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lunes, 29 de junio de 2009

Once Caldas



Lo que vi


Hernán Peláez Restrepo


Le resultó más fácil de lo previsto al Once Caldas de Manizales conquistar la estrella. Ni falta hicieron Fano, Casanova y Viáfara. Nunca un equipo en esa caldera que resultó el Metropolitano de Barranquilla jugó con tanta serenidad y claridad para hacer valer su condición de grupo ganador.


Porque llegó con el resultado a su favor y sin desespero empezó a adueñarse de la pelota en los primeros minutos. De paso sacudió dos veces a Giovanni Hernández, supuestamente el director de orquesta del Júnior. Las tarjetas amarillas bien exhibidas por el juez Ruiz, de impecable trabajo, a Torres y Carreño, significaron la “desaparición” de Giovanni. Y de ahí en adelante los jugadores de Júnior, después de recibir el primer gol, por un error de cálculo de Berbia, mostraron que sabían de matemáticas, porque ese gol, los ponía contra la pared.

El ingreso de Ciciliano nada aportó a la supuesta sociedad a establecer con Giovanni y casi melancólicamente el Júnior se entrego, a tal punto, que Teófilo Gutiérrez, en el desespero, terminó dándose de patadas con los zagueros del blanco.

El Once Caldas tuvo tres figuras: Landázuri, en dos acciones clave del partido, sobre todo un mano a mano con Teófilo; y los zurdos Henry Rojas y Dayron Pérez. Este último me hizo recordar a Carlos López, aquel volante argentino pequeño, pisador de balón y dispuesto al pase letal y en profundidad. En ellos dos el nuevo campeón tiene una genuina fortuna, pensando en esas trasferencias al exterior.

Además los Nóndier, Torres, Núñez y el resto jugaron a placer, sin angustias ni presiones y hasta Carreño lució.


Caldas ganó con toda claridad y la prueba está en los cinco goles marcados en los dos partidos contra Júnior. La euforia del público se terminó muy temprano porque Júnior salió con un “chorro de babas”, cuando más se esperaba de él. Y es triste el caso, porque recaudó en este apertura más de cinco mil millones de pesos en taquillas, incluyendo un juego a puerta cerrada, en demostración de la respuesta a un equipo que pintaba para más y concluyó entregado, sin orden, sin agresividad ofensiva.

Giovanni, además, demostró que en los juegos cruciales, como cuando va a la selección, se queda, se pierde, desaparece, por algún motivo digno de un consultorio de psicoanalista.

Dio su primera vuelta olímpica tras 12 años en los banquillos

Hasta que encontró la fórmula

Fabián Mauricio Rozo C. / Enviado Especial, Barranquilla


Gracias a la ingeniería química, Javier Ignacio Álvarez descubrió que no había mejor experimento en su vida que el fútbol y en su tercer ensayo por unirlo al éxito, lo consiguió.

En cada visita al laboratorio de la Universidad de Antioquia, se convencía más de que no había podido escoger mejor su carrera, la cual compaginaba con una personalidad ajena al vértigo y rebelde para dejarse delimitar por el factor tiempo o someterse a los resultados inmediatos.

Eran los años 80 cuando Javier Ignacio Álvarez en su natal Medellín hacía de la ingeniería química el camino a transitar, despejado, como su cabeza. Pero gracias a su gran imaginación decidió que la academia no fuera el único rumbo en su vida y optó entonces por realizar un arriesgado ensayo: juntarla con algo que tal vez iba en sentido contrario: la dirección técnica.


Sin importarle en lo más mínimo que tal mezcla resultara un detonante, terminó siéndolo porque descubrió que no necesitaba de una bata blanca para experimentar ni del encierro para mostrar avances. Por el contrario, el lugar indicado para hacerlo fue un campo verde y rectangular, donde cambió pipetas por jugadores y encontró en la táctica la teoría indispensable.

Intentó durante 12 años en los bancos técnicos —que hasta resultaron de prueba— encontrar la fórmula del éxito, la que estuvo cerca de hallar por allá en el 98 y luego en 2005. “No sé si faltó o sobró algo anteriormente, pero uno tiene que aprender de todas las personas y cada día”. Es su frase de batalla con la cual tuvo que perder dos finales para terminar imponiéndose en la tercera.

Y fue la vencida para el entrenador de 51 años porque nunca renunció al sueño ni a un estilo que divide y no deja de generar burlas y señalamientos de todo tipo, que en lugar de hacer mella en Álvarez y propiciar alguna reacción primaria en él, lo llevan a ser mucho más pausado, respetuoso y, sobre todo, tolerante con quienes le resisten.


Por eso a ellos también los incluyó en el festejo, que no se apartó mucho de la sobriedad que le identifica, al “procurar, en la medida que sea posible, ser el mismo ante la derrota o el triunfo para saberlos asimilar por igual”. “No soy ni seré de odios y por eso este triunfo espero que lo disfruten todos, tanto los que creyeron, como los que no confiaron en este equipo”, declaró Álvarez.

Él siempre lo hizo por principios y sobre todo sentimientos, ya que si éstos tuviesen color, el suyo no podría ser otro que el blanco… “Al Once Caldas le debo mucho porque este club me permitió comenzar mi carrera de técnico profesional en el 97 y ahora le devuelvo algo de todo lo que me ha dado con este título labrado gracias al esfuerzo de muchos seres humanos excepcionales”.

Con ellos, la perseverancia propia de un luchador silencioso y no menos incansable, el escepticismo convertido en multiplicador de motivación y hasta la subestimación rival, se construyó un campeón. Pero Javier Álvarez, antes que revelar la fórmula de su triunfo, da un solo elemento, suficiente para conseguir cualquier cosa en la vida: convicción. Y a él sí que le sobra.

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