de Vietnam del Sur.
Kennedy había llegado como Barack Obama a la política de los Estados Unidos: como una ola de limpieza y renovación, de idealismo y regeneración. Cuando lo mataron ya era, sin embargo, el presidente espectral que la derecha norteamericana había soñado. Sus mil días no tuvieron nada de épicos, como sostuvieron sus biógrafos amigos. Fueron gris continuación de los días de Eisenhower, que habían sido a su vez extensión de los de Truman: días de voracidades, de United Fruit y Rockefeller gobernando al alimón. No Tocqueville, sí Hearst.
Así que así fue como nos quedamos huérfanos los que jamás accedimos a callar ante el imperio vulgar de los Estados Unidos ni ante el imperio hipócrita y aun más criminal de la Unión Soviética ni ante la equidistancia mentirosa de Haya de la Torre y Perón (peones de Washington) ni ante la farsa de la Cuba estalinista.
Pero preferimos la orfandad a la mentira. Y desde esa carencia de iglesias y paraguas, desde la intemperie de siempre, ahora que vemos tan matizado el mapa electoral de los Estados Unidos la verdad es que no nos cuesta reiterar lo que hemos ya escrito en esta columna y dicho en televisión: con McCain o con Obama nada de lo que debería de veras cambiar habrá de cambiar en el país con más poder y menos razones del planeta.
César Hildebrandt
Mientras escribo estas líneas el mapa electoral del New York Times empieza a colorearse de azul y celeste por el noreste y de rojo y rosado por el centro, dando un indicio de que la pelea será más recia de lo previsto aunque el triunfo de Barack Obama parece estar más cerca por los votos electorales que lleva de ventaja (81 contra 8 a las 9:30 hora estándar del este). Que McCain no es un cadáver lo demuestra Fox News, que insiste en crear el clima que en las elecciones pasadas le permitió al aparato corporativo-militar organizar el robo de las elecciones en favor de George Bush.
Supongo que algo de justicia y un poco de ciudadanía queda en el voto popular de los Estados Unidos, un país que ha convertido la democracia en un juego de dos partidos muy parecidos, la libertad de expresión en un negocio para los Rupert Murdoch y el capitalismo –ayer creativo y pujante- en un lío entre bandas bancarias.
A mí me gusta Norteamérica. Me eduqué leyendo a sus novelistas, me emocionaron sus películas y admiré siempre su papel decisivamente antifascista en la segunda guerra mundial.
Tenía quince años y estaba interno en el colegio militar cuando nos llegó la noticia del asesinato de John Kennedy.
No lo podíamos creer. ¿Kennedy muerto por un pobre diablo que le disparó con un rifle de 70 dólares desde lo alto de un almacén de libros? Era una de esas noticias que vienen con un misterio infame incorporado.
Las discusiones de los muchachos de esa época se basaban en el duelo fenomenal que la historia nos había impuesto como espectáculo: en la Cuba donde antes Frank Sinatra iba a cantar y a drogarse un grupo de barbudos liderado por un titán de la dignidad latinoamericana estaba haciendo lo que nadie se había atrevido a hacer; en los Estados Unidos que por mil razones no podíamos odiar, un presidente joven y por primera vez católico estaba tratando de establecer lazos distintos con países como el nuestro y para eso había creado la Alianza para el Progreso, el primer marco continental de una relación comercial más fluida y menos asimétrica.
El año anterior, sin embargo, habíamos estado al borde de la desaparición. En octubre de ese 1962 aterrador, Estados Unidos había estado a punto de bombardear atómicamente a Cuba, la isla de los barbudos numantinos. La serenidad de la dirigencia comunista de la Unión Soviética –hay que decirlo- nos había salvado de un holocausto planetario.
Y todo eso era consecuencia de la invasión que en 1961 Washington había organizado desde Guatemala en contra de Cuba. Fue a partir del desastre de Bahía de Cochinos que Fidel Castro convenció a Nikita Kruschev de que montara misiles nucleares de alcance medio en el centro de la isla y apuntando a blancos norteamericanos.
Discutíamos mucho sobre esos asuntos. Y muchos pensábamos que a Kennedy los halcones le habían doblado la voluntad y la CIA lo había mentalmente secuestrado y las provocaciones de Castro lo habían puesto contra la pared.
Pero también pensábamos que el intento de invadir Cuba había sido algo muy sucio y que Fidel Castro había sido conducido al padrinazgo de los rusos por la incomprensión de la administración Kennedy y el sabotaje a tiendas, almacenes, fábricas y cosechas que la CIA había financiado con la ayuda de los cubanos disidentes que todavía estaban en Cuba.
En medio de nuestra ingenuidad de mozalbetes nos preguntábamos: ¿Cómo puede haber cubanos que se opongan a la gesta independentista de Castro?
Ignorábamos, por supuesto, qué estaba construyendo el líder cubano. Al principio pensamos que eso era el socialismo que anunció en el discurso de 1961, un marxismo matancero y alegre, libertario y nuevo.
Pero al poco tiempo encerraron a Hubert Matos, el jefe de los barbudos en Camagüey. Y poco después vino la guerrilla del Escambray, al mando de otro revolucionario del Movimiento 26 de Julio –Eloy Gutiérrez Menoyo-. Y después llegó el aplauso de Castro a la invasión soviética de Checoslovaquia. Y al mismo tiempo la campaña y reclusión de los homosexuales que afeaban tan viril proceso. Y para remate llegó el asqueroso caso de Heberto Padilla, el mejor poeta de su generación obligado por el propio Castro a decir en público que era un agente de la CIA, que su contacto era un periodista canadiense que se había fugado de la isla y que solicitaba el perdón de sus compatriotas para sus vastos crímenes.
Allí nos dimos cuenta –pero ya teníamos 23 años y éramos unos viejos y hubiese sido el colmo que no nos hubiésemos dado cuenta de lo evidente- de que Castro había suprimido toda libertad en nombre del futuro, toda crítica en homenaje a la paz marxista y cualquier asomo de dignidad individual en nombre de las multitudes que cada vez lo amaban menos y le temían más.
Y en cuanto a Kennedy, ese fue otro mito que el tiempo derribó. Y no es que nos enteráramos solamente de sus vicios privados y sus hipocresías al escoger. Es que tuvimos que llegar a la conclusión de que el presidente que iba a cambiarlo todo no había cambiado nada. En lo que se había esmerado, más bien, era en concederle más territorio del que ya tenía al aparato industrial-militar. Y tampoco era cierto que al momento de ser asesinado tenía planes para retirarse de Vietnam del Sur.
Kennedy había llegado como Barack Obama a la política de los Estados Unidos: como una ola de limpieza y renovación, de idealismo y regeneración. Cuando lo mataron ya era, sin embargo, el presidente espectral que la derecha norteamericana había soñado. Sus mil días no tuvieron nada de épicos, como sostuvieron sus biógrafos amigos. Fueron gris continuación de los días de Eisenhower, que habían sido a su vez extensión de los de Truman: días de voracidades, de United Fruit y Rockefeller gobernando al alimón. No Tocqueville, sí Hearst.
Así que así fue como nos quedamos huérfanos los que jamás accedimos a callar ante el imperio vulgar de los Estados Unidos ni ante el imperio hipócrita y aun más criminal de la Unión Soviética ni ante la equidistancia mentirosa de Haya de la Torre y Perón (peones de Washington) ni ante la farsa de la Cuba estalinista.
Pero preferimos la orfandad a la mentira. Y desde esa carencia de iglesias y paraguas, desde la intemperie de siempre, ahora que vemos tan matizado el mapa electoral de los Estados Unidos la verdad es que no nos cuesta reiterar lo que hemos ya escrito en esta columna y dicho en televisión: con McCain o con Obama nada de lo que debería de veras cambiar habrá de cambiar en el país con más poder y menos razones del planeta.
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