Las
torturas más sanguinarias y crueles de la Santa Inquisición
El Correo - diciembre de 2015
Desde la «doncella de hierro» (en
la que se introducía al preso en un sarcófago con pinchos), hasta el potro. La
infame imaginación de los inquisidores no tenía fin
Desde Galileo Galilei hasta Juana
de Arco. A día de hoy se cuentan por decenas los personajes destacados de la
Historia que fueron ajusticiados por la Santa Inquisición, una institución
creada en el siglo XIII cuya lucha contra los herejes se extendió durante más
de seis siglos por países como Francia, Italia, España o Portugal. Ideada para
combatir a todo aquel que se alejase de la fe que por entonces se proclamaba
como oficial (además de aquellos que cometían algunos actos considerados como
amorales), esta institución vivió su esplendor y su mayor barbarie durante la
Edad Media. Sin embargo, por lo que es recordada en la actualidad no es solo
por la cantidad de cadáveres que dejó a sus espaldas en Europa, sino por el uso
de multitud de instrumentos de tortura capaces de arrancar una confesión a
homosexuales, presuntas brujas o blasfemos. Entre los mismos destacaban algunos
tan crueles como el potro (ideado para estirar los miembros de la víctima) o el
castigo del agua (el cual creaba una severa sensación de ahogamiento en el
reo). Todos ellos, al menos en España, dejaron de usarse el 4 de diciembre de
1808, día en que Napoleón Bonaparte abolió la Inquisición, según publica ABC.
Para hallar el origen de esta
institución es necesario fijar nuestros ojos en la Francia del siglo XII, una
época -la Edad Media- en la que el cristianismo ya había logrado alzarse como
la primera y principal religión del Sacro Imperio Romano. Fue en ese momento
cuando nacieron multitud de grupos que, aunque enarbolaban la bandera de esta
creencia, entendían que no había que honrar a Dios como afirmaba la Iglesia
oficial. Entre ellos destacaban los valdenses y los cátaros, quienes se atrevían
además a criticar a los líderes espirituales del momento por vivir de una forma
demasiado ostentosa. Aquello no gustó demasiado al Papa Lucio III quien -tras
reunirse en concilio con otros tantos líderes religiosos- cargó de bruces
contra ellos mediante una normativa divulgada en 1184. «El papa promulgó la
célebre Ad abolendam “contra los cátaros, los patarinos, […] los josefinos, los
arnaldistas y todos los que se dan a la predicación libre y creen y enseñan
contrariamente a la Iglesia católica sobre la Eucaristía, el bautismo, la
remisión de los pecados y el matrimonio”», explica el doctor en Historia José
Sánchez Herrero en su obra «Los orígenes de la Inquisición medieval».
Todos aquellos grupos fueron declarados
herejes. «La herejía, en sentido formal, consiste en la negación consciente y
voluntaria, por parte de un bautizado, de verdades de fe de la iglesia»,
explica el teólogo Otto Karrer (S.XIX). Aquella constitución puso los cimientos
de la futura Inquisición, pues establecía que las autoridades eclesiásticas
tenían la potestad de perseguir a los enemigos de la Iglesia y devolverles al
camino correcto. «Todo arzobispo u obispos debía inspeccionar detenidamente
[...] una o dos veces al año, las parroquias sospechosas, y lograr que los
habitantes señalasen, bajo juramento, a los heréticos. Éstos eran invitados a
purgarse de la sospecha de herejía por medio de un juramento, y mostrarse en
adelante buenos católicos. Los condes, barones, rectores, consejos de las
ciudades y otros lugares debían prestar juramento de ayudar a la Iglesia en
esta obra de represión, bajo la pena de perder sus cargos; de ser excomulgados
y de ver lanzado el entredicho sobre sus tierras», explica el autor. Además, en
el texto se establecía que eran delegados apostólicos y estaban protegidos
directamente por la Santa Sede a la hora de llevar a cabo este trabajo.
En las décadas posteriores este
sistema no fue seguido de forma específica ni continua. Hubo que esperar hasta
el año 1229 para que, mediante una ordenanza real, se estableciera que las
autoridades civiles y eclesiásticas tenían la obligación de recuperar aquellas
tareas y buscar y castigar a los herejes. No obstante, apenas dos años después
el Papa Gregorio IX dictaminó mediante la normativa «Excommunicamus» que la
Iglesia sería la única con este poder, además de determinar -por primera vez-
el procedimiento concreto que se aplicaría contra los infieles y las penas por
las que pasarían si eran encontrados culpables. «Al mismo tiempo el senador de
Roma, Annibaldo, publicó un estatuto contra los heréticos, donde empleó por
primera vez la palabra "inquisitor" con su significación técnica de
inquisidor y no en el sentido general de investigador», añade el experto.
Acababa de nacer la Inquisición, y lo hacía teniendo la potestad de arrebatar
sus bienes a aquellos que fueran considerados herejes e, incluso, desterrar a
sus familiares. No obstante, esta fue la «Inquisición pontificia», la más
aciaga durante la Edad Media y diferente a la española, nacida en el siglo XV
de la mano de los Reyes Católicos.
Con todo, parece que a los
inquisidores no les resultaba nada sencillo encontrar a los herejes (pues estos
tenían la curiosa manía de negar su condición si eso hacía que no les cayese
encima todo el peso de la justicia). Por ello, en 1252 el Papa Inocencio IV
permitió oficialmente el uso de la tortura para lograr que aquellos «desviados
de la religión oficial» cantasen su confesión (y lo que se terciase) a sus
sacerdotes. Aquella cruel norma fue proclamada mediante la siguiente bula: «El
oficial o párroco debe obtener de todos los herejes que capture una confesión
mediante la tortura sin dañar su cuerpo o causar peligro de muerte, pues son
ladrones y asesinos de almas y apóstatas de los sacramentos de Dios y de la fe.
Deben confesar sus errores y acusar a otros herejes, así como a sus cómplices,
encubridores, correligionarios y defensores».
Para entonces ya no solo se
consideraban herejes las órdenes religiosas que se desviaban de la Iglesia
oficial, sino también los judíos, los apóstatas, los excomulgados, los falsos
apóstoles, las brujas, los blasfemos, y otros tantos. Lo que se buscaba
mediante la tortura era que, haciendo uso de este dolor, toda esta inmensa
lista de herejes admitiesen aquello por loq ue eran acusados y pudiesen ser
castigados por ello. Con este objetivo se idearon todo tipo de instrumentos a
lo largo de los seis siglos que estuvo vigente en diferentes países la
Inquisición. En el caso de que resistiesen el proceso sin confesar, se suponía
que los acusados debían ser liberados. «Cuando se administraba la tortura y no
se obtenía confesión, la conclusión lógica, si es que la tortura probaba algo,
era que el acusado era inocente. Según la frase legal, había purgado la prueba
y merecía la absolución», determina Primitivo Martínez Fernández en «La
Inquisición, el lado oscuro de la Iglesia». Sin embargo, en la mayoría de los
casos los reos acababan diciendo cualquier cosa a cambio de que parase aquel
horror.
Las torturas más crueles de la
Inquisición (desde su creación hasta su abolición en España)
1.- El Potro: Tristemente, «el
potro» fue una de las máquinas de tortura más conocidas de la Edad Media. Su
sencillez, su facilidad de construcción y, finalmente, su efectividad a la hora
de lograr que el reo confesase (o dijese al pie de la letra lo que los
inquisidores querían escuchar) hizo que fuera una de las máquinas más famosas
durante aquella época. Y no solo en el ámbito religioso. «Se llamaba así al
caballete o potro triangular sobre el que se ponía a los acusados que no
querían confesar. El potro era empleado también por la justicia ordinaria en la
aplicación del tormento», explica la escritora del S.XIX Irene de Suberwick en
su obra «Misterios de la Inquisición y otras sociedades secretas de España».
Su funcionamiento era simple,
pero eficaz. Para causar el mayor dolor posible al preso, se le ubicaba sobre
una mesa que contaba con cuatro cuerdas. Cada una de ellas, para atar sus
brazos y piernas. «Las cuerdas de las muñecas estaban fijas a la mesa y las de
las piernas se iban enrollando a una rueda giratoria. Cada desplazamiento de la
rueda suponía una extensión de los mismos», destaca Primitivo Martínez
Fernández en «La Inquisición, el lado oscuro de la Iglesia». El dolor que
producía en los huesos era sumamente insufrible y, si las vueltas a aquella
maléfica rueda eran demasiadas, podía provocar el desmembramiento de las
extremidades.
Usualmente, este tormento solía
tener dos partes. La primera duraba varias vueltas y buscaba amedrentar al
preso. Posteriormente, se paraba la máquina y se instaba a la víctima a
«hablar». Si no aceptaba, se continuaba hasta que lo hiciese. Con todo, algunos
autores son partidarios de que había un nivel más de interrogatorio. Este
duraba presuntamente varios días y, tras él, el reo solía fallecer. Fuera como
fuese, la víctima podía ser cruelmente estirada hasta 30 centímetros. A su vez,
destaca que, si no obtenían la confesión deseada, también podían recurrir a
aplicar otros castigos al sujeto allí tumbado mientras el potro surtía su
efecto (por ejemplo, quemar sus costados con fuego -siempre considerado
purificador-).
Además del posible
desmembramiento, el dolor que causaba esta máquina era increíble. «El
torturador le daba vueltas al timón […] hasta que los huesos de la víctima eran
dislocados con un ruido fuerte, causado por los cartílagos, ligamentos y huesos
que se rompían. Si el torturador seguía girando el timón, las piernas y los
brazos eran eventualmente arrancados del cuerpo», señala Luis Muñoz en su obra
«Origen, Historia Criminal y Juicio de la Iglesia Catolica». Tal y como se
puede observar en las crónicas de la época, tras unas «vueltas» en este invento
era casi imposible mantenerse en pie. Lo mismo pasaba con la capacidad de
caminar. De hecho, era sumamente difícil dar siquiera dos pasos.
2-El aplasta pulgares: El aplasta
pulgares era un instrumento metálico en el que se introducían los dedos de las
manos y los pies. A continuación, mediante un tornillo se le daban varias
vueltas hasta que los apéndices acaban totalmente destrozados. Tenía un origen
veneciano y la mayoría de los textos lo definen como un utensilio sencillo,
pero sumamente doloroso.
3-El tormento del agua: El
conocido como tormento del agua era uno de los más imaginativos. Su utilidad
era tal que, en la actualidad, algunas agencias de inteligencia lo siguen
utilizando. Contaba con varias versiones, pero la más básica consistía en
tumbar a la víctima sobre una mesa, atarle las manos y los pies, taparle las
fosas nasales (en la mayoría de los casos) y, finalmente, introducirle una pieza
de metal en la boca para evitar que la cerrase bruscamente. A continuación, y
tal y como señala Muñoz en su obra, se le metían «ocho cuartos de líquido» por
el gaznate. La sensación de ahogamiento era insoportable y, en muchas
ocasiones, hacía que la víctima se quedase inconsciente. «La muerte usualmente
ocurría por distensión o ruptura del estómago», comenta el autor español.
Con el paso de los años, esta
tortura se fue perfeccionando hasta el punto de lograr una sensación totalmente
horrible en la víctima. Esta se lograba, principalmente, introduciendo un trapo
de lino hasta su garganta y echando agua a través de él. «El agua se filtraba
gota a gota a través del húmedo lienzo, y a medida que se introducía en la
garganta y en las fosas nasales, la víctima, cuya respiración era a cada
instante más difícil, hacía esfuerzos por tragar aquella agua y aspirar un poco
de aire. Más a cada uno de sus esfuerzos que imprimían a su cuerpo, una
convulsión dolorosa [aparecía]», explican Feréal y otros autores en «Misterios
de la Inquisicion de España». El sufrimiento se medía acorde al número de
jarros del líquido elemento que se introducían entre pecho y espalda de la
víctima.
Uno de las muertes más crueles
por este método se sucedió a finales del siglo XVI, como bien señala Muñoz:
«Uno de los muchos casos registrados por la Inquisición en 1598 estuvo
relacionado a un hombre que fue acusado de ser un hombre lobo y poseído por un
demonio. El verdugo vació un volumen de agua tan grande en la garganta de la
víctima, que su barriga se expandió y se puso dura poco antes de que muriera».
El último tipo de «tormento del agua» consistía en hacer lo mismo, pero en una
escalera sobre la que se ponía al preso boca abajo.
En pleno 2015, la CIA sigue
utilizando una tortura similar a esta, aunque es llamada «ahogamiento simulado»
y se lleva a cabo tumbando al preso en una mesa, vendándole los ojos (tras
sujetarle manos y pies) y, finalmente, arrojándole agua al interior de la boca
y la nariz. Aunque parezca un acto inocente es sumamente cruel, pues -al no ver
nada- el cerebro sufre una sensación de ahogamiento y claustrofobia similar a
la que se produciría bajo el líquido elemento. El organismo suele responder con
convulsiones y temblores. Según el Departamento de Justicia de los Estados
Unidos, se usó contra los presos de Guantánamo durante años. Además, es una
técnica de interrogatorio que las fuerzas especiales americanas deben aprender
a eludir antes de ser enviadas a territorio enemigo.
4-La pera vaginal, oral o anal
Como su propio nombre indica,
este instrumento de tortura tenía forma de pera (estrecho en una punta y ancho
en la otra) y se introducía en la boca, la vagina o el ano de la víctima. La
oral se aplicaba a «predicadores heréticos y reos de tendencias antiortodoxas»
la vaginal a las mujeres culpables de «relaciones con Satanás o con uno de sus
familiares» y la anal a los «homosexuales pasivos». Una vez en el interior,
comenzaba el suplicio, pues se abría mediante un tornillo generando un dolor
inmenso en el preso.
«La pera era forzada dentro de la
vagina, ano o boca. Una vez dentro de la cavidad, era entonces expandida al
máximo girando un tornillo. La cavidad en cuestión resultaba irremediablemente
mutilada, casi siempre ocasionando la muerte», determina el divulgador
histórico Martín Careaga en su obra «La santa Inquisición». Además del dolor
que causaba cuando se abría, en sus paredes exteriores contaba con unas púas
que desgarraban el interior de la boca, la vagina o el ano del afectado
provocando severas hemorragias.
5-La garrucha
Esta tortura era conocida en la
vieja Europa como «estrapada», aunque en España fue importada como «la
garrucha». Su funcionamiento, al igual que el del potro, era bastante sencillo
y no requería de un gran equipamiento técnico, pero no por ello era menos
dolorosa. La tortura consistía, simple y llanamente, en atar las manos del preso
por detrás de su espalda. A continuación, se alzaba a la víctima varios metros
del suelo (tirando de sus muñecas) mediante un sistema de poleas. Una vez en
alto, llegaba el castigo. «Finalmente, se le dejaba caer. La longitud de la
cuerda estaba medida para que no se golpeara con el suelo, pero la sacudida le
dejaba descoyuntado», añade Martínez Fernández en su obra. El descenso hacía
que todo el peso del cuerpo de la víctima se sustentase en los brazos, algo
sumamente doloroso.
En palabras de este autor, esta
tortura fue utilizada en primer término en Italia, donde era llamada
«strapatto» y, al igual que el potro, contaba con varias partes. En la primera,
se suspendía a la víctima unos seis pies (unos 2 metros) sobre el suelo y se la
dejaba caer desde allí. Este procedimiento, según Muñoz, provocaba
desgarramientos en el húmero y dislocaba la clavícula. Después de esta «primera
toma de contacto» con «la garrucha», se preguntaba al prisionero si quería
confesar sus pecados a la Santa Inquisición. Si así lo hacía, el tormento se
daba por finalizada. En caso contrario volvía a empezar, aunque de una forma un
poco más dolorosa.
«En esa posición [cuando estaba
suspendido] hierros de aproximadamente cuarenta y cinco kilogramos eran atados
a los pies. Los verdugos entonces halaban la cuerda y soltaban bruscamente a la
víctima, sujetándole fuerte antes de que tocase el piso», señala Muñoz. El
proceso se repetía una y otra vez. Curiosamente, a partir de 1620 varios
inquisidores hicieron múltiples recomendaciones para que el dolor del
prisionero fuese lo más intenso posible. Entre las mismas destacaban el
levantar muy lentamente al reo para que «disfrutase» del cruel viaje y dejarle
suspendido el tiempo en que se tardaba en recitar dos veces en silencio el
salme «Miserere» (una oración de arrepentimiento).
«Si la víctima aguantaba la
tortura y rehusaba confesar, los torturadores la llevaban a una plataforma
donde le quebraban los brazos y las piernas hasta que moría», completa Muñoz.
Pero no se detenía en ese punto el castigo pues, si lograban resistir y no se
marchaban al otro barrio, el preso era estrangulado y quemado. No fue el caso
de una bella mujer que, según cita M.V. de Feréal (S.XIX) mientras sufría la
tortura de la garrucha «sufrió un ataque en el que lanzó mucha sangre de su
pecho». Según parece, durante el castigo se le rompió la arteria, lo que la
hizo fallecer a las pocas jornadas. Curiosamente, una tortura similar fue
practicada décadas después por los nazis en Auschwitz.
6-La cuna de Judas
La «cuna de Judas» era un
artilugio que estaba formado por dos elementos. El primero era un sistema de
poleas que permitía alzar a una persona en el aire. El segundo, una pequeña
pirámide de madera cuya punta estaba sumamente afilada. La tortura consistía en
levantar a la víctima en el aire y dejarla caer repetidamente y con fuerza
sobre la base del artefacto para que su ano, vagina o escroto se desgarrasen.
El verdugo, además, podía controlar el dolor que sufría el afectado controlando
la altura a la que se ubicaba el prisionero.
Una curiosa variante de la cuna
de Judas se llevaba a cabo utilizando agua y ubicando al afectado totalmente
atado apoyado con varios pesos en los pies sobre la pirámide. «Era un
tratamiento frecuentemente utilizado contra las mujeres acusadas de ser brujas.
En el juicio por agua contra las brujas, se suponía que el agua, siendo un
elemento “inocente y puro”, haría flotar a la víctima si era inocente, pero si
era culpable, entonces se hundiría. Lo cual evidentemente siempre sucedía, pues
nadie podía flotar en esa posición», determina Careaga en su obra.
7-La doncella de hierro
Las torturas más sanguinarias y
crueles de la Santa Inquisición
Este castigo era uno de los más
crueles, aunque se sospecha que no llegó a utilizarse de forma tan usual como
el potro debido a su severidad. Para llevar a cabo la tortura de la «doncella
de hierro» se introducía al preso en un sarcófago con forma humana con dos
puertas. Este artilugio contaba con varios pinchos metálicos en su interior
que, cuando se cerraba el ataúd, se introducían en la carne del reo.
Curiosamente, y en contra de lo que se cree, estas «agujas» gigantescas no
acababan con su vida, aunque le causaban un dolor increíble y hacían que se
desangrase poco a poco. Pero eso sí, no le atravesaban de lado a lado, como se
muestra en algunas películas.
A su vez, era algo precario como
elemento para lograr que los herejes confesaran, pues no había forma de
aumentar progresivamente el dolor que causaba. «Había pocos sarcófagos y en
realidad estaban pensados para infundir terror. Cualquiera de las torturas
precedentes, aunque de apariencia más modesta, permitía una aplicación de
intensidad variable, según las necesidades, mientras que la doncella no
permitía graduaciones», señala el autor de «La Inquisición, el lado oscuro de
la Iglesia».
Tal y como explicamos en ABC en
2012, la primera ejecución con este método se sucedió el 14 de agosto de 1515,
y la víctima fue un falsificador. «Las puntas afiladísimas le penetraban en los
brazos, en las piernas, en la barriga y en el pecho, y en la vejiga y en la
raíz del miembro, y en los ojos y en los hombros y en las nalgas, pero no tanto
como para matarlo, y aseí permaneció haciendo un gran griterío y lamento
durante dos días, después de los cuales murió», explica el autor alemán del
S.XIX Gustav Freytag. Según se cree, Erzsébet Báthory, la «condesa sangrienta»
(una mujer acusada de asesinar a cientos de personas por creer que así podría
obtener la belleza eterna) era una de las asesinas que -durante el siglo XVII-
más disfrutaba usando este artilugio con aquellas chicas que capturaba y
aniquilaba.
8-La sierra
La «sierra» era uno de los
castigos más brutales que se podían perpetrar contra un prisionero. Usualmente
estaba reservado a mujeres que, en palabras los inquisidores, hubiesen sido
preñadas por Satanás. Para lograr acabar con el supuesto niño demoníaco que
llevaban en su interior, los responsables de cometer la tortura colgaban a la
hechicera boca abajo con el ano abierto y, mediante una sierra, la cortaban
hasta que llegaban al vientre. «Debido a la posición invertida en que se
colgaba a la víctima, el cerebro aseguraba amplia oxigenación y se impedía la pérdida
general de sangre. La víctima, por ello, no perdía la consciencia hasta llegar
al pecho», completa Careaga. Aunque no era una tortura que buscara una
confesión, su crudeza hace que no pueda ser olvidada en esta lista.
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