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sábado, 31 de enero de 2009

Chumpitaz

Chumpitaz o la perfección
César Hildebrandt

A mí me gusta mucho lo que ha hecho el señor Tito Chumpitaz, entrenador de la selección de fútbol sub 20.

Él no se ha andado con medias tintas. A él le parece muy mal eso del limbo y la indefinición.

En suma, Chumpitaz es un radical del fracaso, un jacobino de lo fronterizo, un Papa deportivo del Cero Absoluto.

Siempre el fútbol peruano había sido mediocre hasta en su mediocridad. Y esa tibieza hasta para ser malos era algo que, seguramente, irritaba a este Napoleón de la impotencia.

Por eso es que, paso a paso, esquema tras esquema, charla tras charla, preparó esta actuación que ha rozado lo perfecto y que es la obra maestra de la miseria futbolística.

Como huérfanos de Dickens golpeados por todas las adversidades, como idiotas sin rumbo salidos de una pesadilla de Mario Poggi, estos muchachos han puesto, por fin, las cosas en claro: somos lo peor de América Latina, lo último de lo de abajo, los invictos de la derrota, el sarro del barrio de la boca (puro chamullo).

Como el Perú es un país que cultiva el medio pelo y la indeterminación, este paso dado por Tito Chumpitaz y sus lisiaditos es un aporte que podría llevarnos, de encontrar otros ecos, a la adquisición de un carácter nacional menos parecido al de la malagua.

Ser perfecto en la estupidez es un arte raro. Porque muchas veces los estúpidos nos traicionan con un acierto y nos disgustan con un buen momento y nos confunden hasta con un libro publicado y elogiado por el cuetismo nacional.

¿Pero qué decir de Tito Chumpitaz? Nada, excepto admitir que posee una estupidez sin mácula. Y añadir que es el mayor perfeccionista de la historia del fútbol peruano, incluyendo en esa historia las hazañas de Chemo del Solar, el mejor amigo de Platero.

Perder todos y cada uno de los partidos, hacer el ridículo en cada minuto de los muchos que nos desgraciaron, ordenar los cambios que sólo el cerebro de un canguro con la cabeza masacrada podía concebir, obtener la compasión unánime de todos los rivales y el asco profundo de todos los árbitros, separar cada línea del equipo para incomunicarlo, envilecer el concepto mismo del fútbol como juego colectivo, proponer la debilidad defensiva como un don fatalista y la esterilidad del ataque como una flamante virtud, todo eso, decía, convierten a Tito Chumpitaz en el Osama Bin Laden del malogro.

Lo que no han entendido los que lo critican tan frívolamente es que Chumpitaz, harto de Chemo, cansado de lo gris, separado de Oblitas, aspiraba a esta campaña devota de la ruina para decirnos –y aquí está el detalle- que nada de lo hecho por quienes fracasaron antes y matizadamente vale la pena, que no hay nada peor que las derrotas intercaladas (o sea las victorias inservibles) y que ya era tiempo de que el fútbol peruano se pareciera a parte de nuestra historia.

¿Por qué no unir el fútbol peruano con la vieja levadura de la historia? Me imagino que eso debe de haber pensado Chumpitaz en sus momentos de reflexión.

Y debe de haberse dicho: nada con Cáceres, que nos distrajo en la derrota, ni con Grau, que lavó a solas (y con agua salada) el honor nacional, ni con Bolognesi, que nos permitió disimular algunas cobardías.

¡Nada de eso! –debe haberse dicho Chumpitaz.

Y debe haberse dicho seguidamente:

-Que todo se parezca al Prado presidente que era general chileno honorario y que se fugó apenas estalló la guerra. Y que se parezca al Piérola que todo lo que tocaba se desvanecía en un flato maloliente. Y que sea como Iglesias, el traidor ciento por ciento. Y que se parezca –retrocediendo- a Felipillo, resumen de la infamia. Y –avanzando en el tiempo- a Montesinos, maldito hasta las uñas.
Tito Chumpitaz no es sólo un entrenador de fútbol. Es un filósofo y un artista extremo. Sólo hay que comprenderlo.

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