Diatriba en contra de Lima
César Hildebrandt
César Hildebrandt
“Lima es preciosa”
(Barbie)
El 79 por ciento de los no nacidos en Lima no se siente limeño a pesar de vivir en esta ciudad y de constituir, incluyendo a sus antecesores, más de dos tercios de su población.
Eso lo dice una encuesta revelada ayer por la Universidad Católica.
La verdad es que la cifra no me sorprende.
Esa “no pertenencia” se huele en el meado de bermas y jardines, en la cagazón en terrenos baldíos y parques desatentos, en la música que taladra, en la cáscara de plátano lanzada desde el microbús conducido por un babuino brevetado.
Así como en “Una gata sobre el tejado caliente” el viejo diezmado por los años dice que “el olor de la mendacidad” se siente en el aire, así, en esta Lima ligeramente pútrida, el olor del odio que sus ocupantes sienten por ella se mete en nuestras narices y nos impregna.
En el Perú no hemos necesitado de una revolución francesa ni de una guerra civil mexicana para ser lo que somos. Pasamos de la teocracia andina a ser suburbio de España y luego república bamba, todo con las mismas turbas y casi todo con la misma indiferencia.
No hemos tenido a Robespierre pero sí a varios Luis XIV. Somos un Thermidor crónico pero sin revolución que aplacar. Aquí la palabra clave es restauración. Cuando el Perú se venda del todo, será en Sotheby’s y nos comprará un anticuario londinense.
Y como en todo somos atípicos y un tantito siniestros, aquí la toma de la Bastilla se convirtió en ríos de orina y marejadas de Ticos. Así se vengaron de esta ciudad cruel que los negaba de lejos y los maltrataba de cerca.
Y aquí en vez de la decapitación de Luis XVI, lo que tuvimos fue el entierro de una ciudad entera. Lima es hoy un cadáver tapado con esteras. Es una ciudad atropellada en la Panamericana Sur. No tenemos una capital. Tenemos una pena capital. Y la espera por el juez de turno para el levantamiento del difunto se hace interminable.
¿No han visto la cara de enterrador que tiene Luis Castañeda? Él, como ferreñafano de corazón, debe de estar tranquilo con esta ciudad donde no se sabe qué es más vital: o el tráfico de drogas o el tráfico urbano.
Como los limeños no maman sino que se vacunan con los lácteos de la resignación, esta espantosa ciudad les parece muy bien y muy bonita. Pero nadie puede dudar de que la fealdad de Lima ha crecido a diez kilómetros por hora desde que Salazar Bondy la mirara tan severamente.
Lima es una ciudad espantosa no sólo por el escándalo de sus contrastes, la arquitectura rasante de muchos de sus barrios, el neón marica de sus casinos, la mediocridad irremediable de su garúa, la dicción de Marquito Parra, la hediondez de Huachipa, la cara de posguerra de los distritos que alguna vez fueron de la clase media, los charcos oleaginosos de sus avenidas...
Lima no sería tan espantosa, en suma, sino fuera porque es una ciudad secuestrada por sus enemigos. De ellos ha sido la victoria y ante ellos tenemos que arriar las banderas de cualquier orden y de cualquier esperanza de orden.
Abimael Guzmán, que odiaba a su madrastra tanto como a Lima, soñaba con ejércitos rencorosos bajando a Lima para borrarla del mapa.
Su profecía se ha cumplido. Divisiones enteras de odio rural y legítimo, falanges del resentimiento histórico, riadas de viejas cuentas sin saldar se han apoderado de Lima para escupirla a discreción, arenarla con goce y convertirla en este atoro colosal y de gasfitería que es ahora.
El verdadero Sendero estaba motorizado y tocaba bocinas. La caída final de Lima se produjo, hace algunos años, ante el general Castañeda Lossio, jefe de las fuerzas de ocupación.
Ahora lo que falta es firmar otro Tratado de Ancón.
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