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lunes, 2 de junio de 2008

Popularidad

García y el Chapulín
César Hildebrandt

El doctor Alan García ha invitado a Palacio a Roberto Gómez Bolaños, (a) Chavo del Ocho, (a) Chapulín Colorado, (a) Chespirito.

No estaba prevista esa cortesía protocolar pero la oficina de prensa del doctor García la ha demandado pensando, quizás, en los puntos de popularidad que el presidente del Perú puede subir codeándose con personaje tan multitudinario. La mano de Carlos Espá, el asesor de imagen más importante del doctor García, puede estar detrás de tal astucia. Ojalá la cultura proporcionara alguna renta electoral: quizás así se habría logrado que Alejandro Romualdo obtuviese la pensión digna que muchos reclamamos para sus últimos meses.

En todo caso, Gómez Bolaños llegará a Lima por todo lo alto y volverá a demostrar que en esta ciudad es también un héroe del humor latinoamericano. Y es que las mayorías absolutas, en plebiscito de carcajadas, adoran al Chavo y veneran al Chapulín. Este columnista los detesta. Y está demás decir que este columnista se siente muchas veces un previsible militante de las escuálidas minorías.

Si tuviera que explicárselo a un niño que no lo hubiese visto le diría que el Chavo es, desde esta perspectiva antipática, un niño idiota y vagamente huérfano que vive en un barril. El barril –añadiría– domicilia en un callejón donde, catalizados por el Chavo, se gritan y pegan, se malquieren y malentienden, un sinvergüenza y su hija cretina y una hipotética viuda y su hijo imbécil; callejón al que, eventualmente, acuden un rentista gordo que también es estúpido y un profesor cursi que es el más tarado del elenco. Como se ve, el chiste consiste en apostar por la memez colectiva en el caso de los adultos y por el abierto cretinismo de los niños, que compiten por el trofeo al daño cerebral más agudo.

Por eso es que el Chavo es una serie que siempre vieron más adultos que niños. Y conozco, de hecho, casos en los que algunos niños se han negado a sumarse a la ceremonia de ver y aplaudir ese programa que los caricaturiza y los agravia.

Es significativo que en el mundo latinoamericano que México colonizó con su habitual mal gusto de masas la serie haya sido un éxito clamoroso, lo que no ha sucedido, por ejemplo, en la parte sudamericana que mira al Atlántico –Buenos Aires, Montevideo, por ejemplo–. Y es curioso que en el humor anglosajón los niños sean más bien, y por lo general, precocidades avispadas que dominan la escena.

¿No será que en el México grande que el Perú integra nos place maltratar a los niños hasta en la ficción televisiva? Es una pregunta que no aspiro a responder pero que dejo allí porque creo que es legítima.

Pero lo peor del Chavo no es la unanimidad de sus niños fronterizos sino el conformismo social que propaga. La serie se transmitió 25 años y en ese cuarto de siglo nada cambió en el solar. El mensaje resultaba de lo más conveniente para el archipodrido PRI y para Televisa, su parásito comunicacional más obeso. Entre los saqueadores de México y los fabricantes de la bazofia sentimental “más cautivante de América” (o sea Televisa) siempre hubo un pacto de provechos mutuos. Parte de ese comercio ilícito fueron las telenovelas que le enseñaron a América Latina a pensar en cursi y a hablar en spam, Raúl Velasco y sus amarres faranduleros, y Chespirito y sus narcóticos con risas grabadas.

De modo que el Chavo del 8 ni siquiera puede decir que es inocente. En cuanto al Chapulín Colorado, es posible que el doctor García ame a ese personaje por su imaginaria cercanía. Al fin y al cabo, el Chapulín siempre se plantea tareas enormes, metas inalcanzables, salvaciones temerarias. Chapulín es, básicamente, un impostor, un demagogo, un superhéroe de pura labia al que las cosas no le salen. Y, además, sostiene siempre que, más allá del desenlace de la historia, él ya se ganó con eso de que no contaron con su astucia. De modo que cuando el doctor García salude al Chapulín deberá rendirle el homenaje correspondiente. Otra cosa sería ingratitud.

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