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sábado, 3 de enero de 2009

Peligroso

La obediencia como crimen
César Hildebrandt

Hace 50 años un psicólogo norteamericano llamado Stanley Milgram hizo un experimento destinado, en suma, a demostrar que el ser humano es un borrego peligroso.

El experimento consistió en lograr que unos voluntarios aplicaran supuestas descargas eléctricas a otros supuestos voluntarios (que en realidad eran actores cómplices del experimento).

Milgram quería saber si los “picaneadores” obedecerían a su autoridad de médico hasta el punto de causar daño a sus víctimas.

El asunto empezaba con 150 voltios –lo que ya era una teórica barbaridad-. Milgram, que enseñaba en Yale y sabía qué cosa era ser cruel exigiendo notas y plazos, se quedó estupefacto.

Con 150 voltios simulados, el actor que fingía ser sujeto pasivo del experimento se retorcía de dolor y gritaba como un animal desesperado. Entonces el verdugo miraba a Milgram buscando su asentimiento. Milgram decía que sí con la cabeza y luego ordenaba:

-Doscientos voltios.

El 82,5% de los voluntarios que oficiaban de torturadores prefirió obedecer antes que actuar según el mandato de su conciencia. Y siguió administrando su obediencia debida hasta los 200, los 250, los 300, los 350, los 400 y los 450 voltios (a este último rango de sadismo llegó exactamente el 79% de los sujetos de la experimentación).

Milgram estaba horrorizado.

Había ideado esta prueba a raíz del asunto Adolf Eichmann, un nazi particularmente asesino que juraba ante la corte de Jerusalén que lo condenó a la horca que él sólo había cumplido órdenes y que no había tenido alternativa.

Milgram quería saber hasta qué punto el ser humano promedio podía ser un instrumento dócil de la autoridad –de cualquier autoridad- en “condiciones ideales y con la impunidad garantizada”.

Pues bien, comprobó empíricamente que el primate superior de la escala puede torturar a otro primate si recibe órdenes de la persona adecuada y si esas órdenes parecen estar respaldadas por un bien superior.

En el caso del Experimento de Milgram –que así llegó a llamarse en los anales de la psicología- ese bien superior era, aparentemente, comprobar el umbral del dolor y la posibilidad de rastrear sus verdaderos efectos en los sujetos pasivos del test.

Todos los voluntarios que obedecieron a pesar de su evidente disgusto parecieron tener una inteligencia promedio. No hubo datos de esa naturaleza sobre el 17,5% de voluntarios que decidió desobedecer y largarse, en ocasiones a gritos, de tan sombrío “laboratorio”.

Pero aquí no acaba el asunto. Lo más interesante es que el experimento de Milgram acaba de ser repetido, bajo condiciones menos duras y con menor dosis de manipulación quizá, por el psicológo Jerry Burger, de la Santa Clara University. Y los resultados, según publica la revista American Psychological Association, son apenas dos puntos porcentuales menos que los que Milgram obtuvo en 1961.

O sea que cuando se mata en Gaza a mujeres, niños y viejos; cuando se mata en Islamabad cuantiosamente; cuando se barre del mapa una pequeña aldea en las afueras de Kabul; cuando, en fin, el primate mayor de este planeta convierte al odio en causa y a la muerte en lección y a Dios (a cualquier Dios) en Gran Secuaz, debemos pensar no sólo en la triste infantería que aprieta el gatillo sino en los peces gordos que dan la orden.

El Experimento de Milgram y su reciente repetición son una prueba: la humanidad que produjo a Beethoven y a Joyce también es una inmensa manada de homicidas anuentes, miríadas de corderos dirigidos por lobos.

La obediencia puede ser el peor de los crímenes.

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