Piñero, Rivero, Cañizares y Ballesteros (de izquierda a derecha), en 1985.
Los veteranos dan la clave del golf español: la imaginación, hija de la necesidad
La federación madrileña de golf celebra su 40º aniversario y convoca a una cena a todas las viejas glorias. Suben al escenario y cuentan historias. Para muchos, las anécdotas, los recuerdos, las imágenes en blanco y negro, las fotos amarillentas que las acompañan, no son sino batallitas de abuelos que por una noche encuentran un auditorio cautivo. Para otros, sin embargo, para unos cuantos, las imágenes de, por ejemplo, un Manolo Piñero, fino, pura fibra, muchacho renegrido recién llegado de la dehesa extremeña, conquistador como Pizarro, levantando una Copa del Mundo en 1976, las palabras que la acompañaban, respondían, en cuatro trazos, a una de las preguntas más repetidas en el deporte español: ¿cómo es posible que de la nada más absoluta hayan nacido tantos campeones, y no sólo de golf?
"El golf es un deporte hecho para nosotros", afirma Piñero, que comparte con José María Cañizares, Pepín Rivero, Severiano Ballesteros, generación, estilo y orígenes. "Y ha sobrevivido, y de qué manera, porque todos hemos aprendido de la generación anterior, y los que nos siguen han aprendido de nosotros". El golf, apenas practicado en España hasta finales del siglo pasado, ha dado al deporte español alguno de sus más grandes campeones y a uno, Seve Ballesteros, que ha sido de los mejores del mundo en la historia.
Interpretando a Piñero, un jugador con nostalgia de los tiempos, ya pasados, ya perdidos, en los que el golf era un arte más que un deporte, un caddie que jugaba, cuando podía y a escondidas, entre encinas, la historia del golf en España es una historia de lucha de clases. Piñero -como Ballesteros, que jugaba a escondidas en Pedreña y con un solo palo, un hierro, en la playa las noches de luna llena, Rivero, caddie de Puerta de Hierro sobre quien pendía la amenaza de expulsión si el señorito al que llevaba los palos le sorprendía haciendo siquiera un amago de swing con sus palos, o Cañizares- se hizo artista gracias a las dificultades que tuvo que superar para poder expresarse.
"Y, como yo, mucho antes, en los orígenes, Marcelino Morcillo, ganador de varios Open de España en los años 40 y que todavía vive, debe de andar por los 97 años", cuenta Piñero. "Pues Morcillo me contaba que se hacía los palos con retamas, modelando sus raíces. Y de allí nacía su golf, sus golpes únicos, su imaginación".
Y detrás de Morcillo o Mariano Provencio, la generación de los hermanos Garrido, de Manolo Cabrera y Valentín Barrios, los padres del grupo de Piñero. Barrios, enorme, recuerda cómo Bing Crosby cayó fulminado a sus pies, un infarto masivo, el 14 de octubre de 1977 después de ganarle 10 dólares en un partido en La Moraleja, Madrid, haciendo pareja con Piñero, de cantarle Strangers in the Night a los albañiles de una obra cercana y de decirle, las últimas palabras del crooner, "vamos a tomar una Coca-cola".
Todas sus historias, y también la de Crosby, que llega a España y logra que los mejores profesionales jueguen con él, reflejan la realidad social, no sólo española, de unos tiempos en que los que tenían acceso al tiempo libre y al deporte, las clases acomodadas, consideraban de mal gusto ganar dinero haciendo deporte -la base ideológica del amateurismo que impregnó los Juegos Olímpicos hasta los años 80 del pasado siglo-, los tiempos en que profesional equivalía a trabajador y a sudor. "Los tiempos", continúa Piñero, "en los que el golf era un arte, no sólo un deporte. Ya no quedan apenas artistas. Bueno, están los argentinos, están Ángel Cabrera y Eduardo Romero, y también Phil Mickelson y John Daly, y Sergio García, hijo del profesional de un campo". También podría haber citado a Miguel Ángel Jiménez, el último mohicano, el último de la escuela de los que se hacen caddies a los 10 años para huir del hambre.
Cuando ya todos tienen el pelo blanco, hacerse millonario practicando deporte ya no está mal visto entre los socios de los clubes de golf. Los jóvenes que han heredado su hueco provienen de universidades y de escuelas de golf, han aprendido a jugar con todos los medios a su alcance, claro. Pero lo que les hace mejores, diferentes, únicos, seguro que les ha llegado viendo jugar a los que aprendieron a escondidas, sin palos, para ganarse la vida. Los artistas.
Interpretando a Piñero, un jugador con nostalgia de los tiempos, ya pasados, ya perdidos, en los que el golf era un arte más que un deporte, un caddie que jugaba, cuando podía y a escondidas, entre encinas, la historia del golf en España es una historia de lucha de clases. Piñero -como Ballesteros, que jugaba a escondidas en Pedreña y con un solo palo, un hierro, en la playa las noches de luna llena, Rivero, caddie de Puerta de Hierro sobre quien pendía la amenaza de expulsión si el señorito al que llevaba los palos le sorprendía haciendo siquiera un amago de swing con sus palos, o Cañizares- se hizo artista gracias a las dificultades que tuvo que superar para poder expresarse.
"Y, como yo, mucho antes, en los orígenes, Marcelino Morcillo, ganador de varios Open de España en los años 40 y que todavía vive, debe de andar por los 97 años", cuenta Piñero. "Pues Morcillo me contaba que se hacía los palos con retamas, modelando sus raíces. Y de allí nacía su golf, sus golpes únicos, su imaginación".
Y detrás de Morcillo o Mariano Provencio, la generación de los hermanos Garrido, de Manolo Cabrera y Valentín Barrios, los padres del grupo de Piñero. Barrios, enorme, recuerda cómo Bing Crosby cayó fulminado a sus pies, un infarto masivo, el 14 de octubre de 1977 después de ganarle 10 dólares en un partido en La Moraleja, Madrid, haciendo pareja con Piñero, de cantarle Strangers in the Night a los albañiles de una obra cercana y de decirle, las últimas palabras del crooner, "vamos a tomar una Coca-cola".
Todas sus historias, y también la de Crosby, que llega a España y logra que los mejores profesionales jueguen con él, reflejan la realidad social, no sólo española, de unos tiempos en que los que tenían acceso al tiempo libre y al deporte, las clases acomodadas, consideraban de mal gusto ganar dinero haciendo deporte -la base ideológica del amateurismo que impregnó los Juegos Olímpicos hasta los años 80 del pasado siglo-, los tiempos en que profesional equivalía a trabajador y a sudor. "Los tiempos", continúa Piñero, "en los que el golf era un arte, no sólo un deporte. Ya no quedan apenas artistas. Bueno, están los argentinos, están Ángel Cabrera y Eduardo Romero, y también Phil Mickelson y John Daly, y Sergio García, hijo del profesional de un campo". También podría haber citado a Miguel Ángel Jiménez, el último mohicano, el último de la escuela de los que se hacen caddies a los 10 años para huir del hambre.
Cuando ya todos tienen el pelo blanco, hacerse millonario practicando deporte ya no está mal visto entre los socios de los clubes de golf. Los jóvenes que han heredado su hueco provienen de universidades y de escuelas de golf, han aprendido a jugar con todos los medios a su alcance, claro. Pero lo que les hace mejores, diferentes, únicos, seguro que les ha llegado viendo jugar a los que aprendieron a escondidas, sin palos, para ganarse la vida. Los artistas.
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