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lunes, 28 de mayo de 2007

cultura

Un africano en tierra de nadie
Coetzee, Gordimer, Soyinka y Luandino Vieira nutren el rico panorama literario del continente

Los estereotipos fraguados para legitimar la expansión colonial de los europeos en África siguen determinando la percepción actual del continente y, por descontado, de la literatura que procede de él. Más de un siglo después de la Conferencia de Berlín, celebrada en 1885, África se contempla aún como la región más próxima o más fiel a los orígenes de la humanidad, debido a un equívoco ideológico puesto en circulación por la empresa colonial: considerar que la noción de pueblos atrasados viene a coincidir en todo o en parte con la de pueblos primitivos.

La literatura actual no ha podido deshacerse aún de los presupuestos ideológicos del colonialismo
Este sutil desplazamiento de los significados, en apariencia intrascendente, sirvió en su día para apuntalar la imagen de África como continente virgen y ajeno a la civilización, impulsada por el colonialismo para disfrazar como iniciativa humanitaria y generosa lo que no era, en realidad, más que un proyecto de conquista y apropiación imperial. Puesto que la coartada de la empresa colonial era llevar al continente la "luz de la ciencia", hubo que expurgar de su pasado cualquier atisbo de esplendor, y de ahí que se obviase la condición africana del Egipto faraónico, la pertenencia de una parte de África a imperios históricos como el romano o, incluso, la presencia varias veces centenaria de Portugal. Resulta significativo, a este respecto, que el vecino ibérico tuviese que emplear a fondo sus exiguas capacidades diplomáticas para no ser excluido de las grandes conferencias coloniales del siglo XIX: su sola presencia desmentía que África fuese el último gran territorio por descubrir.

La imagen de los africanos, por su parte, tenía que estar en consonancia con la que el colonialismo había forjado del continente. De entonces procede el tópico que los presenta como personajes roussonianos habitando en un idílico estado de naturaleza y, por tanto, no contaminados por las inevitables perversiones que conlleva el progreso. La contradicción en la que se adentraba la empresa colonial al apoyarse sobre estos presupuestos no sólo tenía que ver con el contrasentido de que, en el fondo, daba por descontado que el progreso, ese ídolo incontestable, era una negación de la felicidad y de los valores humanos más auténticos; tenía que ver, además, con el hecho de que, si en la teoría se consideraba a los africanos como portadores de una bondad innata, en la práctica se les sometía a castigos y vejaciones de bárbara crueldad. Hasta el extremo de que entre algunos intelectuales africanos de hoy se suele señalar que la sacralización del Holocausto nazi contra los judíos, su consideración como un fenómeno único en la historia, obliga a pasar por alto la coincidencia de sus métodos con los del colonialismo, a los que también sucumbieron millones de africanos.

La recepción de la literatura africana actual no ha conseguido deshacerse por entero de los presupuestos ideológicos que estableció el colonialismo, y que se repitieron punto por punto durante el momento de máximo desarrollo del movimiento humanitario, durante la década los 90. La simple expresión de literatura africana no tiende a interpretarse, en primera instancia, como el conjunto de obras que proceden de África, sino como la literatura escrita por autores africanos de raza negra. Lo más grave de esta aproximación irreflexiva no es ya que deje fuera a autores blancos de tanta trascendencia como Nadine Gordimer o J. M. Coetzee, sino que, de una manera u otra, confina a los autores negros en el papel de demiurgos de un mundo desconocido, de simples traductores de la realidad africana a la lengua del colonizador. El riesgo que se corre entonces, acentuado por la consideración del éxito de ventas como un criterio determinante de la calidad literaria, es el de acabar considerando como autores africanos de mayor valor a aquéllos que tan sólo se limitan a confirmar los tópicos y estereotipos vigentes entre los lectores europeos.

Son sin duda numerosos los casos de escritores que conjuran este riesgo, algunos con un importante reconocimiento internacional como Wole Soyinka, premio Nobel en 1987. Pero quizá una de las trayectorias más ilustrativas para reclamar que los autores africanos sean juzgados sobre todo como autores, y no sólo como africanos, destruyendo por fin los prejuicios heredados del colonialismo, es la del angoleño José Luandino Vieira. Nacido en Portugal en 1935 y criado por su familia en los barrios pobres y marginales de la capital angoleña, Luandino se incorpora al movimiento anticolonial encabezado por Agostinho Neto, el Movimiento Popular para la Liberación de Angola (MPLA), y sufre prisión y confinamiento por parte de la dictadura salazarista. Su obra literaria, con narraciones excepcionales como A vida verdadeira de Domingos Xavier, No antigamente, na vida, Joao Vêncio: os seus amores o Nós, os de Makulusu, parece quedar en tierra de nadie al recorrer un singular camino creativo. Luandino no parte de las tradiciones orales ni de lenguas como el umbundu para expresarlas en portugués, sino que va desde el portugués hacia las tradiciones orales y la lengua que conoció en su infancia y que hizo suyas a lo largo de su vida, creando una lengua literaria y una materia narrativa de una perturbadora belleza y originalidad.

José Luandino Vieira es uno de los autores africanos a los que corresponde el mérito de obligar a que se reformulen, no ya las respuestas, sino las preguntas que dejó establecidas el colonialismo europeo. En 1963, la concesión del premio Casa do Imperio provocó duras protestas por parte de los escritores portugueses de la época. En 2006, sería Luandino Vieira quien rechazase el premio Camoens.

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