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domingo, 3 de mayo de 2015

el Tercer Reich

La rendición, el último capítulo del Reich alemán


INFOnews - ‎mayo‎ de ‎2015
Según publica Tiempo Argentino, con una Europa derrumbada tras años de guerra, soviéticos y alemanes se enfrentaron en Berlín entre abril y mayo de 1945. El objetivo de José Stalin era claro: acabar para siempre con el Tercer Reich de Adolf Hitler. Un imperio que debía durar mil años y quedó enterrado entre las brumas del horror. Stalin trasladó hasta la capital alemana tres legiones de 2,5 millones de soldados armados hasta los dientes. Enfrente tenía 1,5 millones de hombres –y chicos, también– leales al régimen nazi, que contaban con bunkers fortificados, aviones y artillería pesada. Fue la última batalla, una verdadera masacre con 300 mil muertos. A su paso, hay testimonios de que el Ejército Rojo violó y torturó a miles de mujeres. Hitler, desesperado y abandonado por sus colaboradores más fieles, se quitó la vida al igual que su esposa Eva Braun y su círculo más íntimo en el búnker que le servía de refugio.

Esas son sólo algunas de las imágenes del horror que dejó la Batalla de Berlín, el enfrentamiento que puso punto final al terror nazi y que abrió las puertas al fin de la Segunda Guerra Mundial, una contienda con 65 millones de muertos y otros 20 millones de desplazados. El suicidio del Führer ocurrió el 5 de mayo de 1945, tres días antes de que Alemania firmara la "capitulación sin condiciones" y su territorio fuera totalmente ocupado por los Ejércitos de los Aliados. Al menos en Europa, la guerra había terminado.

El próximo 8 de mayo, el mundo recordará el 70º aniversario de aquella histórica rendición alemana. Un hecho que no quedó hundido en el pasado, sino que aún hoy genera controversias y polémicas. El propio presidente ruso Vladimir Putin denunció, hace pocos días, una "tergiversación" de la historia de la Segunda Guerra y aseguró que su país "salvó al mundo del fascismo". Sin mencionarlo, el mandatario hacía alusión a los intentos de Estados Unidos por arrogarse la victoria de una contienda en la que ingresó de manera total cuando buena parte de la suerte ya estaba echada a favor de los Aliados.

Efectivamente, hasta el 8 de diciembre de 1941, cuando Japón atacó la base de Pearl Harbor, la Casa Blanca se había mantenido neutral. Fue recién a partir de la ofensiva nipona que el presidente Franklin Delano Roosevelt inició una incipiente estrategia de intervención militar contra Alemania y de apoyo económico directo a Gran Bretaña. Según narra el cineasta Oliver Stone en la serie documental La historia no contada de Estados Unidos, sobre finales de 1942 la Casa Blanca había entregado a los Aliados unos dos millones de toneladas de provisiones, 400 mil camiones, 52 mil jeeps, 7000 tanques, artillería, vehículos de combate, 15 mil aviones y 8000 vagones de trenes. Los créditos oscilaron los 10 mil millones de dólares.

El apoyo financiero era claro. Pero la importancia de la participación estadounidense se diluye al analizar la cifra de bajas en cada país: es decir, quién puso el cuerpo en el frente de batalla, quizás el hecho más elemental en una guerra. Entre EE UU, Gran Bretaña, Francia y otros países europeos se contabilizaron alrededor de 500 mil víctimas en toda la contienda. La Unión Soviética (URSS) perdió 27 millones de hombres, muy por encima de China, la segunda nación con mayor cantidad de bajas, que tuvo unos 10 millones.

Sólo en Stalingrado, la mayor batalla de la historia universal, los soviéticos tuvieron más muertos que los estadounidenses y los británicos en los seis años de guerra. La vieja ciudad había sido alcanzada por los alemanes en agosto de 1942. Durante los tres meses siguientes, el combate entre nazis y el Ejército Rojo fue cuerpo a cuerpo, casa por casa, fábrica por fábrica. En noviembre, los soviéticos lanzaron una potente ofensiva invernal que Hitler creía imposible. Stalin obligó a sus tropas a resistir hasta el final: era la famosa política de "ni un paso atrás", que preveía un castigo por traición para el soldado que abandonara el frente y la cárcel para sus familiares.

El 2 de febrero de 1943, los restos del Ejército alemán debieron capitular ante el poderío militar soviético. En el inmenso río de sangre se contaban dos millones de muertos. Quienes conocieron de cerca al Führer, dicen que lloró desconsolado. "Era la primera gran derrota que sufría Hitler y su terquedad fue vivamente criticada (…) Lo más grave fue quizá que los soldados alemanes, y más aun sus jefes, empezaron a perder la confianza en él", sostiene el historiador francés Jacques Neré en su libro Historia Contemporánea. Tras la derrota, el mariscal que estaba al frente de las tropas nazis en Stalingrado, Friedrich Paulus, se adhirió a un "Comité de la Alemania libre" en la URSS. Una viva imagen del lento derrumbe alemán y de la soledad que invadía a Hitler de manera cada vez más evidente.

Las complicaciones para las fuerzas del Eje aumentaron cuando a principios de 1943 comenzó la contraofensiva aliada contra Japón. A mediados de ese año, además, il duce Benito Mussolini fue desautorizado por la mayoría de los altos mandos de su régimen, privado del poder y detenido. El 3 de diciembre, el gobierno italiano firmó un armisticio con los Aliados, que se mantuvo en secreto con la vana esperanza de engañar a los alemanes.

Por esos años también entraba en escena una importante jugada de inteligencia británica para torcer el brazo enemigo. El matemático Alan Touring creó una máquina que permitió descifrar el código de transmisiones usado por los nazis, lo que permitió anticipar varios ataques y reducir la duración de la guerra. Una historia que fue bien retratada en la película El código enigma, del cineasta noruego Morten Tyldum.

Con viento a favor, los soviéticos avanzaron miles de kilómetros para recuperar territorio en poder alemán. En 1944 entraron a Varsovia, cuya reconquista dejó un saldo de 600 mil muertos. Tras el éxito del desembarco en Normandía –con el que las tropas de EE UU ingresaron a Europa–, los alemanes más conscientes y mejor informados sabían que la partida estaba perdida. Para ese año, la URSS ya tenía el mismo poderío industrial y militar que cualquier potencia europea, e incluso ya estaba en un nivel superior a Alemania.

A comienzos de 1945, soldados británicos, estadounidenses y también franceses alcanzaron la frontera alemana y llegaron a cruzarla en algunos puntos. Mientras el premier británico Winston Churchill, Stalin y el presidente Roosevelt se juntaban en la famosa Conferencia de Yalta, donde el presidente estadounidense –que moriría el 12 de abril de ese año– dijo que comenzaba a construirse una "paz global". Los tres líderes pactaron el desmembramiento y la desmilitarización de Alemania y el reparto del mundo de la posguerra.

La batalla final en Berlín duró un mes y significó el fin de la guerra en Europa. Pero todavía quedaba espacio para más horror. El 6 de agosto de 1945, el nuevo presidente estadounidense Harry Truman –que había remplazado a Roosevelt– ordenó el uso de un arma completamente nueva: la bomba atómica. Con ella destruyó Hiroshima, donde hubo más de 200 mil muertos. Tres días después el objetivo fue Nagasaki, que sumó otras 40 mil bajas, de las cuales sólo 250 eran soldados. "Este es el hecho mas gran de la historia", dijo un exultante Truman, conocido por sus posiciones racistas frente a los japoneses. El emperador nipón y sus ministros más lucidos decidieron imponer la capitulación a una serie de militares que parecían tener la misma mentalidad suicida que Hitler. La rendición fue firmada el 2 de septiembre.


La Segunda Guerra Mundial terminó aquel día, pero aún sigue viva para dirigentes políticos, intelectuales y pueblos enteros que todavía indagan en sus causas y consecuencias. Que todavía intentan interpretarla y descifrarla no sólo en su búsqueda por la verdad histórica, sino también para comprender el presente. Porque si bien es cierto que el régimen nazi de Hitler sucumbió en aquella contienda, está claro que su ideología no quedó enterrada. La preocupación es aún mayor cuando millones de personas miran azoradas cómo Europa es el escenario de un nuevo rebrote fascista, que parece añorar el horror de los campos de concentración y el exterminio.                      

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