Los Ángeles de Charlie
César Hildebrandt
La única conquista que no deja penas ni muertos en algún campo de batalla es la conquista de la sabiduría. La frase se le ha atribuido a Napoleón Bonaparte –alguien de cuya sabiduría dudó mucho, como se sabe, el muy irlandés duque de Wellington– pero es, más allá de su origen borroso, una de las que mejor expresa qué puede significar derrotar a la ignorancia.
En el Perú, todos los indicadores estadísticos y sociales apuntan a que en la lucha en contra de la ignorancia (madre de la sumisión sin vergüenza, tía abuela del ridículo, hermana de la pedantería) ya hemos perdido varias guerras del Pacífico.
La ignorancia es, entre nosotros, un valor en alza, una denominación de origen que debiera ser objeto de patente. Hay una ignorancia internacional cada vez mejor vista, es cierto, pero la que suda el peruano promedio de hoy parece tener un brillo especial y un componente nativo digno de un ensayo aparte.
¿Nos viene de lejos la ignorancia o es el fruto reciente de la desaparición de la clase media y sus valores? ¿Qué tipo de geológica desdicha hizo que la derecha peruana pasara de Riva Agüero a los hermanos Agois, de Prado a Fujimori? ¿Qué lupus institucional puso a Velázquez Quesquén en vez de Heysen y a Aurelio Pastor en reemplazo de Townsend? ¿Y qué velorio masivo tuvo que ocurrir para que a José Carlos Mariátegui le sucediera nadie?
La ignorancia peruviana sombrea los periódicos, es la mayor accionista de la TV, se desgañita en las radios, discursea en el Congreso y parece ser un curso obligatorio en la mayor parte de las universidades que cundieron como el dengue hemorrágico cuando Fujimori decretó que la estupidez y el sueño del lucro fácil se juntaran en académico amancebamiento.
De la ignorancia pasmada vino Gilberto Siura. En la ignorancia atorrante milita Saravá. En la ignorancia de buen ver dormita Jaime de Althaus. A la ignorancia escotada llegó la Chichi. Y en la ignorancia armada retoza el general Donayre.
Y la ignorancia siempre nos asombra con sus nuevas fórmulas y sus descaros imaginativos.
El miércoles último, por ejemplo, una supuesta universidad de cartón-piedra y Tongos catedráticos publicó, en la página 11 del diario “Correo”, un comunicado que sólo puede haber sido escrito por gente previa a Gutenberg.
Esta “entidad cultural” que imparte enseñanzas que no posee y entrega títulos temerarios “a nombre de la nación” es una que se hace llamar “Universidad Los Ángeles de Chimbote”. Imagino que en los Estados Unidos, un país cuya ignorancia en materia de literatura no dejó nunca de sorprender a Borges, habrá una “Universidad Los Ángeles de Charlie” a imagen y semejanza del claustro chimbotano. Y supongo que de allí saldrá el mejor hembraje para el casting de las peores películas B.
En fin, que la “Universidad Los Ángeles de Chimbote”, como decía, denunció en su considerable aviso pagado que un remedo suyo pretende confundir a la clientela portuaria usando un alias de persona jurídica sospechosamente parecido al suyo. Este clon delictivo –sostuvo– se hace llamar “Universidad Privada Los Ángeles”, y/o “Empresa Universidad Los Ángeles S.A.”, y/o “Empresa Universidad Los Ángeles S.R.L”.
¡Tres personas (jurídicas) distintas y un solo fraude verdadero! ¡El negocio de condecorar a la ignorancia con títulos impresos en cartulinas doradas se libra en guerras mafiosas! En el aviso de marras, este azangarismo “de estudios superiores” era enérgicamente tildado de fraudulento por la única e irrepetible, la sin par y sin filiales “Universidad Los Ángeles de Chimbote”.
El problema es que para plantear su alegato de autenticidad, dicho “centro de estudios” le enrostró a su malicioso clon comercial el hecho de ser una “seuda universidad”, cómica concesión de género que ignora que el elemento compositivo seudo viene del latín tardío pseudo y éste del griego pseudes (“falso”), vocablo originado en la fórmula verbal pseúdein, que significa mentir, timar, engañar. Seudo (o pseudo) no admite, pues, una versión en femenino y es, además, partícula inseparable de la palabra que califica. Por lo que escribir “seuda universidad” es doblemente neanderthal. O es “seudouniversidad” o son seudoautoridades académicas las que firmaron esa miseria de lenguaje.
Y no se trata de un error de imprenta. La dicha universidad llama tres veces “seuda” a su rival de amores de matrícula. Con lo que no sabemos si se trata de un “pseudocomunicado” proferido por la competencia con afanes calumniosos o de la “pseudogramática” que discurre en las aulas de esta casa matriz tan chimbotana como funcionalmente analfabeta.
La “Universidad Los Ángeles de Chimbote” denuncia, en otro párrafo, el “contuvernio” (así, con V de venal) de su perversa universidad gemela con “algunas malas autoridades políticas y judiciales”. Claro que no dice nada de su propio contubernio con el ejercicio de la trata de diplomas profesionales.
Porque eso sí: esta joya de la cultura peruana fujimorista se encarga de enterarnos a viva voz que ella sí cuenta con la autorización de la Asamblea Nacional de Rectores, la bendición del Consejo Nacional para la Autorización y Funcionamiento de las Universidades y la confirmación en eco de sus derechos judiciales, saneados en varias instancias de la judicatura chimbotana.
La ignorancia en el Perú es un tsunami de dimensiones indonesias y este columnista propone que el 666 sea incorporado al escudo nacional. Al fin y al cabo dicen que es el número de la bestia.
César Hildebrandt
La única conquista que no deja penas ni muertos en algún campo de batalla es la conquista de la sabiduría. La frase se le ha atribuido a Napoleón Bonaparte –alguien de cuya sabiduría dudó mucho, como se sabe, el muy irlandés duque de Wellington– pero es, más allá de su origen borroso, una de las que mejor expresa qué puede significar derrotar a la ignorancia.
En el Perú, todos los indicadores estadísticos y sociales apuntan a que en la lucha en contra de la ignorancia (madre de la sumisión sin vergüenza, tía abuela del ridículo, hermana de la pedantería) ya hemos perdido varias guerras del Pacífico.
La ignorancia es, entre nosotros, un valor en alza, una denominación de origen que debiera ser objeto de patente. Hay una ignorancia internacional cada vez mejor vista, es cierto, pero la que suda el peruano promedio de hoy parece tener un brillo especial y un componente nativo digno de un ensayo aparte.
¿Nos viene de lejos la ignorancia o es el fruto reciente de la desaparición de la clase media y sus valores? ¿Qué tipo de geológica desdicha hizo que la derecha peruana pasara de Riva Agüero a los hermanos Agois, de Prado a Fujimori? ¿Qué lupus institucional puso a Velázquez Quesquén en vez de Heysen y a Aurelio Pastor en reemplazo de Townsend? ¿Y qué velorio masivo tuvo que ocurrir para que a José Carlos Mariátegui le sucediera nadie?
La ignorancia peruviana sombrea los periódicos, es la mayor accionista de la TV, se desgañita en las radios, discursea en el Congreso y parece ser un curso obligatorio en la mayor parte de las universidades que cundieron como el dengue hemorrágico cuando Fujimori decretó que la estupidez y el sueño del lucro fácil se juntaran en académico amancebamiento.
De la ignorancia pasmada vino Gilberto Siura. En la ignorancia atorrante milita Saravá. En la ignorancia de buen ver dormita Jaime de Althaus. A la ignorancia escotada llegó la Chichi. Y en la ignorancia armada retoza el general Donayre.
Y la ignorancia siempre nos asombra con sus nuevas fórmulas y sus descaros imaginativos.
El miércoles último, por ejemplo, una supuesta universidad de cartón-piedra y Tongos catedráticos publicó, en la página 11 del diario “Correo”, un comunicado que sólo puede haber sido escrito por gente previa a Gutenberg.
Esta “entidad cultural” que imparte enseñanzas que no posee y entrega títulos temerarios “a nombre de la nación” es una que se hace llamar “Universidad Los Ángeles de Chimbote”. Imagino que en los Estados Unidos, un país cuya ignorancia en materia de literatura no dejó nunca de sorprender a Borges, habrá una “Universidad Los Ángeles de Charlie” a imagen y semejanza del claustro chimbotano. Y supongo que de allí saldrá el mejor hembraje para el casting de las peores películas B.
En fin, que la “Universidad Los Ángeles de Chimbote”, como decía, denunció en su considerable aviso pagado que un remedo suyo pretende confundir a la clientela portuaria usando un alias de persona jurídica sospechosamente parecido al suyo. Este clon delictivo –sostuvo– se hace llamar “Universidad Privada Los Ángeles”, y/o “Empresa Universidad Los Ángeles S.A.”, y/o “Empresa Universidad Los Ángeles S.R.L”.
¡Tres personas (jurídicas) distintas y un solo fraude verdadero! ¡El negocio de condecorar a la ignorancia con títulos impresos en cartulinas doradas se libra en guerras mafiosas! En el aviso de marras, este azangarismo “de estudios superiores” era enérgicamente tildado de fraudulento por la única e irrepetible, la sin par y sin filiales “Universidad Los Ángeles de Chimbote”.
El problema es que para plantear su alegato de autenticidad, dicho “centro de estudios” le enrostró a su malicioso clon comercial el hecho de ser una “seuda universidad”, cómica concesión de género que ignora que el elemento compositivo seudo viene del latín tardío pseudo y éste del griego pseudes (“falso”), vocablo originado en la fórmula verbal pseúdein, que significa mentir, timar, engañar. Seudo (o pseudo) no admite, pues, una versión en femenino y es, además, partícula inseparable de la palabra que califica. Por lo que escribir “seuda universidad” es doblemente neanderthal. O es “seudouniversidad” o son seudoautoridades académicas las que firmaron esa miseria de lenguaje.
Y no se trata de un error de imprenta. La dicha universidad llama tres veces “seuda” a su rival de amores de matrícula. Con lo que no sabemos si se trata de un “pseudocomunicado” proferido por la competencia con afanes calumniosos o de la “pseudogramática” que discurre en las aulas de esta casa matriz tan chimbotana como funcionalmente analfabeta.
La “Universidad Los Ángeles de Chimbote” denuncia, en otro párrafo, el “contuvernio” (así, con V de venal) de su perversa universidad gemela con “algunas malas autoridades políticas y judiciales”. Claro que no dice nada de su propio contubernio con el ejercicio de la trata de diplomas profesionales.
Porque eso sí: esta joya de la cultura peruana fujimorista se encarga de enterarnos a viva voz que ella sí cuenta con la autorización de la Asamblea Nacional de Rectores, la bendición del Consejo Nacional para la Autorización y Funcionamiento de las Universidades y la confirmación en eco de sus derechos judiciales, saneados en varias instancias de la judicatura chimbotana.
La ignorancia en el Perú es un tsunami de dimensiones indonesias y este columnista propone que el 666 sea incorporado al escudo nacional. Al fin y al cabo dicen que es el número de la bestia.
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